domingo, 24 de mayo de 2020

Casa de citas / Lily King / Conversando con Nell Stone



Lily King
CONVERSANDO CON NELL STONE

    Ya estábamos a cuatro horas de Nengai, y el sol se estaba poniendo a toda prisa, como se pone cerca del ecuador. Ni siquiera habíamos bajado aún de la barca. Conocía una tribu más, los wokup, y ahí acababa mi familiaridad con el río en aquella dirección. Los wokup tenían playa, casas altas y arte de calidad.
    Cuando llegamos, dirigí la barca directamente hacia el centro de la playa, decidido a no parar ante cualquier objeción que pudieran idear. Aunque tenía la atención puesta en la orilla, más allá de Nell, noté que imitaba el gesto de contrariedad de mi rostro. Pero me parecía que se había mostrado muy quisquillosa con las otras tribus, y no le encontraba la gracia.
    No vino nadie a recibirnos al oír el motor. Entonces oí una llamada, no un tambor, y observamos algún movimiento rápido, oímos el gemido de un niño, y luego nada.
    Yo había tenido contacto con algunos wokup. No eran ajenos a los blancos; a estas alturas, ya ningún habitante del río lo era. En la mayoría de las tribus corrían historias de algún nativo metido en la cárcel o camelado por los reclutadores de mano de obra («cazadores de mirlos», como se los llamaba entonces) para las minas. Subí la canoa a la orilla y nos sentamos en ella, esperando, para no causar más agitación. Se oyó una segunda llamada y un minuto más tarde vinieron tres hombres a recibirnos. No les veía la espalda, pero las escaras de los brazos, en forma de mechones de cabello o rayos del sol, eran más largas que las de los kiona, que imitaban la piel del cocodrilo. Salvo por unos cuantos brazaletes, iban desnudos. Se posicionaron en la arena. Aunque nunca lo hubieran visto de primera mano, sabían que los blancos tenían poderes —hojas de acero, rifles, pistolas, dinamita— que ellos no poseían. Sabían que ese poder podía activarse de pronto, sin previo aviso. «Pero no tenemos miedo», decían con su postura: las piernas abiertas, la espalda arqueada y la mirada dura.
    El del centro me reconoció de haber comerciado en Timbunke y me habló con frases sueltas en kiona. Por lo que pude entender, el poblado esperaba un ataque de una tribu del pantano. Éstas, débiles y empobrecidas, ocupaban un lugar bajo en la jerarquía del Sepik, pero eran impredecibles. Les expliqué que mis amigos estaban interesados en vivir con ellos y comprender su modo de vida, que tenían muchos regalos para darles, pero él me hizo callar con un gesto de la mano antes de que pudiera acabar. Era un mal momento, dijo una y otra vez. Por el ataque que esperaban, y por algo más que no conseguí entender. Mal momento. Si queríamos podíamos pasar la noche (no podía garantizar que el camino de vuelta a oscuras fuera seguro si sus enemigos ya estaban de camino), pero por la mañana tendríamos que irnos.
    —No sé hasta qué punto es cierto todo eso —les dije a Nell y a Fen después de traducir todo lo que había dicho el jefe—. Quizá esté esperando algún incentivo.
    —Dile que podemos proporcionarles sal para diez años y cerillas para toda la tribu —dijo Fen.
    —No podemos mentir.
    —Aún tenemos un montón de cosas en Port Moresby.
    Pedir confirmación a Nell habría sido un insulto para él, pero me parecía imposible que después de un año y medio todavía tuvieran tanto que ofrecer.
    —Vamos bien provistos —dijo ella.
    Me dispuse a comunicárselo al jefe, pero él levantó la mano antes de que pudiera acabar, ofendido. Me explicó que no les faltaba de nada y que no necesitaban nada nuestro, pero que por nuestra seguridad y por la seguridad de su pueblo nos dejaría pasar la noche.
    Seguimos a los tres wokup hasta el centro del pueblo. Mandaron a un niño a que subiera por una escalera a una casa y al cabo de unos minutos bajaron una madre y cinco niños. Sin mirarnos, se dirigieron a una casa tres puertas más allá. Una vez dentro los niños lloriquearon un poco. Los adultos les hicieron callar, malhumorados.
    El jefe nos indicó que subiéramos. Primero subió Fen con nuestra bolsa, y luego bajó a ayudarme con el motor. Era una casa pequeña. Sospeché que debía de ser de la segunda o tercera esposa del jefe, cuya casa, al lado, era mucho más grande. Lo vimos subir por su escalera y desaparecer.
    Dentro, la oscuridad era prácticamente total. Todas las aberturas estaban cubiertas con tela de corteza teñida de negro. El poblado estaba en silencio. Casi podíamos oír el sudor saliéndonos por los poros.
