sábado, 30 de mayo de 2020

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Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo - Buscar con Google | Lindo ...
Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindp
Elvira Lindo
AMIGOS
1

Creo que éste va a ser el último invierno que pasemos en Nueva York. Antonio va a dejar las clases de la universidad. Ya no tiene ganas de dedicar tanto tiempo a enseñar y, además, no ha hecho amigos aquí, no ha sentido la Universidad de Nueva York (NYU) como un lugar cálido. No alcanzo a comprender esa aspereza universitaria. Si yo fuera profesora en un departamento de literatura y llegara a dar clase un escritor como él, al día siguiente le invitaría a tomar un café o le daría mi teléfono por si necesitaba algo. Claro que yo le doy mi teléfono a todo el mundo, y así me va. Ésa es otra.

2

Volviendo al gélido ambiente de la universidad americana, parecerá que hablo de un tópico. Lo es, pero después de once años puedo asegurar que responde a una verdad. Antonio se va sin haber hecho un amigo verdadero entre sus colegas. A mí me parece frustrante. No ha sido así con los alumnos, que lo adoran, cierto que proceden todos ellos de países latinoamericanos y aún no tienen el cuerpo acostumbrado a pasear por la vida protegidos por esa burbuja que ampara y aísla a cada uno de los ciudadanos neoyorquinos. Es tanta mi extrañeza por esa frialdad en las relaciones con los colegas de trabajo que se lo comenté al profesor Maurer, el hispanista que tanto ha trabajado sobre Lorca y que es sin discusión un hombre adorable. Le pregunté, frente a una limonada el verano pasado en el Café Gijón, si era habitual que de estas experiencias académicas se saliera con tan pocos amigos (o si era cosa del carácter tímido de Antonio, me faltó añadir). Me contestó muy expresivamente con una frase: «Yo ahora me he venido a España y no tenía con quién dejar a mi perro. Las relaciones son cordiales en torno a la máquina del café —añadió—, se puede mantener una conversación agradable».
Milagrosamente, porque no hay otra manera de explicarlo, en todos estos años yo he hecho algunos amigos. He favorecido cada oportunidad que se me ha presentado, teniendo en cuenta que no he trabajado ni he estudiado aquí, pero tenía a mi favor uno de esos entrenamientos severos a los que te somete la vida y que no aparecen jamás en los currículum, aunque debieran considerarse: una niñez errante que me obligó a desplegar todos mis encantos para hacer amigos a los pocos días de llegar a un colegio, mudar enseguida el acento, y actuar con astucia para que al poco tiempo nadie se acordara de que era la niña nueva.
Hace diez años, cuando llegué, todavía luchaba contra la soledad. Iba mendigando conversaciones por las tiendas y agradeciendo sonrisas con ese tipo de ligeras inclinaciones de cabeza del extranjero que tratan de sustituir un idioma que no se domina. Tuve momentos de mucho desamparo pero no lo compartí con nadie, salvo con Antonio y sólo de vez en cuando.

Elvira Lindo
Noches sin dormir / Último invierno en Nueva York


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