jueves, 30 de septiembre de 2021

Casa de citas / Dita von Teese / Faldas

Dita von Teese


Dita von Teese
FALDAS
No llevo faldas cortas. ¡No soy exhibicionista!


Dita von Teese

SKIRTS
by Dita von Teese
I’m not wearing any short skirts. I’m not an exhibitionist!

 

Dita Von Teese: ‘Even when I was a bondage model, I had big-time boundaries’


miércoles, 29 de septiembre de 2021

Casa de citas / Harold Pinter / Proust

 

Marcel Proust



Harold Pinter
PROUST


La época durante la cual trabajé en el guión de Proust ha sido una de las más hermosas de mi vida; a tal grado resultó una aventura, una verdadera exploración del universo de un escritor. Me pasé tres meses leyendo exclusivamente En busca del tiempo perdido, todos los días, todo el día. Tenía la vieja traducción inglesa de Scott-Moncrieff, pero acudía sin cesar al original, con ayuda de la formidable mujer y talentosa traductora que es Barbara Bray. Los tres juntos, Barbara, Joseph Losey y yo, colaboramos intensamente. El trabajo estuvo hecho de larguísimas discusiones, muchas investigaciones documentales y viajes a Illiers, Cabourg, visitas a mansiones aristocráticas, para empaparnos del mundo proustiano. […] Luego de nuestro dilatado trabajo preparatorio, Joe me dijo: Ha- rold, es hora de que te pongas a escribir’. Estuve de acuerdo con él. Así que al día siguiente me levanté y me instalé en mi oficina; miré entonces las toneladas de notas que había ido acumulando, los montones de libros que había consultado sobre tal o cual tema, y me paré frente a la ventana mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Consideré que era hora de hablarle a Joe: ‘No puedo; no me sale’. Joe me dijo: ‘Sal y dale una vuelta al parque’. Sin dudar lo obedecí y me fui a dar una vuelta a Regent’s Park. De regreso, volví a telefonearle: ‘No hay nada que hacer. Sigue sin ocurrírseme nada’. ‘No te queda otra más que dormir’, me respondió con un tono tranquilizador. Así que me fui a acostar. A la mañana siguiente fue lo mismo. Sin pensarlo demasiado tomo el teléfono: ‘Es imposible, Joe’. Joe, tranquilo, sin inmutarse, me dice entonces: ‘Ya sé lo que tienes que hacer’. Le pregunto ansioso ‘¿Qué?’. ‘¡Comenzar!’. Y no me quedó otra que comenzar, y al comenzar todo vino de golpe: las imágenes, los sonidos, los colores, los olores fueron sumándose al flujo de las imágenes que iba urdiendo. Metí el acelerador y sin detenerme terminé el guión.

 

Harold Pinter / Por el camino de Proust







martes, 28 de septiembre de 2021

Casa de citas / Maurice Sendak / Rosie II

 

Ilustración de Maurice Sendak



Maurice Sendak
ROSIE II

 