    —Caray. También podrían habernos ofrecido algo de comer —se lamentó Fen.
    Nell le hizo callar.
    Rebuscó en el petate. Pensaba que iba a sacar alguna lata guardada, pero sacó un revólver. Sentí que la sangre se me agitaba en las venas, presionándolas.
    —Guarda eso, Fen —dijo Nell—. No lo necesitaremos.
    —Parece que van en serio. ¿Has visto todas esas lanzas?
    Nell no respondió.
    —Las lanzas apoyadas en la casa al otro lado de la del jefe. ¿No las habéis visto? —insistió, bastante excitado—. Afiladas, quizá envenenadas.
    —Fen, déjalo —respondió ella, muy seria.
    Él volvió a meter la pistola en la bolsa.
    —No se andan con tonterías.
    Se acercó a la entrada rápidamente, agachando la cabeza, y miró hacia los lados por una grieta en la tela de corteza.
    —Creo que deberíamos hacer turnos para dormir, Bankson.
    En cualquier caso tampoco íbamos a dormir mucho. En la casa no entraba la brisa y había un montón de bichos. Comimos de nuestras provisiones, jugamos unas manos de bridge a la luz de una vela y luego nos repartimos las camas. Los wokup dormían en hamacas cubiertas, no en sacos como los kiona o en esteras como los baining. Yo cogí la de la esquina más alejada. Daba la impresión de que me iba a faltar medio metro de hamaca, así que le dije a Fen que haría la primera guardia. Él me señaló el lugar donde estaba la pistola, pero yo la dejé en el petate.
    Levanté un poco la tela de corteza y me senté en el umbral, apoyándome en un travesaño. Sobre el río se extendía una niebla rasgada en algunos puntos. A mis espaldas, Nell y Fen intentaban acomodarse en sus hamacas.
    —Es como dormir metido en una bolsita de té —oí que decía él.
    Nell se rio y dijo algo que no oí pero que a él le hizo reír. Era la primera vez que me sentía a solas con ellos y aquello me cayó como un mazazo. Estaban allí, pero eran el uno del otro, volverían a irse y me dejarían solo otra vez.
    En el exterior los sonidos de la jungla sonaban cada vez más fuerte. Los animales croaban, reptaban, chillaban, gemían, gruñían, chapoteaban. Murmuraban, repiqueteaban, zumbaban. Daba la impresión de que todas las criaturas se habían puesto en movimiento. En mis peores noches en Nengai me las había imaginado acercándose lentamente, acechándome.
    Intenté pensar en el futuro inmediato, el día siguiente, y no en el enorme período de tiempo que se extendía peligrosamente tras aquello. Tendría que llevarlos al lago Tam. Otras tres horas río arriba, a siete horas de donde estaba yo. Mis visitas, si los visitaba, tendrían que ser planificadas, y sin duda menos frecuentes. Tendría que quedarme a pasar la noche, alterar su rutina. Me avergonzaba sentirme tan necesitado de estar con dos personas que eran prácticamente extraños, y allí sentado, en la oscuridad, intenté concentrarme en el trabajo, aunque daba la impresión de que aquélla era precisamente la vía más rápida de recuperar mis pensamientos suicidas. No obstante, horas antes había tenido otra conversación con Nell sobre el Wai, y mientras hablábamos se me ocurrió que quizá aquella ceremonia me serviría para contar la historia de los kiona. Tenía cientos de páginas de notas, pero no por ello estaba más cerca de entenderla bien. La ceremonia del Wai se ejecutaba ya con menos frecuencia, no como reconocimiento de un asesinato sino en honor del logro de algún joven: su primera captura pescando, su primer jabalí cazado con lanza, la construcción de su primera canoa... Sin embargo, en los últimos dos años me habían pasado por alto muchas primeras ocasiones, y aunque siempre me prometían que podría asistir a otro Wai muy pronto, no parecía que llegara nunca el momento.
    Cerré los ojos y recordé la ceremonia tal como la había presenciado. Había sido durante mi primer mes allí y yo estaba sentado con las mujeres (en las reuniones multitudinarias solían ponerme con las mujeres, los niños y los enfermos mentales). A mi izquierda estaba Tupani—Kwo, una de las mujeres más ancianas del poblado. Conseguí hacerle unas cuantas preguntas, pero muchas de las respuestas no las entendí. Fue algo caótico. El padre y los tíos del chico homenajeado salieron primero, con camisas sucias hechas jirones y unas cuerdas alrededor del vientre, como las que llevaban las embarazadas. Avanzaron renqueando, como si estuvieran enfermos o moribundos. A continuación aparecieron las mujeres, con tocados de hombre y collares hechos de ornamentos homicidas y grandes calabazas a modo de pene atadas sobre el pubis. Llevaban los estuches de cal de los hombres y metían y sacaban los aplicadores de cal, unos palos con muescas hechos de hueso tallado, para hacer ruido y para mostrar las borlas que colgaban del extremo, cada una en representación de un asesinato anterior. Las mujeres caminaban tiesas y orgullosas, seguramente disfrutando de su papel. El chico y algunos de sus amigos se les acercaron corriendo con grandes bastones en las manos y las mujeres dejaron en el suelo los estuches de cal, cogieron los palos y golpearon a los hombres hasta que éstos salieron corriendo.
