domingo, 10 de mayo de 2020

Casa de citas / Maj Sjöwall / Per Wahlöö / El hombre del balcón II


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Maj Sjöwall / Per Wahlöö 
EL HOMBRE DEL BALCÓN

2


El reloj eléctrico de pared indicaba las once menos cinco. Según el calendario que había en la mesa de Gunvald Larsson era viernes, 2 de junio de 1967.
Martin Beck estaba en el despacho por casualidad. Acababa de entrar y había dejado su maleta en el suelo, al lado de la puerta. Luego saludó, puso el sombrero junto a la garrafa, encima del archivador, tomó un vaso de la bandeja y, tras llenarlo de agua, apoyó el codo en el archivador y se dispuso a beber.
El hombre sentado al otro lado de la mesa le miraba con descontento y dijo:
—¿También a ti te destinan aquí? ¿Qué habremos hecho mal?
Martin Becktomó un trago de agua. Luego dijo:
—Supongo que nada. No te preocupes, sólo he subido a ver a Melander. Le he pedido una cosa. ¿Dónde está?
—En el váter, como siempre.
Esta peculiar capacidad de Melander de hallarse constantemente en el retrete era una vieja broma gastada. Pese a todo, y aunque quizá contenía un punto de verdad, Martin Beck, por alguna razón, se irritó.
Sin embargo, como solía hacer la mayoría de las veces, se guardó la irritación para sí. Contempló tranquilamente al hombre de la mesa con mirada inquisitiva y luego le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—¿Tú qué crees? ¡Los robos, qué va a ser! Anoche hubo otro en Vanadislunden.
—Ya me he enterado.
—Un jubilado que paseaba al perro. Golpeado por detrás, de sopetón. Llevaba en la cartera ciento cuarenta coronas. Conmoción cerebral. Sigue ingresado en Sabbatsberg. No vio ni oyó nada.
Martin Beckno hizo comentario alguno.
—Es la octava vez en quince días. Ese tipo acabará matando a alguien. Martin Beckapuró el vaso y lo dejó.
—Si alguien no lo coge pronto —añadió Gunvald Larsson.
—¿Qué quieres decir con «alguien»?
—Joder, la policía. Nosotros. Quien sea. Una patrulla civil de la sección de protección del noveno distrito estuvo por allí un cuarto de hora antes.
—¿Y dónde estaban cuando sucedió?
—Tomando café en comisaría. Siempre la misma historia. Si ponemos un policía detrás de cada mata en Vanadislunden, actúa en Vasaparken; y si ponemos policías en todas las matas de Vanadislunden y Vasaparken, aparece en Ugglevikskällan.
—¿Y si hay un policía detrás de cada mata allí también…?
—Entonces, los manifestantes destrozan el US Trade Center y prenden fuego a la embajada norteamericana. No tiene gracia, ¿sabes? —dijo Gunvald Larsson en tono seco.
Martin Becklo miró fijamente.
—No pretendía ser gracioso —contestó—. Es sólo curiosidad.
—Ese hombre sabe lo que hace. Es como si tuviera un radar. Nunca hay un policía cerca cuando actúa. Martin Beckse frotó el puente de la nariz con el pulgar y el índice.
—Envía…
El otro le interrumpió enseguida.
—¿Enviar? ¿A quién? ¿A qué? ¿El furgón de los perros? ¿Para que los malditos perros maten a mordiscos a la patrulla civil? Por cierto, el viejo de anoche tenía perro. ¿De qué le sirvió?
—¿Qué tipo de perro?
—¿Cómo lo voy a saber? ¿Qué quieres, que interrogue al perro? ¿O prefieres que traiga al perro aquí para luego mandarlo al retrete, a que lo interrogue Melander?
Gunvald Larsson dijo todo esto en tono muy serio. Golpeó la mesa con la palma de la mano y añadió con gran énfasis:
—¡Tenemos un loco suelto por los parques, asaltando a la gente a golpes, y tú vienes aquí a hablar de perros!
—La verdad es que no fui yo quien…
Gunvald Larsson le interrumpió enseguida.
—Además, te repito que ese tipo sabe lo que se hace. Solamente ataca a gente que no puede defenderse: viejos y viejas, críos… Y siempre por detrás. ¿Cómo dijo uno la semana pasada? ¡Ah, sí!, que salió de entre las matas como una pantera.
—Sólo hay una manera —le señaló Martin Becksuavemente.
—¿Qué?
—Tendrás que salir tú mismo. Disfrazado de persona indefensa.
El hombre de la mesa volvió la cabeza y le clavó una mirada fija. Gunvald Larsson medía uno noventa y dos y pesaba noventa y ocho kilos. Tenía hombros de boxeador profesional y unas manos enormes, densamente cubiertas de vello claro. Era rubio, con el pelo peinado hacia atrás, y sus ojos, de un azul celeste, manifestaban descontento.
Kollberg solía completar la descripción añadiendo que tenía expresión de conductor de moto Vespino. En este momento, la mirada celeste estaba clavada en Martín Beck, y manifestaba un descontento mayor de lo habitual.
Martin Beck se encogió de hombros y dijo:
—Hablando en serio…
Gunvald Larsson le interrumpió enseguida.
—Hablando en serio, no le veo la gracia a todo esto. Estoy metido en uno de los peores casos de robos de mi vida tú te pones a soltar un montón de comentarios graciosos sobre perros y no sé qué más.
Martin Beck advirtió que el otro, seguramente de forma involuntaria, estaba a punto de lograr algo que muy pocas personas conseguían: irritarle hasta hacerle perder los estribos. Y aunque era consciente de la situación, no pudo dejar de levantar el brazo apoy ado en el archivador.