"Estoy obsesionado con la niñez y no valgo para nada más. Quiero contar unas anécdotas sobre niños que dotaron de color para siempre a mi visión sobre la naturaleza humana."
"Esta es una historia sobre Rosie. Rosie era una niña de Brooklyn, que se volvió prototípica. Todos los personajes que yo he hecho son ella. [...] Era el año 1943. Estudié a Rosie durante un año más o menos, del 43 al 44. Durante la Guerra, mi hermano estaba desaparecido en las Filipinas. Eran los días más oscuros del Holocausto. Y la única forma que yo lograba sobrevivir era cogiendo una silla, colocándola al lado de la ventana y poniéndome a observar a Rosie, que estaba justo en frente de mí... y actuaba en la calle. Parecía completamente ignorante de mi presencia, lo cual era perfecto. Y bajaba todos los días, toda vestida, con un gigantesco sombrero amarillo y una enorme pluma y una especie de chal, mantón o bufanda deshilachada. Llevaba un largo vestido rojo, del que le asomaban los pies. Y yo simplemente la observaba. 
Rellené entre 14 y 20 cuadernos de dibujo grandes: qué decía Rosie, qué hacía Rosie, qué aspecto tenía, todos los demás niños de la calle y qué pasaba entre ellos. Mucho sí que lo usé más tarde. En fin. Este incidente en concreto ocurrió un día de mucho calor. 
Su cometido -y ella era plenamente consciente de ello-, era hacer que el espectáculo fluyera, porque el resto del grupo era una panda de niños torpones y moribundos que la adoraban y odiaban a partes iguales. Porque sabían que ella tenía ese algo y cuando se lo daba, una historia imaginaria o lo que fuera, la adoraban. Si fracasaba, la odiaban. ... Y ella se tomaba muy en serio su cometido. Y la experiencia de ver cómo arrancaba, cómo ponía en marcha el motor... 
Este día hacía mucho calor, era junio, y los niños estaban allí en los escalones y ella estaba allí con su hermano, Pudgy, que era mucho más joven que ella y era su saco de boxeo  personal y su mejor amigo. Sentada, después de un largo silencio (no podía tardar ya en comenzar...), dijo: "¿Os habéis enterado de quién ha muerto?" Claro, todo el mundo alzó la vista. La mejor frase del mundo. Yo también alcé la vista. A pesar de lo bien que la conocía, siempre volvía a caer. La miraron y preguntaron: "¿Quién?". Dijo ella: "La abuela, se murió mi abuela. Al alba. Y Pudgy la empuja y le dice: "La abuela..:"  y le dice ella "Cállate". Y él sabía bien cuál era su lugar. 
Y esto es lo que pasó. Estaba lleno de detalles que yo reconocía y era tan lista como artista que había pensado en miles de detallitos para enriquecer la historia y hacer real esta fantasía absolutamente loca. La vi contarlo todo desde la ventana. Yo vivía en un bloque de cuatro casas y Rosie vivía en frente, en un bloque de una sola casa. Y en el piso de arriba, en la parte del ático, vivía su abuela. Era una mujer muy corpulenta, muy tosca. Y lo que hacía, y lo que hacía también mi madre y otras mujeres, era colgar los almohadones por la ventana y luego con una cosa de paja los sacudían y golpeaban y el polvo salía volando por todas partes. Lo hacía todo el mundo. Lo que pasó aquel día, al alba, es que Rosie oyó los golpes y se preguntó por qué lo estaría haciendo tan temprano su abuela, y su dormitorio y el dormitorio de Pudgy estaban justo debajo del apartamento del ático, y oyó unos crujidos y unos lamentos y unos jadeos y la enorme mujer se cayó. Oyó un estruendoso golpe. Y Pudgy se despertó y le dijo: "¿Qué crees que...?" y Rosie le dijo: "Shhhh. No despiertes a Mamá y a Papa. Se pondrán nerviosos". 
Así que ella sola subió las escaleras y allí estaba la abuela, respirando a duras penas, muriéndose. Y Rosie, que sabía lo que hacer porque había visto todas aquellas películas de Irene Dunne y Bette Davis, saltó encima de su abuela y le empezó a golpear el pecho y cuando la cosa no pintaba demasiado bien, o, mejor dicho, su abuela no pintaba demasiado bien, se acerco y le dio el gran beso de la vida. Lo tuvo que hacer tres veces. En vano. La abuela había muerto. Rosie hizo callar a Pudgy. Se acercó al teléfono. Y llamó al lugar donde van los muertos. Y el lugar donde van los muertos llegó y lo primero que hicieron fue ponerle un pollo en el dedo gordo del pie, para que la pudieran identificar en el sitio de los muertos. Y se la llevaron. 
(Y los niños preguntaron: "¿Y nadie lo oyó? ¿Nadie...?" "Nadie lo oyó. No quería que mis padres se disgustaran"). Y el coche de las personas del lugar a donde van los muertos llegó y se la estaban llevando y... ya llegando al final de la historia... 
Tenéis que imaginaros a estos niños, estaban enganchados, como lo estaba también yo... ... de repente aparece la Abuela subiendo calle arriba. Con dos bolsas de la compra grandes, enormes, con zapatillas de casa, y balanceándose de un lado para otro al andar. Era una mujer que daba miedo. Daba mucho miedo. Hablaba solo en italiano y parecía siempre que estaba maldiciendo todo lo que había en el mundo. Y cuando llegó a los escalones, miró a todos los niños con ojos de muy pocos amigos y los niños se separaron como el Mar Rojo, así. Y subió los escalones, le echó una mirada mortal a Rosie e hizo algo con sus dientes y con el pulgar, como si estuviera diciendo, "cuando subas, te voy a matar!", o así lo interpreté yo. 
Cierra la puerta de un golpe, sigue subiendo las escaleras y todos los niños vuelven a formar el corro. Entonces uno de ellos le ruega: "Rosie, cuéntanos cómo se murió tu abuela". 

