Henning Mankell
BAIBA
El martes 27 de septiembre, la lluvia seguía cayendo sobre Escania. Los meteorólogos habían anunciado que al cálido verano le seguiría un otoño lluvioso. Hasta el momento no había ocurrido nada que contradijera sus pronósticos.
La noche anterior, cuando Wallander volvió a casa después de su primer día de trabajo tras el viaje a Italia y preparó una cena chapucera que luego se obligó a comer de muy mala gana, trató varias veces de hablar con su hija Linda, que vivía en Estocolmo. Dejó abierta la puerta del balcón porque la persistente lluvia había parado un rato. Notó que se sentía irritado porque Linda no había llamado para preguntar cómo había ido el viaje. Trató de convencerse, aunque sin lograrlo del todo, de que era porque tenía mucho que hacer. Precisamente ese otoño combinaba sus estudios en una escuela de teatro privada con el trabajo como camarera en un restaurante del barrio de Kungsholm.
A las once llamó también por teléfono a Riga para hablar con Baiba. Para entonces había empezado a llover de nuevo y hacía viento. Se dio cuenta de que ya resultaba difícil recordar los cálidos días de Roma.
Pero si había hecho otra cosa en Roma aparte de disfrutar del calor y servirle de compañía a su padre era pensar en Baiba. Cuando Baiba y él, en el verano, sólo unos meses antes, habían ido juntos a Dinamarca, y Wallander se sentía agotado y triste a consecuencia de la ingrata persecución del asesino de catorce años, uno de los últimos días de su estancia le había preguntado si quería casarse con él. Ella le contestó con evasivas, sin cerrar necesariamente todas las puertas. Tampoco intentó disimular las razones de sus dudas. Habían paseado por la inmensa playa de Skagen, donde se encuentran los dos mares, y donde, por cierto, Wallander había paseado también, muchos años antes, con Mona, su primera esposa, y también en una ocasión posterior, cuando tuvo una depresión y se planteó muy seriamente dejar la policía. Las tardes habían sido casi tropicales por el calor. De algún modo se dieron cuenta de que un partido del Mundial de Fútbol mantenía a la gente pegada a la televisión y dejaba las playas inusualmente desiertas. Iban paseando por allí, cogiendo piedrecillas y caracolas, y Baiba dijo que no estaba segura de poder pensar en vivir con un policía por segunda vez en su vida.
Su primer marido, el comandante de policía letón Karlis, había sido asesinado en 1992. Fue entonces cuando Wallander la conoció, durante unos días confusos e irreales que pasó en Riga. En Roma, Wallander se había hecho la pregunta de si verdaderamente y en lo más profundo de su interior quería casarse una segunda vez. ¿Era necesario siquiera casarse? ¿Atarse con lazos formales y complicados que apenas tenían ya la menor validez en estos tiempos que eran los suyos? Él había vivido un largo matrimonio con la madre de Linda. Cuando un día, hacía cinco años, ella le hizo enfrentarse de repente con el hecho de que quería separarse, se quedó completamente perplejo, sin entender nada. Era ahora cuando, por primera vez, creía comprender y, por lo menos en parte, tal vez también aceptar las razones por las que ella había querido empezar una nueva vida sin él. Ahora podía darse cuenta de por qué había pasado lo que tenía que pasar. Podía abarcar la parte que le correspondía, reconocer incluso que con su constante ausencia y su creciente desinterés por lo que era importante en la vida de ella, tenía la mayor parte de culpa. Si es que podía hablarse de culpa. Una parte del camino la habían hecho juntos. Después, los caminos se fueron separando, tan despacio e inadvertidamente que sólo cuando ya era demasiado tarde quedó claro lo que había ocurrido. Y entonces ya cada uno estaba fuera de la vista del otro.
