martes, 12 de mayo de 2020

Casa de citas / Maj Sjöwall / Per Wahlöö / El hombre del balcón VII

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Maj Sjöwall / Per Wahlöö 
EL HOMBRE DEL BALCÓN

7

Cuando Kollberg y Rönn llegaron al lugar del crimen, en Vanadislunden, la zona que había detrás del depósito de agua estaba bien acordonada. El fotógrafo había concluido su trabajo y el médico realizaba un primer examen rutinario del cadáver.
El suelo seguía húmedo; las únicas huellas visibles en torno al cuerpo parecían frescas y con toda probabilidad eran de los hombres que habían descubierto el cadáver. Los zuecos de la niña yacían un poco más abajo, junto a la valla de madera roja.
Cuando el médico hubo terminado, Kollberg se acercó y le preguntó:
—¿Entonces qué?
—Estrangulada —dijo el médico—. Algún tipo de violación. Quizá.
Se encogió de hombros.
—¿Cuándo?
—En algún momento de la noche pasada. Averigua cuándo cenó, y qué.
—Sí, ya sé. ¿Crees que el crimen se produjo aquí?
—No veo nada que indique lo contrario —respondió el médico.
—Pues, no —asintió Kollberg—. ¡Hay que joderse! ¡Con lo que ha llovido!
—Sí —dijo el médico y continuó hacia su coche.
Kollberg se quedó media hora más, luego acompañó a un coche del noveno distrito hasta la comisaría de Surbrunnsgatan.
Cuando Kollberg entró en el despacho del comisario, éste estaba sentado ante su escritorio, leyendo un informe. Saludó y dejó a un lado el escrito. Señaló una silla. Kollberg tomó asiento y dijo:
—Una historia espantosa.
—Sí —dijo el comisario—. ¿Habéis encontrado algo?
—Que yo sepa, no. Supongo que la lluvia lo ha echado a perder casi todo.
—¿Cuándo crees que ocurrió? Tuvimos un atraco allí anoche, como sabes. Precisamente estaba leyendo el informe ahora mismo.
—Pues, no sé —contestó Kollberg—. Ya lo veremos cuando podamos moverla.
—¿Crees que puede ser el mismo tipo? ¿Que ella lo viera, o algo así?
—Si la han violado, dudo que sea el mismo. Un atracador que encima es violador… mira, me parece demasiado —dijo Kollberg.
—¿Violada? ¿Lo ha dicho el médico?
—No excluyó la posibilidad. Kollberg suspiró y se frotó la barbilla.
—Los chicos que me han traído aquí dicen que sabéis quién es la niña —añadió.
—Sí —admitió el comisario—. Parece que sí.
Granlund acaba de identificarla por una foto que la madre nos dejó anoche. El comisario abrió una carpeta, sacó una foto de aficionado y se la dio a Kollberg.
En la foto, la niña que ahora yacía muerta en Vanadislunden estaba apoyada contra un árbol, riendo hacia el sol. Kollberg asintió con la cabeza y devolvió la foto.
—¿Los padres saben que…?
—No —contestó el comisario. Arrancó una hoja del cuaderno que tenía delante y se la entregó a Kollberg. —Señora Karin Carlsson, Sveavägen 83 —leyó Kollberg en voz alta.
—La niña se llamaba Eva —dijo el comisario—. Será mejor que alguien… que tú vayas allí. Ahora. Antes de que se enteren de alguna otra forma más desagradable.
—¿No crees que así es y a suficientemente desagradable? —suspiró Kollberg.
El comisario lo miró con seriedad, pero no dijo nada.
—Por cierto, pensaba que este distrito era tuyo —protestó Kollberg. Pero luego se levantó y dijo—: Vale, vale, y a voy. Alguien tiene que hacerlo. —Y ya en la puerta, se volvió y añadió—: No me extraña que falte gente en el cuerpo, para meterse a madero hay que estar chiflado.
Como había dejado el coche junto a la iglesia de Stefan, decidió caminar hasta Sveavägen. Además, quería un poco más de tiempo antes de enfrentarse a los padres de la niña.
Hacía sol, y todos los rastros de la lluvia de la noche pasada ya se habían secado. Kollberg experimentaba un ligero mareo al pensar en la tarea que tenía por delante: incómoda, por decirlo de algún modo. Ya se había visto obligado a desempeñar misiones parecidas, pero esta vez se trataba de una niña y sufría más que nunca. Ojalá estuviera Martin, se dijo, estas cosas se le dan mucho mejor que a mí. Pero luego recordó lo deprimido que Martin Beck solía estar en situaciones semejantes y retomó el hilo de su pensamiento: « ¡Bah, esto resulta igual de difícil para cualquiera que se ve obligado a hacerlo!» .
La niña muerta residía en un edificio situado frente a Vanadislunden, en la manzana entre Surbrunnsgatan y Frejgatan. El ascensor no funcionaba y tuvo que subir andando los cinco tramos de escalera. Antes de llamar al timbre, se detuvo un momento para recuperar el aliento.
La mujer abrió casi al momento. Llevaba una bata marrón y sandalias. Sus cabellos rubios aparecían despeinados y en desorden, como si hubiera estado pasándose los dedos por el pelo una y otra vez. Cuando miró a Kollberg, su expresión oscilaba entre la decepción, la esperanza y el desasosiego.