Maurice Sendak
Descent into Limbo (Bajando al Limbo)
May Hill Arbuthnot Honor Lecture, 2003





lunes, 27 de septiembre de 2021

Casa de citas / Maurice Sendak / Rosie I

 

Ilustración de Maurice Sendak



Maurice Sendak
ROSIE I

Yo tenía veinte años, ella 10. Estaba sin empleo y con unas ganas bastante desesperadas de irme a vivir solo ya. Rosie me ocupó tanto la mano como la cabeza durante ese tiempo tan insufriblemente largo, y llenó mis cuadernos con ideas que más tarde pasarían a entrar de un modo u otro en cada uno de mis libros.

Rosie era una niña feroz que me impresionó con su capacidad de imaginarse como cualquier cosa y cualquier persona que quisiera. Luego cogía sus fantasias y –literalmente- forzaba a sus amigos, menos mandones, menos interesados, a participar en ellas. Y la tremenda energía que ella invertía en estos juegos y ensoñaciones activaba y activa mi propia creatividad.


Rosie
Maurice Sendak

 


Estos primeros bocetos inseguros, imprecisos están repletos de una vitalidad feliz que no encontraba en ningún otro lugar en mi vida en aquel momento. Juntos, los bocetos suman una imagen del niño sobre el que se modelarían todos mis personajes futures. Me encantaba Rosie. ¡Qué bien se le daba sobrevivir cada día!

Y Rosie era el hilo viviente, el vínculo entre yo en mi ventana y el “allá afuera” (outside over there). Un día por fin, salí allá afuera. Me vestí de Rosie y escribí mi propio libro.” 

domingo, 26 de septiembre de 2021

Casa de citas / Maurice Sendak / Cosas terribles

Ilustración de Maurice Sendak

Maurice Sendak
COSAS TERRIBLES

Recuerdo vívidamente mi propia infancia. Sabía cosas terribles. Pero sabía que no debía dejar que los adultos supieran que lo sabía. Los asustaría.


Ilustración de Maurice Sendak


TERRIBLE THINGS
by Maurice Sendak

I remember my own childhood vividly. I knew terrible things. But I knew I mustn't let adults know I knew. It would scare them.




 

sábado, 25 de septiembre de 2021

Poemas como heridas / Mary Oliver / El pez

 


Mary Oliver 

EL PEZ


El primer pez
que atrapé en mi vida
no quería quedarse
quieto dentro del balde,
sino que se sacudió y succionó
la abrasadora
extrañeza del aire
y murió
con el lento brote
de los arcoiris. Luego
corté su cuerpo y separé
la carne de las espinas
y lo comí. Ahora el mar
está dentro de mí: soy el pez, el pez
brilla en mí; resucitamos,
nos enredamos, sin duda caeremos
nuevamente al mar.
Con dolor y dolor, y con más dolor
nutrimos esta trama frenética,
alimentados
por el misterio.




viernes, 24 de septiembre de 2021

Poemas como heridas / Mary Oliver / Gansos







Mary Oliver

GANSOS SALVAJES

No tienes que ser buena.
No tienes que atravesar el desierto
de rodillas, arrepintiéndote.
Sólo tienes que dejar que ese delicado animal

que es tu cuerpo ame lo que ama.

Cuéntame tu desesperación y te contaré la mía.
Mientras tanto, el mundo sigue.
Mientras tanto, el sol y los guijarros cristalinos

de la lluvia avanzan por los paisajes,
las praderas y los árboles frondosos, las montañas y los ríos.
Mientras tanto, los gansos salvajes, que vuelan alto
en el aire azul y puro,
vuelven nuevamente a casa.