Había pensado mucho en esto durante los días de Roma. Y, al fin, llegó a la conclusión de que verdaderamente quería casarse con Baiba. Quería que ella se trasladase a Ystad. Y se había decidido también a dejar su piso de la calle de Mariagatan y cambiarlo por un chalet. En algún lugar próximo en las afueras de la ciudad. Con un jardín ya hecho. Un chalet barato, pero en un estado que él pudiera hacerse cargo de todas las reparaciones. También había pensado en si se compraría el perro con el que durante tanto tiempo había soñado.
De todo eso había hablado con Baiba aquel lunes por la tarde cuando volvía a llover sobre Ystad. Fue como seguir la conversación que había tenido en su cabeza en Roma. También entonces había hablado con ella, aunque no estaba presente. En alguna ocasión había empezado a hablar en voz alta consigo mismo. Por supuesto que eso no se le escapó a su padre, que caminaba a su lado en plena canícula. Su padre, en un tono mordaz, pero no del todo antipático, había preguntado quién de los dos estaba en realidad envejeciendo y perdiendo la cabeza.
Ella contestó enseguida. A él le pareció contenta. Le contó el viaje y después repitió la pregunta que le había hecho en el verano. Durante un instante, el silencio fue y vino entre Riga e Ystad. Luego, ella dijo que también había estado pensando. Sus dudas seguían ahí, no habían disminuido, pero tampoco aumentado.
—Ven —dijo Wallander—. De esto no podemos hablar por un cable telefónico.
—Bueno —dijo ella—. Iré.
No habían decidido cuándo. De eso hablarían más tarde. Ella trabajaba en la Universidad de Riga. Tenía que planear sus periodos vacacionales con mucha antelación. Pero cuando Wallander colgó el auricular, le pareció que sentía la seguridad de que estaba en camino de una nueva fase de su vida. Ella iba a venir. Él iba a casarse de nuevo. Esa noche tardó mucho en dormirse. Varias veces se levantó de la cama, se puso junto a la ventana de la cocina a mirar llover. Pensó que iba a echar de menos la farola que se balanceaba fuera, sola al viento.
La noche anterior, cuando Wallander volvió a casa después de su primer día de trabajo tras el viaje a Italia y preparó una cena chapucera que luego se obligó a comer de muy mala gana, trató varias veces de hablar con su hija Linda, que vivía en Estocolmo. Dejó abierta la puerta del balcón porque la persistente lluvia había parado un rato. Notó que se sentía irritado porque Linda no había llamado para preguntar cómo había ido el viaje. Trató de convencerse, aunque sin lograrlo del todo, de que era porque tenía mucho que hacer. Precisamente ese otoño combinaba sus estudios en una escuela de teatro privada con el trabajo como camarera en un restaurante del barrio de Kungsholm.
A las once llamó también por teléfono a Riga para hablar con Baiba. Para entonces había empezado a llover de nuevo y hacía viento. Se dio cuenta de que ya resultaba difícil recordar los cálidos días de Roma.
Pero si había hecho otra cosa en Roma aparte de disfrutar del calor y servirle de compañía a su padre era pensar en Baiba. Cuando Baiba y él, en el verano, sólo unos meses antes, habían ido juntos a Dinamarca, y Wallander se sentía agotado y triste a consecuencia de la ingrata persecución del asesino de catorce años, uno de los últimos días de su estancia le había preguntado si quería casarse con él. Ella le contestó con evasivas, sin cerrar necesariamente todas las puertas. Tampoco intentó disimular las razones de sus dudas. Habían paseado por la inmensa playa de Skagen, donde se encuentran los dos mares, y donde, por cierto, Wallander había paseado también, muchos años antes, con Mona, su primera esposa, y también en una ocasión posterior, cuando tuvo una depresión y se planteó muy seriamente dejar la policía. Las tardes habían sido casi tropicales por el calor. De algún modo se dieron cuenta de que un partido del Mundial de Fútbol mantenía a la gente pegada a la televisión y dejaba las playas inusualmente desiertas. Iban paseando por allí, cogiendo piedrecillas y caracolas, y Baiba dijo que no estaba segura de poder pensar en vivir con un policía por segunda vez en su vida.