    Me arrastré silenciosamente hacia el interior de la casa y cogí mi cuaderno de notas y mi vela de citronela. Fen y Nell eran dos ovillos oscuros colgados en sus hamacas. Volví a mi sitio en la entrada y escribí sobre mi última conversación con Tupani—Kwo. Me sorprendieron mis propias energías. Las ideas me venían rápidas y las atrapaba al vuelo; sólo me detuve una vez para afilar mi lápiz con un cortaplumas. Pensé en la euforia de Nell y casi me reí. Aquella pequeña avalancha de palabras era lo más cerca que había estado de algún tipo de entusiasmo en mi trabajo de campo.
    A mis espaldas oí el crujido de las rígidas fibras de una hamaca. Nell se acercó y se sentó a mi lado, apoyando los pies desnudos en el último peldaño de la escalera. Sí, conservaba los diez dedos de los pies.
    —No puedo dormir si alguien está trabajando —dijo.
    —Ya está —dije yo cerrando el cuaderno.
    —No, por favor, sigue. También es relajante.
    —Esperaba encontrar más palabras. Pero no creo que me vengan.
    Se rio.
    —¿Qué es lo que te divierte tanto?
    —Sigues recordándome cosas —dijo ella.
    —Cuéntame.
    —Es una historia que mi padre suele contar. Yo no recuerdo que ocurriera. Dice que cuando yo tenía tres o cuatro años me dio una gran pataleta y me encerré en el armario de mi madre. Le rompí los vestidos y la emprendí a patadas con sus zapatos, haciendo un ruido terrible. Luego se hizo un largo silencio. «Nellie —dijo mi madre—. ¿Estás bien?» Y según parece yo dije: «He escupido en tus vestidos, he escupido en tus sombreros y estoy esperando a que me venga más saliva para seguir escupiendo».
    Me reí. Me la imaginaba con la cara redonda, congestionada, y una mata de cabello rebelde.
    —Prometo que es la última anécdota de infancia de Nell Stone con la que te aburro.
    —¿Aún diviertes tanto a tus padres?
    Era algo que yo no me imaginaba haciendo nunca más.
    —En absoluto —dijo ella riéndose.
    —¿Por qué no?
    —Escribí un libro sobre la vida sexual de los niños nativos.
    —Eso es más indecoroso aún que escupir en los sombreros de alguien, ¿no?
    —Bastante más indecoroso —dijo ella imitando mi acento.
    Se puso las gafas de Martin que llevaba en la mano.
    —El libro provocó unas reacciones desproporcionadas. Menos mal que hui del país.
    —Lo siento; no lo he leído.
    —Tienes una buena excusa.
    —Debería haber pedido que me lo enviaran.
    —En Inglaterra no ha levantado pasiones —dijo—. Ahora duerme un poco. Me quedo yo de guardia. Oh, mira la luna.
    Era un gajo finísimo, y el resto de la luna, a oscuras, lo envolvía en una suave aura de luz.
    —«Anoche vi la luna nueva, con la luna vieja en brazos» —dijo ella con un marcado acento escocés.
    —«Y mucho me temo, mi querido señor...» —proseguí.
    —«Que desventura traiga acaso.»
    —«Apenas una legua mar adentro» —dije exagerando mi propio acento.
    —«Una legua, que no más.»
    —«A negro viró el cielo y sonoro bramó el viento...»
    —«Y furioso tronó el mar» —dijimos los dos al unísono.
    No aparté la vista de la luna, pero notaba la sonrisa en su voz. Los americanos a veces te sorprenden con las cosas que saben. No tengo muy claro qué dijimos después, si pasó mucho rato o poco antes de que se oyera un chasquido y un golpetazo a nuestras espaldas. Nos pusimos en pie de un brinco. Fen estaba en el suelo, envuelto en su hamaca. Acerqué la vela y Nell se agachó a ver. Fen tenía los ojos cerrados. Ella le abrazó y le preguntó si estaba bien.
    —Este tramo siempre es jodido —dijo él; y luego—: ¡Dale con el zapato, estúpido!
    Se dio media vuelta.
    —Creo que está intentando abrir una botella de cerveza.
    Nos reímos a gusto y lo dejamos en paz. Yo me hice un catre en la esquina bajo mi hamaca con la ropa que tenía. No pensaba llegar a dormir, pero sí lo hice, bastante profundamente, y cuando me desperté ya habían empaquetado y me estaban esperando.



Lily King / Euforia 6

Lily King
Euforia
Ediciones Malpaso, 2016

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