Seas quien seas, por muy sola que te sientas
el mundo se ofrece a tu imaginación,
y te llama, como los gansos salvajes, chillando con excitación

anunciando una y otra vez
tu lugar en la familia de las cosas.



jueves, 23 de septiembre de 2021

Casa de citas / Mavis Gallant / Taller de escritura

 

Mavis Gallant


Mavis Gallant
TALLER DE ESCRITURA

    La primera ráfaga de ficción llega sin palabras. Consiste en una imagen fija, como una diapositiva, o mejor aún, como una instantánea congelada que muestra personajes en una situación simple. Por ejemplo, la visión de Barbara, Alec y sus tres hijos bajando de un tren en el sur de Francia anunciaron «Sin remisión». La escena en cuestión no sale en la historia pero permanece como una vieja fotografía de un periódico con una leyenda al pie en la que se dan todos los nombres. La rápida llegada y salida de esa imagen silenciosa podría asimilarse a los primeros momentos de una obra de teatro antes de que se pronuncie la primera palabra. La diferencia es que los personajes de ese fotograma no se ven, sino que son una evocación de futuro, y no necesitan hablar para explicarse. Todos los personajes salen a la luz con su nombre (que puedo cambiar), edad, nacionalidad, profesión, una voz y un acento característicos, un pasado familiar, una historia personal, un destino, cualidades, secretos, una actitud hacia el amor, la ambición, el dinero, la religión, y con un centro de gravedad propio.
    Durante los siguientes días anoto largos parlamentos de los diálogos. A esto le siguen escenas completas, completas en sí mismas, pero que conforman algo así como las partes de una película que aún no han sido ensambladas. No es que invente de manera deliberada nada de esto: simplemente ocurre. Hay escritores que dicen escuchar las palabras en sí, pero creo que ese «escuchar» hay que ponerlo entre comillas. Yo no escucho nada: sé lo que se está diciendo. Finalmente (describo un largo y complejo proceso de la manera más sencilla posible) parecerá que la historia está completa, en el sentido de que todo lo que hacía falta decir se ha escrito. Está completa pero es ilegible. Nada encaja. Una analogía cercana sería una película sin el montaje. Puede que el primer fotograma se haya disuelto en el sonido y el movimiento (Sylvie con su madre caminando cogidas del brazo en «Cruzar el puente»), o que acabe siendo el final (Jack y Netta en la place Masséna, en «La mujer del moro»), o algo secundario, como el joven Angelo mendigando monedas de Walter, que aparece someramente en «El verano de un hombre soltero».
    A veces se ve enseguida qué es lo que hace falta, lo cual no significa que se pueda hacer deprisa: he dejado aparte elementos de una historia durante meses e incluso años. Está acabado cuando parece cuadrar con un plan que, aunque es muy probable que yo tenga en la mente, no soy capaz describir, o cuando llego a la conclusión de que no puede ser escrito de manera más satisfactoria, al menos por mí. En unas pocas ocasiones esa lenta transformación de imagen a ficción comienza con algo atisbado en la realidad: una joven leyendo una carta del extranjero en el metro de París por la mañana temprano, un hombre en Berlín comiendo un plato de fiambre junto a una cortina de encajes que filtra la luz plomiza de la tarde; una madre norteamericana en Venecia haciendo todo lo posible para que se vea que lo está pasando bien y sus dos niñas atentas y discretas. Alguna vez, casi nunca, he visto claramente cómo un personaje que ha aparecido de nadie sabe dónde se está haciendo pasar por alguien que conocí en algún momento, disfrazado con tanto tacto como un extraño en un sueño. Siempre los he dejado estar. Todo lo que comienzo llega a publicarse, a su debido tiempo, y pasa a ser como una casa en la que viví antaño.


Prólogo de Mavis Gallant a Los cuentos, Ed. Lumen, 2009



Casa de citas / Mavis Gallant / The New Yorker

 


