Woman Reading a Letter, 1910
Adeline Albright Wigand
Henning Mankell
LA CARTA
La carta llegó a Ystad el 19 de agosto.
Como el sello de correos era de Argelia y por tanto tenía que ser de su madre, la mujer no la abrió inmediatamente. Quería estar tranquila para leerla. Por el abultado sobre podía deducir que era una carta de muchos folios. Tampoco había tenido noticias de su madre desde hacía más de tres meses. Seguramente ahora tenía muchas cosas que contar. Dejó la carta en la mesa del cuarto de estar para leerla por la noche. En su interior albergaba una vaga pregunta. ¿Por qué habría escrito su madre esta vez el nombre y la dirección a máquina? Pero pensó que la respuesta estaría seguramente en la carta. Sólo a eso de medianoche abrió la puerta de la terraza y se acomodó en la hamaca, que apenas cabía entre todas sus macetas. Era una hermosa y cálida noche de agosto. Tal vez una de las últimas de aquel año. El otoño ya estaba ahí, invisible, al acecho. Abrió el sobre y empezó a leer.
Como el sello de correos era de Argelia y por tanto tenía que ser de su madre, la mujer no la abrió inmediatamente. Quería estar tranquila para leerla. Por el abultado sobre podía deducir que era una carta de muchos folios. Tampoco había tenido noticias de su madre desde hacía más de tres meses. Seguramente ahora tenía muchas cosas que contar. Dejó la carta en la mesa del cuarto de estar para leerla por la noche. En su interior albergaba una vaga pregunta. ¿Por qué habría escrito su madre esta vez el nombre y la dirección a máquina? Pero pensó que la respuesta estaría seguramente en la carta. Sólo a eso de medianoche abrió la puerta de la terraza y se acomodó en la hamaca, que apenas cabía entre todas sus macetas. Era una hermosa y cálida noche de agosto. Tal vez una de las últimas de aquel año. El otoño ya estaba ahí, invisible, al acecho. Abrió el sobre y empezó a leer.
Sólo después, cuando hubo leído la carta hasta el final y la había apartado de sí, se echó a llorar.
Dedujo también entonces que la carta tenía que haberla escrito una mujer. No fue sólo la hermosa letra lo que la convenció. Fue también algo en la elección de las palabras, en cómo la mujer desconocida, vacilante y cautelosa, trataba de contar de la manera más considerada posible todo el horror sucedido.
Pero no había nada considerado. Allí se reflejaba únicamente lo sucedido. Nada más.
La mujer que había escrito la carta se llamaba Françoise Bertrand y era policía. Sin que apareciera con toda claridad, podía deducirse que trabajaba como investigadora en la brigada central de homicidios de Argelia. Así es como había entrado en contacto con los sucesos que ocurrieron una noche de mayo en la ciudad de El Qued, al suroeste de Argel.
En apariencia, el asunto era claro, inteligible y totalmente horroroso. Unos desconocidos habían asesinado a cuatro monjas de nacionalidad francesa. Pertenecían con seguridad a los fundamentalistas que habían decidido expulsar del país a todos los ciudadanos extranjeros. El estado se debilitaría para luego destruirse a sí mismo. En el vacío que surgiera, se establecería un estado fundamentalista. Las cuatro monjas habían sido degolladas, no se había encontrado ningún rastro de los asesinos, sólo sangre, por todas partes sangre densa y coagulada.
Pero allí se encontraba también esa quinta mujer, una turista sueca que había renovado varias veces su permiso de estancia en el país y que, por casualidad, había hecho una visita a las monjas la noche en que los desconocidos se presentaron con sus cuchillos. En el pasaporte de su bolso pudieron ver que se llamaba Anna Ander, que tenía sesenta y seis años y que se encontraba legalmente en el país con visado de turista. También un billete de avión con la vuelta sin cerrar. Como ya era bastante grave lo de las cuatro monjas asesinadas, y como Anna Ander parecía viajar sola, los policías decidieron, tras presiones políticas, no darse por enterados de esta quinta mujer. Sencillamente, no estaba allí durante la noche fatal. Su cama había estado vacía. En lugar de ello la hicieron morir en un accidente de coche y la enterraron luego, sin nombre y como desconocida, en una tumba anónima. Todas sus pertenencias se hicieron desaparecer, destruyeron todas sus huellas. Y aquí es cuando entró en escena Françoise Bertrand. «Una mañana a primera hora mi jefe me llamó», escribía en su larga carta, «para decirme que fuera inmediatamente a El Qued».a mujer ya había sido enterrada. La misión de Françoise Bertrand era hacer desaparecer los últimos restos de posibles huellas y destruir después su pasaporte y sus otras pertenencias.
