EL HOMBRE DEL BALCÓN
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El sol salió a las tres menos cuarto.
Hora y media antes, el tráfico se había ido reduciendo hasta cesar por completo. Simultáneamente, se fue acallando el rumor de los últimos clientes de los restaurantes, de vuelta a casa. Los camiones de la limpieza habían barrido las calles, dejando tras de sí oscuras manchas de humedad en el asfalto. Una ambulancia atravesó aullando la larga calle recta. Pasó despacio, en silencio, un coche negro con guardabarros blancos, una antena en el techo y la palabra POLICÍA cruzada sobre las puertas laterales, en may úsculas. Cinco minutos más tarde pudo oírse un frágil tintineo cuando alguien rompió el cristal de un escaparate con una mano enguantada; poco después, ruido de pasos correteando y un motor que arrancó en una calle lateral.
El hombre del balcón había observado todo esto. El balcón era de tipo ordinario, con barandillas tubulares de hierro y piezas laterales de chapa corrugada. De pie, con los brazos apoyados en la barandilla de hierro, la brasa de su cigarrillo se vislumbraba como un pequeño punto rojizo en la oscuridad. A intervalos regulares, apagaba su cigarrillo, con cuidado sacaba de la boquilla de madera una colilla de apenas un centímetro de largo y la colocaba junto a las demás. Ya había diez colillas pulcramente enfiladas a lo largo del borde del platillo, sobre la pequeña mesa de jardín.
Reinaba ahora el silencio, si cabe hablar de silencio en una noche tibia de comienzos de verano en una ciudad relativamente grande. Faltaban todavía un par de horas para que aparecieran los vendedores de periódicos, arrastrando sus cochecitos infantiles remodelados, y la primera mujer de la limpieza, camino del trabajo.
La media luz fría y gris del amanecer se difundía despacio; los primeros resplandores del sol, todavía vacilantes, escalaban los bloques de cinco o seis plantas, reflejándose en las antenas de televisión y las chimeneas redondas de los tejados del otro lado de la calle. Luego, el campo de luz cayó sobre los propios tejados de chapa y se desplazo rápidamente hacia abajo, deslizándose por los canalones y a lo largo de las paredes de ladrillo enlucido, cubiertas con filas de ventanas cerradas, la mayoría de ellas, con estores o persianas.
El hombre del balcón se inclinó hacia delante y miró a lo largo de la calle. Ésta se extendía de norte a sur, larga y recta, lo que le permitía abarcar con la mirada una extensión de más de dos mil metros. En el momento de su construcción había sido una de las calles más elegantes, orgullo y gala de la ciudad, pero de eso hacía ya cuarenta años. La calle tenía más o menos la misma edad que el hombre del balcón.
Agudizando la mirada, pudo divisar una sola figura, muy a lo lejos. Quizás un agente de policía. Por primera vez en muchas horas entró en el piso, cruzó la única estancia y pasó a la cocina. Había tanta claridad que no hacía falta encender la luz eléctrica. A decir verdad, no la usaba mucho, tampoco durante el invierno. Abrió el armario de la cocina, sacó una cafetera esmaltada, midió taza y media de agua y dos cucharadas de café poco molido. Puso la cafetera en el fogón, prendió fuego a una cerilla y encendió la llama de gas. Tocó la punta de la cerilla con las yemas de los dedos para asegurarse de que se había enfriado, luego abrió el armario del cubo de la basura y echó la cerilla quemada a la bolsa. Permaneció junto a la cocina hasta que el café hirvió, luego apagó el gas y se fue al baño para orinar, mientras esperaba a que bajaran los posos. No tiró de la cadena para no despertar a los vecinos. Volvió a la cocina, vertió cuidadosamente el café en la taza, cogió un terrón de azúcar del paquete medio vacío del fregadero y una cuchara del cajón. Luego se llevó la taza al balcón, la dejó sobre la mesa de madera barnizada y se sentó en la silla plegable. El sol estaba ya bastante alto e iluminaba las fachadas del otro lado de la calle, hasta las plantas más bajas. Sacó del bolsillo una cajita niquelada de rapé, desmenuzó las colillas, una tras otra, dejando que las pavesas de tabaco se filtraran entre sus dedos hasta la cajita redonda, estrujó las papelinas en pelotitas del tamaño de guisantes y las puso en el platillo de porcelana desconchado. Removió la taza con la cuchara y tomó el café muy despacio. Nuevamente se oían sirenas a lo lejos. Se levantó y siguió la ambulancia con la mirada, mientras el aullido crecía y luego volvía a debilitarse. Transcurrido un minuto, la ambulancia era ya sólo un pequeño rectángulo blanco, que giró a la izquierda en el extremo norte de la calle y desapareció de su campo visual. Volvió a sentarse en la silla plegable y se puso a remover distraídamente el café, que ya se había enfriado. Permaneció quieto, escuchando cómo se despertaba la ciudad a su alrededor, en un primer momento de manera indecisa y desganada.