Mavis Gallant
THE NEW YORKER

  El miedo de haber heredado un legado defectuoso, una vocación sin un talento que la sostuviera, me persiguió desde muy joven. Esa era la razón de que hiciera trizas más de lo que salvaba, el porqué de que fuera reacia a enseñar mi trabajo, salvo a uno o dos amigos, y no con mucha frecuencia. Cuando tenía veintiún años alguien a quien le había dado dos historias solo para que las leyera, las mandó a una revista literaria local, y pude ver el aspecto que tenía un relato rodeado de poesía y otras ficciones. Envié otra de mis historias a una emisora de radio. Me pagaron algo y descubrí cómo sonaba mi trabajo con una voz diferente. Después de eso seguí escribiendo sin la intención de publicar nada ni de pedir opinión alguna durante seis años. Entonces yo tenía veintisiete años y me estaba convirtiendo exactamente en aquello que no quería ser: una periodista que escribía ficción en su tiempo libre. Pensé que la cuestión de escribir o dejar de hacerlo de una vez por todas tenía que ser decidida antes de cumplir los treinta. La única solución parecía ser romper con todo e intentarlo: me daría dos años. No daba la impresión de que me preocupase mucho de qué viviría durante aquellos dos años. Cuando miro atrás creo que tenía concentrados todos mis esfuerzos en largarme.
    No había ciudad en el mundo que me atrajera más que París. Cuando me preguntan el porqué no soy capaz de decirlo. Se trataba de un lugar en el que no tenía amigos, contactos, ni posibilidad de encontrar empleo en caso de que fuera necesario —aunque tal como yo razonaba las cosas, si tenía que ir allí con un trabajo y un salario en mente, era mejor quedarme donde estaba—; un lugar en el que posiblemente me quedaría sin dinero. Aquello de que tal vez no sobreviviera, que tal vez tuvieran que rescatarme de lo más profundo y ponerme en un barco rumbo a casa, jamás me entró en la cabeza. Lo que creía era que si había de darme el nombre de escritora, tendría que vivir de la escritura. Si no era capaz de vivir de ello, al menos modestamente, destruiría cada uno de los legajos, cada traza, cada libreta, y viviría de cualquier otro modo. Pasara lo que pasase no iba a hacer mi entrada en los treinta como una periodista (o lo que fuera) cuyas historias se iban amontonando en su cesta de picnic. Decidí enviar tres de mis historias a The New Yorker, una después de otra. Con que me aceptaran una sería suficiente. Si rechazaban las tres lo tomaría como algo decisivo. Pero entonces hice algo que puede parecer extraño y contradictorio: unos días antes de poner la primera historia en el correo (estaba pasándolas canutas calibrando si estaba bien o era una basura), le dije al director del periódico que dejaba el trabajo. Creo que tenía miedo de echarme atrás. No hacía mucho que el periódico había comenzado un plan de pensiones y yo había pedido quedar al margen de él. Trabajaba en una oficina en la que había visto a gente desfilar hacia la jubilación y esa perspectiva me horrorizaba. El director creyó que por alguna razón yo no estaba contenta. Me mandó a ver a otra persona que tenía el papel de averiguar de qué se trataba. En esa segunda oficina me dijeron que me había vuelto loca, que no servía de nada enseñarles el oficio a las mujeres, que siempre abandonaban, que algún día volvería arrastrándome a pedir que me devolvieran el puesto, que todos los reporteros piensan que pueden escribir, que tenía la audacia de llamarme a mí misma escritora cuando tan solo era como un arquitecto que jamás ha diseñado una casa. Volví a mi escritorio, mecanografié una renuncia formal y la entregué.
    The New Yorker devolvió la primera historia con una amable carta que decía: «¿Tiene usted alguna otra cosa que pueda enseñarnos?». La segunda la admitieron. La tercera ya no me gustaba. La rompí y mandé una nueva historia desde París.

Prólogo de Mavis Gallant a Los cuentos, Ed. Lumen, 2009

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Casa de citas / Mavis Gallant / Sobre la escritura

 


Mavis Gallant
SOBRE LA ESCRITURA

  Todavía no sé qué es aquello que empuja a alguien en su sano juicio a dejar tierra firme para pasarse la vida describiendo gente que no existe. Si se trata de un juego de niños, una extensión del mundo de la fantasía, algo que te aseguran frecuentemente aquellos que escriben sobre la escritura, ¿cómo se explica que exista un deseo primordial de hacer eso y solo eso, y considerarlo una ocupación tan racional como subir a los Alpes en bicicleta? 


Prólogo de Mavis Gallant a Los cuentos, Ed. Lumen, 2009





Casa de citas / Mavis Gallant / ¿Por qué escribimos?





Mavis Gallant
¿Por qué escribimos?

Samuel Beckett, ante la imposible pregunta de un periódico de París: “Usted, por qué escribe?” respondió que no había otra cosa que supiera hacer: bon qu´à ça. George Bernanos decía que escribir era como remar hacia mar abierto: la línea costera desaparece, es demasiado tarde ya para dar media vuelta, y el que rema se convierte en galeote. Cuando Colette tenía setenta y cinco años y había quedado lisiada por la artritis dijo que por fin podría escribir cualquier cosa sin tener en cuenta qué le reportaría. Marguerite Yourcenar contaba que si hubiera heredado la fortuna que dejó su madre y después perdió su padre en las apuestas, es posible que no hubiera escrito una sola palabra. Jean-Paul Sartre decía que escribir es un fin en sí mismo. Yo tenía veintidós años y trabajaba en un periódico de Montreal cuando le entrevisté. No le había preguntado el porqué de la cuestión sino el qué de la cuestión en sí. El poeta polaco Alexander Wat me dijo que era como la historia del camello y el beduino, al final es el camello el que toma el relevo. Así que esa era la vida del escritor: la de un camello obstinado.