Anna Ander no habría llegado ni estado jamás en Argelia. Habría dejado de existir como un asunto argelino, borrada de todos los registros. Fue entonces cuando Françoise Bertrand encontró un bolso que los descuidados policías no habían descubierto. Debió de haberse quedado detrás de un armario. O tal vez encima del alto armario y se había caído, ella no lo sabía con exactitud. Pero allí había cartas que Anna Ander había escrito, o por lo menos empezado, y estaban dirigidas a su hija, que vivía en una ciudad llamada Ystad, en la lejana Suecia. Françoise pedía disculpas por haber leído esos papeles privados. Se había valido de un artista sueco alcoholizado que ella conocía en Argel y él se las tradujo, sin sospechar de qué se trataba en realidad. Ella escribió las traducciones de las cartas y, al final, se fue clarificando una imagen. Para entonces ya había sufrido muchos remordimientos de conciencia por lo sucedido con esta quinta mujer. No sólo porque había sido brutalmente asesinada en Argelia, el país que tanto amaba Françoise y que tan herido y lacerado estaba por contradicciones internas. Había tratado de explicar lo que pasaba en su país y también había contado cosas de sí misma. Su padre había nacido en Francia pero había ido a Argelia de niño con sus padres. Allí había crecido, allí se había casado después con una argelina y Françoise, que era la hija mayor, había tenido durante mucho tiempo la sensación de estar con un pie en Francia y otro en Argelia. Pero ahora ya no tenía dudas. Su patria era Argelia. Y por eso sufría tanto con las contradicciones que desgarraban en pedazos al país. También se debía a eso que no quisiera contribuir más en ofenderse a sí misma y a su país haciendo desaparecer a esta mujer, escondiendo la verdad en un accidente de automóvil imaginario y no asumiendo siquiera la responsabilidad de que Anna Ander había estado realmente en su país. Françoise Bertrand había empezado a sufrir insomnio, escribía. Por fin se había decidido a escribir a la hija desconocida de la mujer muerta contándole la verdad. Se impuso la obligación de reprimir la lealtad que sentía hacia el cuerpo de policía. Pedía que su nombre no fuera revelado. «Es la verdad lo que escribo», decía al final de la larga carta. «Tal vez haga mal en contarlo que ha ocurrido. Pero ¿podía hacer otra cosa? Encontré un bolso con cartas que una mujer había escrito a su hija. Lo que cuento ahora es cómo han llegado a mis manos para enviarlas a mi vez a su destino».
En su envío, Françoise Bertrand adjuntaba las cartas inacabadas.
Allí estaba también el pasaporte de Anna Ander.
Pero su hija no había leído las cartas. Las puso sobre el piso de la terraza y lloró largo rato. Al amanecer se levantó y fue a la cocina. Permaneció inmóvil mucho rato, sentada a la mesa de la cocina. Tenía la cabeza completamente vacía. Pero luego empezó a pensar. Todo le pareció de pronto muy fácil. Se dio cuenta de que todos aquellos años los había pasado dando vueltas y esperando. Antes no lo había comprendido. Ni qué esperaba ni a qué. Ahora lo sabía. Tenía una misión y ya no había por qué esperar para llevarla a cabo. Era el momento. Su madre se había ido. Una puerta se había abierto de par en par.
Se levantó y fue a buscar la caja con los trozos de papel recortados y el gran cuaderno de bitácora que estaba en un cajón debajo de la cama de su habitación. Extendió los pedazos de papel en la mesa delante de sí. Sabía que eran exactamente cuarenta y tres pedazos. En uno de ellos había una cruz negra. Luego empezó a desdoblar los trozos uno por uno.
La cruz estaba en el trozo número veintisiete. Abrió el cuaderno de bitácora y siguió las líneas con nombres hasta que llegó a la columna número veintisiete. Contempló el nombre que ella misma había escrito allí y vio cómo aparecía lentamente un rostro.
Luego cerró el libro y volvió a poner los trozos de papel en la caja.
Su madre había muerto.
Ya no había dentro de ella ninguna duda. Tampoco la posibilidad de echarse atrás.
Se daría a sí misma un año. Para elaborar el dolor, para hacer todos los preparativos. Pero no más.
Volvió a salir al balcón. Fumó un cigarrillo contemplando la ciudad que ya había despertado. La lluvia se estaba acercando desde el mar.
Poco después de las siete se acostó.
Era la mañana del 20 de agosto de 1993.
Henning Mankell
La quinta mujer
Tusquets Editores, Barcelona, 2003, pp. 17-20
Tusquets Editores, Barcelona, 2003, pp. 17-20
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