Su primer marido, el comandante de policía letón Karlis, había sido asesinado en 1992. Fue entonces cuando Wallander la conoció, durante unos días confusos e irreales que pasó en Riga. En Roma, Wallander se había hecho la pregunta de si verdaderamente y en lo más profundo de su interior quería casarse una segunda vez. ¿Era necesario siquiera casarse? ¿Atarse con lazos formales y complicados que apenas tenían ya la menor validez en estos tiempos que eran los suyos? Él había vivido un largo matrimonio con la madre de Linda. Cuando un día, hacía cinco años, ella le hizo enfrentarse de repente con el hecho de que quería separarse, se quedó completamente perplejo, sin entender nada. Era ahora cuando, por primera vez, creía comprender y, por lo menos en parte, tal vez también aceptar las razones por las que ella había querido empezar una nueva vida sin él. Ahora podía darse cuenta de por qué había pasado lo que tenía que pasar. Podía abarcar la parte que le correspondía, reconocer incluso que con su constante ausencia y su creciente desinterés por lo que era importante en la vida de ella, tenía la mayor parte de culpa. Si es que podía hablarse de culpa. Una parte del camino la habían hecho juntos. Después, los caminos se fueron separando, tan despacio e inadvertidamente que sólo cuando ya era demasiado tarde quedó claro lo que había ocurrido. Y entonces ya cada uno estaba fuera de la vista del otro.
Había pensado mucho en esto durante los días de Roma. Y, al fin, llegó a la conclusión de que verdaderamente quería casarse con Baiba. Quería que ella se trasladase a Ystad. Y se había decidido también a dejar su piso de la calle de Mariagatan y cambiarlo por un chalet. En algún lugar próximo en las afueras de la ciudad. Con un jardín ya hecho. Un chalet barato, pero en un estado que él pudiera hacerse cargo de todas las reparaciones. También había pensado en si se compraría el perro con el que durante tanto tiempo había soñado.
De todo eso había hablado con Baiba aquel lunes por la tarde cuando volvía a llover sobre Ystad. Fue como seguir la conversación que había tenido en su cabeza en Roma. También entonces había hablado con ella, aunque no estaba presente. En alguna ocasión había empezado a hablar en voz alta consigo mismo. Por supuesto que eso no se le escapó a su padre, que caminaba a su lado en plena canícula. Su padre, en un tono mordaz, pero no del todo antipático, había preguntado quién de los dos estaba en realidad envejeciendo y perdiendo la cabeza.
Ella contestó enseguida. A él le pareció contenta. Le contó el viaje y después repitió la pregunta que le había hecho en el verano. Durante un instante, el silencio fue y vino entre Riga e Ystad. Luego, ella dijo que también había estado pensando. Sus dudas seguían ahí, no habían disminuido, pero tampoco aumentado.
—Ven —dijo Wallander—. De esto no podemos hablar por un cable telefónico.
—Bueno —dijo ella—. Iré.
No habían decidido cuándo. De eso hablarían más tarde. Ella trabajaba en la Universidad de Riga. Tenía que planear sus periodos vacacionales con mucha antelación. Pero cuando Wallander colgó el auricular, le pareció que sentía la seguridad de que estaba en camino de una nueva fase de su vida. Ella iba a venir. Él iba a casarse de nuevo. Esa noche tardó mucho en dormirse. Varias veces se levantó de la cama, se puso junto a la ventana de la cocina a mirar llover. Pensó que iba a echar de menos la farola que se balanceaba fuera, sola al viento.
Henning Mankell
La quinta mujer
Tusquets Editores, Barcelona, 2003, pp. 41-43
Tusquets Editores, Barcelona, 2003, pp. 41-43
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