Comienzo del prólogo de Mavis Gallant a Los cuentos, Ed. Lumen, 2009






martes, 21 de septiembre de 2021

Casa de citas / Robert Graves / Dos libros por año

 

Robert Graves



Robert Graves
DOS LIBROS POR AÑO

La restauración del Evangelio nazareno me llevó dos años. Ahora bien, ese libro contiene ochocientas páginas de escritura densa. Sí, más o menos dos libros por año durante cincuenta años. No es tanto. No tengo nada más que hacer. Este año he escrito seis.

The Paris Review
The Art of Fiction
Una entrevista con Peter Byckman y William Fifield







lunes, 20 de septiembre de 2021

Poemas como heridas / José Manuel Arango / Esta noche he encontrado

 


José Manuel Arango
Esta noche he encontrado


Esta noche he encontrado
una pareja que en el tramo oscuro
junto al baldío
se añudaba gimiendo
 
Por sobre sus cabezas
un letrero que cuelga del muro
que se vence
                            Peligro:
Demoliciones

(Cantiga, 1987)



sábado, 18 de septiembre de 2021

Poemas como heridas / José Manuel Arango / XXXVI

 



José Manuel Arango
XXXVI

José Manuel Arango / XXXVI 

(Poema en portugués)


a veces
veo en mis manos las manos
de mi padre y mi voz
es la suya

un oscuro terror
me toca

quizá en la noche
sueño sus sueños

y la fria furia
y el recuerdo de lugares no vistos

son él, repitiéndose
soy él, que vuelve

cara detenida de mi padre
bajo la piel, sobre los huesos de mi cara



viernes, 17 de septiembre de 2021

jueves, 16 de septiembre de 2021

Casa de citas / Manuel Vilas / Trabajo



Trabajo

Ponemos palabras en un papel, eso hacemos los escritores. Al final siempre nos acaban llamando, porque nadie sabe muy bien qué es en verdad una autopista, un avión o un viaje espacial


Manuel Vilas
28 de enero de 2019


No construimos autopistas. No hacemos casas. No diseñamos automóviles. No fabricamos tornillos. No descubrimos planetas. No inventamos ninguna nueva aplicación de Internet. ¿Qué hacemos en este mundo? Ponemos palabras en un papel, eso hacemos los escritores. Siempre me ha obsesionado la escasa materialidad de nuestro oficio. Suerte de que los libros al menos son objetos. El siglo XX fue el siglo de la materia, de lo corpóreo, de la industria, de los objetos contundentes. A los escritores nos fueron arrinconando en eso que se acabó llamando las industrias del entretenimiento. Los libros hace mucho que dejaron de ser revolucionarios. Ni siquiera la ciencia está cambiando el mundo. Lo está cambiando la tecnología, que es una excrecencia populista de la ciencia. Somos un legado de millones de páginas escritas, desde Homero, desde Platón, desde Aristóteles, hasta Kafka. Filosofía, poesía, novela, teatro, historia, ciencia, arte, libros y más libros. ¿Quién leerá todo eso en el futuro? Pero sin nosotros, para qué sirven las autopistas, los aviones y los viajes espaciales. Al final siempre nos acaban llamando, porque nadie sabe muy bien qué es en verdad una autopista, un avión o un viaje espacial. Nosotros acabamos explicando las cosas que ellos hacen, eso me digo a mí mismo en mis días optimistas. Y está el cine, que es una forma de literatura. Y está la música popular, que es una forma de poesía. Y está la vida, que es un misterio. Ese es nuestro negocio: el misterio de la vida. La naturaleza negará siempre a la ciencia la revelación del misterio de la vida. Porque la naturaleza ama a los poetas, y no quiere dejarnos sin trabajo. Ayer paré mi coche en un área de descanso, en mitad de una autopista. Salí del coche y me quedé mirando la prodigiosa forma de mi automóvil. El sol brillando sobre la chapa. No había nadie en el área de descanso. Era mediodía, con mucha luz, con la luz de la sierra madrileña. Me senté en un banco de madera ajada. Y veía pasar los coches, y veía el sol moverse lentamente. Comenzaron a pasar camiones llenos de cargamentos necesarios, urgentes e inopinables. Pasó una ambulancia, con la sirena a toda pastilla. Pensé en la gente que fabrica y perfecciona esas sirenas retumbantes. Me pareció que el trabajo de fabricante de alarmas para ambulancias era infinitamente más importante que el mío. Pasó un tráiler con una hélice gigantesca, una de esas hélices para los molinos generadores de electricidad. Le hice una foto con mi teléfono móvil, veinte millones de megapíxeles. Luego pasó un deportivo, creo que era un Maserati. Y muchos coches vulgares, claro. Coches anodinos. El mío no lo es, porque tiene la personalidad que emana de sus abundantes abolladuras, sus rayas oxidadas, su espejo retrovisor vendado con cinta adhesiva. ¿A qué me dedico yo?, seguí pensando mientras iba cayendo la tarde. Me di cuenta de que no había comido nada. Tal vez para un tipo que tiene un trabajo como el mío su destino natural es el ayuno. 


