Lily King
HERIDAS
—Vamos a ver qué podemos hacer con esas heridas de guerra.
Fui a la parte trasera de la casa a coger las medicinas que había reunido y oí a Fen que decía:
—Parece que le has dado un buen repaso, ¿eh?
No oí la respuesta de Nell. Cuando volví, estaba sentada a su lado y su rostro había recuperado el tono amarillo pálido. Fen no hizo ningún movimiento, así que le pedí a Nell que tendiera primero la mano izquierda, la que tenía el corte en la palma. No entendía que se hubieran despreocupado tanto de aquellas heridas. La sepsis era uno de los mayores riesgos del trabajo de campo. Fen debió de ver algo en mi rostro.
—Nuestras medicinas desaparecen en una semana —dijo—. Cada vez que llega una remesa, Nell las usa para las rozaduras y los golpes de todos sus niños.
Apliqué yodo al corte, le puse una capa de ungüento de ácido bórico y se lo cubrí con una venda de gasa. Al principio su mano flotó inerte sobre la mía, pero muy pronto la dejó muerta y adquirió peso.
Trabajé despacio, lo confieso. Después de la mano me ocupé de las lesiones cutáneas: dos en el brazo, una en el cuello y, tras levantarse la pernera del pantalón, otra en la espinilla derecha. A mí me parecieron pequeñas úlceras tropicales, no bubas infectadas. Sospechaba que habría más, pero no podía pedirle que se quitara la ropa. Le di aspirina para la fiebre. Fen, a su lado, se quedó observando hasta que se le cerraron los ojos.
—Debo pedirte perdón por lo que he dicho antes sobre las hojas —dijo ella.
—Si quieres que presente una disculpa formal a la señora, tendréis que jurarme que no me dejaréis para iros con los aborígenes.
—Lo juro —dijo levantando la mano vendada.
—Bueno, ahora cuéntame qué pasó con los mumbanyo. A menos que quieras irte a dormir.
—Ya he descansado en la canoa. Gracias por las curas. Todo está mejor. —Tomó su primer sorbo de whisky—. ¿Sabes algo de ellos, de los mumbanyo?
—Nunca he oído hablar de ellos.
—La versión de Fen será muy diferente a la mía.
Sus heridas brillaban con el ungüento que le había puesto.
—Dame la tuya.
Parecía abrumada ante mi petición, como si le hubiera pedido que escribiera una monografía sobre la tribu allí mismo. Pero justo cuando pensaba que me iba a decir que estaba muy cansada, se lanzó. Era una tribu con recursos, a diferencia de los anapa, que tenían que hacer esfuerzos cada día para salir adelante. El afluente de los mumbanyo proporcionaba mucha pesca, y cultivaban tabaco en la zona. Disponían de mucha comida y de abundantes conchasmoneda. Pero estaban llenos de miedo y agresividad, bordeando en la paranoia, y tenían la región sometida y aterrada con sus impulsivas amenazas.
—Nunca antes había sentido aversión por ningún pueblo. Casi una repulsión física. No soy una neófita en la región: he visto muertes, sacrificios, escarificaciones que acaban mal. No soy... —Me miró con cara de espanto—. Matan a su primogénito. Matan a todos los gemelos. No en un ritual, no con emoción y ceremonia. Simplemente los tiran al río. Los tiran por la selva. Y a los niños que se quedan, apenas los cuidan. Los llevan bajo el brazo como un periódico o los meten en una cesta rígida y cierran la tapa, y cuando el bebé llora rascan la cesta. Ése es su gesto más cariñoso, el rascar el exterior de la cesta. Cuando las niñas tienen siete u ocho años, sus padres empiezan a practicar sexo con ellas. No es de extrañar que crezcan desconfiadas, resentidas y con instinto asesino. Y Fen...
—¿Estaba intrigado?
—Sí. Fascinado. Absolutamente cautivado. Tuve que sacarlo de allí —intentó reírse—. No dejaban de decirnos que estaban comportándose de un modo ejemplar por nosotros, pero que eso no duraría para siempre. Echaban la culpa de todo lo que iba mal a que no se estaba derramando la suficiente sangre. Nos fuimos siete meses antes de lo previsto. A lo mejor lo habrás notado, desprendemos cierto hedor a fracaso.
—No lo he notado, no —dije.
Me habría gustado hablarle de mi propia sensación de fracaso, pero me pareció que sería demasiado largo de explicar. En lugar de eso le miré los pies, enfundados en unos zapatos de piel de colegiala, con cordones, casi tan gastados como los míos. No podía estar seguro de que aún conservara todos los dedos de los pies. Eran lo primero que se perdía con aquellas úlceras tropicales.
Euforia
Ediciones Malpaso, 2016
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