—¡Ya está bien! —exclamó.
Por fortuna, en ese preciso instante Melander entró por la puerta lateral que daba al despacho contiguo. Iba en mangas de camisa, con la pipa en la boca y una guía telefónica abierta entre las manos.
—Hola —saludó.
—Hola —contestó Martin Beck.
—Recordé el nombre nada más colgar —continuó Melander—. Arvid Larsson. También lo he encontrado en la guía telefónica. Pero no merece la pena llamar. Murió en abril. Derrame cerebral. Siguió en el mismo oficio hasta el final. Regentaba un almacén de trastos viejos en Söder. Ahora está cerrado.
Martin Beck cogió el listín, echó un vistazo y asintió con la cabeza. Melander sacó una caja de cerillas del bolsillo del pantalón y se puso a encender la pipa, con gran ceremonia. Martin Beck avanzó unos pasos y dejó la guía telefónica sobre la mesa. Luego volvió al archivador.
—¿Qué os traéis entre manos? —preguntó Gunvald Larsson con suspicacia.
—Nada especial —respondió Melander—, a Martin se le había olvidado el nombre de un perista al que intentamos atrapar hace doce años.
—¿Lo cogisteis?
—No.
—¿Pero te acordabas?
—Sí.
Gunvald Larsson se acercó el listín. Tras hojearlo, dijo:
—Me pregunto cómo diablos se puede recordar durante doce años el nombre de alguien llamado Larsson.
—Es fácil —replicó Melander seriamente.
Sonó el teléfono.
—Sección primera, oficial de guardia.
«Perdón, ¿qué dice usted, señora?» .
»¿Qué?
»¿Que si soy detective? Habla el oficial de guardia de la primera sección, subinspector primero Larsson, de la policía criminal.
»Disculpe, ¿cómo se llama usted?» .
Gunvald Larsson cogió el bolígrafo del bolsillo de la camisa y apuntó una palabra. Se quedó con el bolígrafo en el aire.
—«¿Y de qué se trata?».
Perdón, no he entendido bien…
»¿Cómo? ¿Un qué?
»¿Un lirón?
»¿Dice usted que hay un lirón en el balcón…?
»¿Cómo? ¡Ah, un mirón!»
¿Hay un mirón en su balcón?
Gunvald Larsson apartó la guía telefónica y echó mano del cuaderno. Acercó el bolígrafo al papel. Apuntó unas palabras.
—Sí, entiendo. ¿Qué aspecto dice que tiene?
»Sí, la estoy escuchando. Pelo ralo peinado hacia atrás. Nariz prominente. Vale. Camisa blanca. Estatura media, de acuerdo. Pantalones marrones. Sin abotonar. ¿Qué? Ah sí la camisa, claro. Ojos azules grisáceos.
»Un momento, señora.
»Vamos a ver si conseguimos aclarar esto. ¿O sea que está en su balcón?
Gunvald Larsson miró a Melander y luego a Martin Beck y se encogió de hombros. Mientras seguía escuchando, se hurgaba la oreja con el bolígrafo.
—Perdóneme, señora. Si la he entendido bien, este hombre está en su balcón, el de usted. ¿Le ha molestado?
»Ah, no. ¿Qué? ¿Al otro lado de la calle, enfrente? ¿En su balcón, el de él?»
Entonces, ¿cómo puede ver que tiene ojos azules? ¡Muy estrecha tiene que ser la calle! » ¿Qué? ¿Usted hace qué? » Bueno, un momento, señora. Lo único que ha hecho este hombre es estar en su propio balcón. ¿Qué más hace? » ¿Mira a la calle? ¿Y qué pasa en la calle?
»¿Nada? ¿Qué dice? ¿Coches? ¿Niños que juegan?
»¿Por la noche también? ¿Los niños juegan por la noche también?
»Ah, no. ¿Pero está por la noche también? ¿Y qué quiere que hagamos? ¿Enviar a los perros?
»Mire, señora, no hay ninguna ley que prohíba a la gente estar en su balcón.
»¿Informar de una observación, dice? Dios mío, señora, si todo el mundo informara de ese tipo de observaciones necesitaríamos tres policías por ciudadano.
»¿Darle las gracias? ¡Que deberíamos darle las gracias!
»¿Maleducado? ¿Yo he sido maleducado? No, escúcheme, señora…
Gunvald Larsson calló y se quedó sentado con el teléfono a unos diez centímetros del oído.
—¡Me ha colgado! —exclamó asombrado.
Al cabo de tres segundos colgó de golpe.
—¡Vete a la mierda, maldita bruja!
Arrancó el papel de los apuntes y limpió cuidadosamente el cerumen del bolígrafo.
—¡La gente está loca! —dijo—. No me extraña que no nos dé tiempo a hacer nada. ¿Por qué no filtran este tipo de llamadas en la centralita? Deberíamos tener línea directa con el manicomio.
—Tendrás que irte acostumbrando —comentó Melander.
Impasible, cogió su listín telefónico, lo cerró y se lo llevó al despacho contiguo.
Acabada la limpieza del bolígrafo, Gunvald Larsson estrujó el papel y lo tiró a la papelera. Echó una mirada malhumorada a la maleta que había junto a la puerta y le preguntó:
—¿Te vas de viaje?
—Sólo a Motala, un par de días —le respondió Martin Beck—. Tengo una cosa que ver por allí.
—¿Ah, sí?
—Como mucho, pasaré fuera una semana. Pero Kollberg vuelve hoy. A partir de mañana estará de servicio. Así que no tienes por qué preocuparte.
—No me preocupo.
—En cuanto a los robos…
—¿Sí?
—No, nada.
—Si vuelve a hacerlo dos veces más le cogeremos —intervino Melander desde el otro despacho.
—Eso es —asintió Martin Beck—. Hasta luego.


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