El hombre del balcón era de estatura media y constitución normal. Tenía un rostro corriente y vestía una camisa blanca sin corbata, pantalones de gabardina marrones sin planchar, calcetines grises y zapatos negros. Tenía el pelo ralo peinado hacia atrás, nariz prominente y ojos azul grisáceos.
Eran las cinco y media de la mañana del 2 de junio de 1967. La ciudad era Estocolmo.
El hombre del balcón no tenía la sensación de ser observado. A decir verdad, no tenía sensación alguna. Pensó que más tarde se prepararía gachas de avena. La calle empezaba a llenarse de vida. El tráfico se intensificaba y la fila de coches que esperaba ante el semáforo en rojo se iba haciendo cada vez más larga. La furgoneta de una panadería pitó con crispación a un ciclista que, sin hacer caso, había girado hacia el centro de la calzada. Dos coches que venían detrás tuvieron que frenar de golpe.
El hombre se levantó, apoyó los brazos en la barandilla y bajó la mirada a la calle. El ciclista regresaba nervioso hacia el borde de la acera, fingiendo no oír los insultos que le dirigía el repartidor de pan.
Por las aceras, los escasos transeúntes caminaban apresurados bajo el balcón, un par de mujeres con vestidos claros de verano charlaban al lado de la gasolinera. Junto a un árbol situado un poco más allá había un hombre paseando a un perro. Tiraba de la correa con impaciencia, pero el perro salchicha continuaba olisqueando en torno al árbol, sin hacer caso.
El hombre del balcón se incorporó, se pasó la mano por el pelo ralo de su cabeza y luego metió las manos en los bolsillos. Eran ahora las ocho menos veinte y el sol y a estaba en lo alto. Alzó la vista al cielo, donde un avión trazaba una estría de lana blanca, formando un arco por encima de los tejados. Luego volvió a bajar la vista a la calle, observando a una señora mayor de pelo blanco, vestida con un abrigo azul claro, que estaba ante la panadería de la casa de enfrente. Rebuscó en su bolso durante un buen rato, hasta que consiguió encontrar una llave y abrir la puerta. Vio cómo la mujer extraía la llave, volvía a introducirla en la cerradura, esta vez por el lado de dentro, y entraba finalmente en el local, cerrando la puerta tras de sí. Un estor blanco estaba bajado tras el cristal de la puerta, con el texto CERRADO escrito en él.
Al tiempo que la puerta se cerraba, se abrió el portal contiguo a la panadería y salió al sol una niña pequeña. El hombre del balcón dio un paso hacia atrás, sacó las manos de los bolsillos y se quedó completamente quieto. Con la mirada clavada en la niña que estaba abajo, en la calle.
Ésta aparentaba unos ocho o nueve años y llevaba una cartera roja a cuadros. Vestía una falda corta roja, jersey a rayas y una rebeca también roja, de mangas demasiado cortas. Calzaba zuecos negros, que hacían que sus largas y delgadas piernas parecieran aún más largas y delgadas. Al salir a la acera, giró a la izquierda y echó a andar lentamente, con la cabeza gacha.
El hombre del balcón la siguió con la mirada. Tras recorrer unos veinte metros la niña se detuvo, levantó la mano contra el pecho y permaneció un rato en esa posición. Luego abrió la cartera y empezó a rebuscar en ella; dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Acto seguido echó a correr y entró apresurada en el portal, sin cerrar la cartera.
El hombre del balcón se quedó inmóvil viendo cómo el portal se cerraba tras la niña. Pasaron unos minutos hasta que nuevamente volvió a abrirse y la niña salió. Ahora llevaba la cartera cerrada y caminaba con pasos más apresurados. Su pelo rubio estaba recogido en una coleta, que oscilaba contra su espalda. Al llegar al final de la manzana, dobló en la esquina y desapareció.
Eran las ocho menos tres minutos. El hombre se dio la vuelta, entró en el piso y pasó a la cocina. Se bebió un vaso de agua, limpió el vaso, lo puso en el escurreplatos y regresó al balcón.
Se sentó en la silla plegable y apoyó el brazo izquierdo en la barandilla. Encendió un cigarrillo y, mientras fumaba, bajó la mirada a la calle.
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