EL PAÍS

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Acuarimántima / Un tiempo feliz

 


Acuarimántima

Un tiempo feliz

Entre 1974 y 1983 salieron a las calles 33 números de la publicación. Historia de una empresa entre amigos que se convirtió en un referente cultural.

Juan David Torres
2 de julio de 2012

Acuarimántima hubiera podido ser una revista malograda, un total fracaso. A sus fundadores, en realidad, poco les interesaba. “De antemano sabíamos que el fracaso económico e incluso literario era lo único con lo que contábamos —dice Elkin Restrepo, poeta y cofundador de esta revista de poesía—. Éramos jóvenes, éramos románticos y como los años setenta eran los años setenta, eso nos impulsó”.

Restrepo era, por ese entonces, profesor de la Universidad de Antioquia, un poeta que pasaba tardes y noches en cafés, en Medellín, y aprendía a tomar trago y se enamoraba de cuanta mujer hermosa pasaba por aquellos lados. “El espíritu bullía —dice— y como amábamos la poesía y queríamos un lugar para ella en Medellín, que en aquel entonces era lo más parecido a un almacén de abarrotes, fue que nos metimos en la empresa”. La empresa: fundar una revista de poesía que, además de distribuir su propio trabajo como escritores, desglosara en versos libres la obra poética de autores extranjeros.

Restrepo no estaba solo. En 1974, con el nadaísmo buscando tumbar el establecimiento literario y el nacimiento de numerosas revistas de poesía —entre ellas Golpe de Dados y La Viga en el Ojo en Colombia, y El Corno Emplumado y La Serpiente Emplumada en México—, concebir un proyecto literario era casi una tradición y pocos se marginaban.

“Siguiendo el espíritu de la época —escribe Restrepo en la introducción de Acuarimántima, la reunión de todos los números de la revista a cargo de la Editorial Eafit—, un grupo de amigos habíamos convenido publicar un día en que como nada teníamos que hacer, nada quitaba hacer algo”.

La vida alegre

José Manuel Arango, Miguel Escobar, Jesús Gaviria y Orlando Mora extendían manteles en el Café Versalles o la Librería Aguirre. Hablaban, entre amigos, de libros, de sus propias obras. Restrepo se iniciaba como poeta y Mora coqueteaba con la narrativa, a la que después dejaría por la crítica de cine. En medio de esas reuniones y esas conversaciones, decidieron bautizar su publicación con una palabra, una sola palabra, extraída de un poema de Porfirio Barba Jacob: “Acuarimántima”.

“No recuerdo en qué momento nació la idea —dice Orlando Mora desde Medellín—. Pero sí recuerdo el ambiente. Recuerdo lo felices que éramos en esa época. Fue un clima de absoluta felicidad”.

La revista brotó de cruces amistosos. Un día cualquiera, Restrepo entró a la sala de profesores en la universidad y encontró a José Manuel Arango leyendo un libro de poesías de un escritor de esas tierras: Jaime Jaramillo Escobar. Le pareció curioso que alguien se interesara en la poesía; charlaron; la amistad continuó. Luego encontró a Miguel Escobar, cuando era profesor de la Pontificia Universidad Bolivariana. Escobar también tenía a cargo el archivo de la Sala Antioquia de la Biblioteca Pública Piloto; sabía dónde encontrar cualquier cosa.

