Maj Sjöwall / Per Wahlöö
EL HOMBRE DEL BALCÓN
6
Llovió durante toda la noche, pero el sábado por la mañana volvió a lucir el sol, oculto sólo a ratos entre blancas nubes algodonosas, en fuga por el cielo azul. Era el 10 de junio y las vacaciones de verano habían empezado; la tarde del viernes largas caravanas de coches habían salido serpenteando de la ciudad, camino de residencias veraniegas, embarcaderos y campings. Pese a todo, la ciudad continuaba llena de gente, y durante el fin de semana, que prometía buen tiempo, los que todavía permanecían en ella tendrían que contentarse con el sucedáneo de vida campestre que proporcionan parques y piscinas.
Dos personajes de aspecto bastante desastrado cruzaron Frejgatan saltándose el semáforo. Uno llevaba vaqueros y jersey; el otro, pantalones negros y una americana marrón, sospechosamente abultada bajo el pecho izquierdo. Caminaban despacio, entornando los ojos enrojecidos frente al brillo del sol. El hombre que llevaba un objeto abultado en su bolsillo interior dio un paso en falso y a punto estuvo de chocar con un ciclista. Éste, un señor ágil de unos sesenta años con traje de verano gris claro y un bañador mojado en el portaequipajes, se tambaleó y tuvo que poner un pie en el suelo.
—¡Gamberros! —gritó, para luego continuar pedaleando de manera pomposa.
—Maldito viejo —le espetó el tipo de la americana—. ¡Pijo de mierda! Casi me atropella. Podría haberme caído y haber roto la botella.
Se detuvo en la acera, indignado, y advirtiendo lo cerca e había estado de la catástrofe, se estremeció y se llevó la mano hasta el bolsillo interior.
—¿Crees que habría pagado la botella? —Siguió—. Te digo yo que no, tío. Seguro que vive en un pisazo de Norr Mälarstrand, con la casa llena de champán… pero ni se le pasaría por la cabeza pagarle a un pobre diablo una cochina botella rota. ¡Cerdo capitalista!
—Bueno, el caso es que no la ha roto —repuso tranquilamente su acompañante.
Éste, que era considerablemente más joven, cogió del brazo a su airado amigo y tiró de él hasta el parque. Subieron la cuesta, pero en lugar de dirigirse a las piscinas, como los demás, continuaron a lo largo de la verja. Luego giraron y tomaron el camino estrecho que va desde la iglesia Stefan hasta la cima de la colina. Ascendían por la empinada cuesta entre jadeos, haciendo un gran esfuerzo. Hacia la mitad, el más joven dijo:
—A veces se puede encontrar dinero entre la hierba, detrás del depósito. Si es que han estado por allí anoche, jugando al póquer. Si pudiéramos juntar pasta para otra botella antes de que cierren Systembolaget…
Era sábado y las tiendas de vinos y licores cerraban a la una.
—¡Olvídalo! Ayer llovía.
—Es verdad —suspiró el joven.
El camino corría paralelo a la verja de las piscinas. Dentro pululaban los bañistas, algunos bronceados como negros, otros negros de verdad, pero la mayoría pálidos, tras un largo invierno en el que ni siquiera habían tenido ocasión de disfrutar de una semana en las islas Canarias.
—Oye, ¡para! —dijo el más joven—, ¿nos quedamos un rato a mirar a las chicas?
El de más edad siguió caminando y soltó por encima del hombro:
—Que no, joder. Anda, vamos, tengo más sed que un camello.
Siguieron su marcha hasta alcanzar el depósito de agua situado en la cima del parque. Tras rodear el sombrío edificio vieron, para su alivio, que podían disponer a sus anchas de la zona situada detrás de la torre. El más viejo se sentó en el césped, sacó la botella y empezó a desenroscar el tapón. El joven continuó un poco más, hasta una pendiente que terminaba en una valla de madera roja, y llamó al otro a voces:
—¡Eh, Jocke! ¡Venga, nos sentamos aquí abajo! Es mejor, por si viene alguien.
Jocke se levantó resoplando con la botella en la mano y se fue detrás del otro, que ya bajaba por la pendiente.
—Aquí se está bien —dijo el joven—, al lado de estos arbust…
Se detuvo y se inclinó hacia delante.
—¡Joder! —susurró con voz ronca—. ¡Hostia!
Jocke se asomó por detrás de él, descubrió a la niña tendida en el suelo, se dobló hacia un lado y vomitó. Tenía la mitad del torso oculto bajo un arbusto, las piernas abiertas y extendidas sobre la arena mojada. El rostro, ladeado, presentaba un color azulado, con la boca abierta. La mano derecha estaba doblada por encima de la cabeza y la izquierda yacía junto a la cadera, con la palma hacia arriba. El cabello rubio, a media altura, había caído hacia delante, sobre la mejilla. Estaba descalza y llevaba falda y un jersey de algodón a rayas transversales, que se había subido, dejando al descubierto la barriga.
Tendría unos nueve años.
No cabía duda de que estaba muerta.
A las diez menos cinco, Jocke y su compañero llegaron a la comisaría del noveno distrito en Surbrunnsgatan. Ofrecieron un relato nervioso y deshilvanado de lo que habían visto en Vanadislunden a un policía de guardia llamado Granlund.
Diez minutos más tarde, Granlund y otros cuatro agentes se personaban en el lugar.
Apenas doce horas antes, dos de estos agentes habían acudido a una zona cercana del mismo parque, donde se había producido uno más en la larga serie de atracos. Como entre el robo y la denuncia pasó casi una hora, todos dieron por descontado que el atracador debía hallarse ya lejos. Por ello, no se procedió entonces al examen minucioso de la zona. Nadie, pues, estaba en condiciones de precisar si el cuerpo de la niña estaba allí a esa hora.
Los cinco policías constataron que la niña estaba muerta, posiblemente por estrangulamiento —en lo que a ellos les alcanzaba, pues no eran expertos—, y esto significaba que con toda probabilidad había sido asesinada. De momento, poco más podía hacerse.
Mientras esperaban a los oficiales de la policía criminal y a los técnicos forenses, su principal misión consistía en impedir el acceso a los curiosos.
Al observar el lugar del crimen, Granlund pensó que sus colegas de la policía criminal no lo iban a tener especialmente fácil. Desde que el cuerpo estaba allí había llovido de forma intensa y obstinada. Por lo demás, creía saber quién era la niña, circunstancia que no le resultaba particularmente grata.
La noche pasada, a las once, una madre angustiada se había presentado en comisaría pidiendo que buscaran a su hija, de ocho años y medio. Había salido a jugar a eso de las siete y no habían vuelto a saber nada de ella. Desde el noveno distrito dieron la alarma a la policía criminal y se envió la descripción de la chica a todas las unidades. Además se pusieron en contacto con los servicios de urgencias de los hospitales.
Desgraciadamente, la descripción parecía encajar.
Granlund no tenía constancia de que hubieran encontrado a la niña. Además, vivía en Sveavägen, cerca de Vanadislunden, así que la cosa no dejaba lugar a dudas.
Pensó en los padres de la niña, que estarían en casa viviendo una espera angustiosa, y rogó para sus adentros no ser él el agente encargado de comunicarles la verdad.
Cuando finalmente llego la policía criminal, Granlund se sentía como si llevara una eternidad allí, al sol, a escasos metros de la niña muerta.
Se marchó en cuanto los expertos iniciaron su trabajo. Regresó a la comisaría del noveno distrito a pie, con la imagen de la niña muerta grabada en su mente.
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