Desde hacía tiempo Restrepo tenía una fuerte amistad con Orlando Mora, que se había recibido como abogado. Jesús Gaviria era estudiante de derecho de la Universidad de Antioquia, escribía poesía, y se conocieron por ese tiempo. “Era un despertar literario —dice Mora— Habíamos heredado el grito de los nadaístas. (…) La idea era desacralizar una ciudad muy conservadora, muy cerrada”.

Y se embarcaron, pues, en la creación del primer número de Acuarimántima. Tanteaban: no eran expertos tejiendo revistas. ¿Y el dinero? ¿Cómo iban a sostener una revista que seguro no los haría ricos?

“Aportamos unos cuantos pesos —dice Restrepo— y acudimos a los amigos intelectuales de la universidad, cuya vida sana, sin mayores extravíos, les dejaba para invertir la plata en empresas inútiles”. La imprimieron en offset y en un papel de poco precio; las cuentas, por su amistad con el impresor, eran generosas. El formato —diseñado por Ana María Gaviria— podía envolverse en el bolsillo; el lomo estaba fijado con grapas. Y en la tapa, escrita a máquina, estaba el título de la revista, pero escrito con “q” y todo en minúscula: aquarimántima.

Aquel primer número, que anunciaba una publicación bimestral, reunió una serie de poemas inéditos del filósofo Fernando González, que había muerto una década atrás, Juan Gustavo Cobo Borda, Georg Trakl y Harold Alvarado Tenorio. Y en la pequeña introducción escribieron: “Acuarimántima nace de un esfuerzo que es, por sí mismo, negación de un mundo cuya hostilidad o desprecio por el arte son consecuencia de estructuras histórico-sociales esencialmente antipoéticas”.

La introducción prescindía de las mayúsculas aun en los puntos seguidos. Mucho tiempo después, Restrepo aseveró: “Fue lo más vanguardista a lo que llegamos”.

Camino final

Las reuniones para decidir qué iba y qué no las hacían en casa de Daniel Winograd —un amigo cercano— o de Restrepo. Había trago, había “puchos de la vida”. “En cada caso la propuesta se discutía y cualquier diferencia se zanjaba rápido —escribe Restrepo— (…) y no era rara la vez que invitábamos a amigos y amigas con los cuales, una vez resueltos de manera eficaz los asuntos centrales, pasábamos a los imprescindibles”.

Fue en esas reuniones en que, por el trabajo de Escobar en los archivos y por sus propias investigaciones, encontraron poemas inéditos de León de Greiff, Ciro Mendía, Luis Vidales y Manuel Mejía Vallejo. Allí llegaron también los poemas del que luego sería reconocido como cineasta: Víctor Gaviria. Y también los versos iniciales de Helí Ramírez, un poeta nacido en 1948 y ahora bien conocido en Medellín. O el primer cuento de Héctor Abad.

La revista alcanzó 33 números bimestrales desde 1974; artistas plásticos como Dora Ramírez y Óscar Jaramillo, muchos de ellos participantes de las Bienales de Arte de Coltejer, por entonces muy famosas, ponían sus obras en portada. El grupo de amigos, como la revista, que incluyó de a poco textos en prosa, se fue ampliando. Al equipo director, antes mínimo, se sumaron Víctor Gaviria, Helí Ramírez, Juan José Hoyos, Anabel Torres.

En 1983, Acuarimántima dejó de imprimirse. “Consideramos que ya había cumplido su ciclo —dice Elkin Restrepo, hoy director de la Revista de la Universidad de Antioquia—. También porque quienes la hacíamos, volcados también sobre nuestro trabajo de escritura, entendimos que debíamos entregarnos de manera más completa a él”. “Cada uno buscaba caminos personales”, recuerda Orlando Mora.

Pero los amigos, como era su costumbre, no se separaron. Siguieron encontrándose, compartiendo lecturas. El primero que murió fue José Manuel Arango, en 2002; había publicado su primer libro en 1973. Luego fue Miguel Escobar, el archivista, en 2008.

“Miguel era frágil, fumaba, casi no se cuidaba —afirma Mora—. La de José Manuel fue una muerte no esperada. Un día me llamaron y me contaron que había muerto. Fue la primera vez que la muerte llegó al grupo”. Y luego dice, pausado: “Ese camino hacia el final”.

EL ESPECTADOR