Kollberg mostró su identificación, y ella le observó con mirada inquisitiva y desesperada.
—¿Puedo pasar?
La mujer abrió la puerta y se hizo a un lado.
—¿No la habéis encontrado? —preguntó.
Kollberg, sin responder, se limitó a entrar en el piso, que parecía constar de dos habitaciones. En la exterior había una cama, estanterías, un escritorio, un televisor, una cómoda y dos sillones a cada lado de una mesa baja de teca. La cama estaba hecha, seguramente nadie había dormido allí la noche pasada. Sobre la colcha azul había una maleta abierta; al lado, montones de ropa pulcramente doblada. Por encima de la tapa de la maleta colgaban un par de vestidos de algodón recién planchados. La puerta de la habitación interior estaba abierta y dejaba entrever una estantería pintada de azul con libros, juguetes y, encima, un oso de peluche blanco.
—¿Podemos sentarnos? —le sugirió Kollberg, tomando asiento en uno de los sillones.
La mujer permaneció de pie y dijo:
—¿Qué ha pasado? ¿La habéis encontrado?
Kollberg vio la angustia y el pánico en su mirada; intentó mantenerse completamente tranquilo.
—Sí —respondió—. Siéntese, por favor, señora Carlsson. ¿Dónde está su marido?
Ella se sentó en el sillón situado frente a Kollberg y expuso:
—No tengo marido. Nos hemos divorciado. ¿Dónde está Eva? ¿Qué ha pasado?
—Señora Carlsson —respondió Kollberg—, siento mucho tener que decirle esto. Su hija ha muerto.
La mujer lo miró fijamente.
—No —dijo—. No.
Kollberg se levantó y se acercó a ella.
—¿No hay nadie que pueda quedarse con usted? ¿Sus padres?
La mujer negó con la cabeza.
—No es verdad —insistió.
Kollberg puso la mano sobre su hombro.
—Lo siento mucho, señora Carlsson —dijo débilmente.
—Pero… ¿cómo…?, ¡íbamos a ir al campo…!
—Todavía no lo sabemos —señaló Kollberg—. Creemos que… cayó en manos de alguien.
—¿La han matado? ¿Asesinado? Kollberg asintió. La mujer cerró los ojos y permaneció completamente inmóvil. Luego volvió a abrirlos, mientras movía la cabeza en señal de negación.
—Eva no —reiteró—. No es Eva. No han… se han equivocado.
—No —dijo Kollberg—. Lo lamento mucho, señora Carlsson. ¿No hay nadie a quien podamos llamar? ¿Alguien a quien podamos pedirle que venga? ¿Sus padres, o quien sea?
 —No, no, ellos no. No quiero que venga nadie.
—¿Su ex marido?
—Vive en Malmö, creo.
Tenía el rostro lívido y su mirada parecía vacía. Kollberg comprendió que la mujer aún no lograba asumir lo sucedido, que había construido dentro de sí una defensa para impedir que la alcanzase la verdad. Conocía este tipo de reacción y sabía que, cuando ya no pudiese resistir más, se derrumbaría.
—¿A qué médico suele acudir, señora Carlsson? —preguntó Kollberg.
—El doctor Ström. Estuvimos allí el miércoles. Eva llevaba varios días con dolor de estómago y, como nos íbamos al campo, me pareció que lo mejor sería… —Se interrumpió y miró hacia la otra habitación—. Eva no suele ponerse enferma nunca. Y luego se le pasó, el dolor ese. El doctor pensaba que se trataba de alguna infección de estómago ocasional. Una gastroenteritis. —Permaneció callada un rato. Luego murmuró, en voz tan baja que Kollberg apenas pudo percibir las palabras—: Ahora ya está bien.
Kollberg la miró. Se sentía impotente y absurdo. No sabía qué decir ni qué hacer. Ella seguía mirando hacia la puerta abierta de la otra habitación. Kollberg buscó desesperadamente algo que decir. De repente, la mujer se levantó y gritó el nombre de la hija en voz alta y estridente. Luego se fue corriendo a la otra habitación. Kollberg la siguió.
La habitación era luminosa y estaba amueblada con encanto. En un rincón había una caja pintada de rojo, llena de juguetes. Al pie de la estrecha cama se veía una antigua casa de muñecas. Sobre la mesa, una pila de libros de texto.
La mujer estaba sentada en el borde de la cama, apoyaba los codos en las rodillas y se cubría la cara con las manos. Mecía el cuerpo adelante y atrás. Kollberg no pudo oír si lloraba.
Se quedó mirándola un momento, luego volvió al recibidor, donde había visto el teléfono. Junto a él había una agenda, en la que efectivamente halló el número del doctor Ström.
El médico escuchó las explicaciones de Kollberg y prometió estar allí en cinco minutos.
Kollberg volvió junto a la mujer, que permanecía en la misma posición. Seguía completamente callada. Kollberg se sentó a su lado, a esperar. Al principio no se decidía a atacarla, pero al cabo de un rato pasó el brazo por su espalda, con cuidado. Ella no parecía advertir su presencia.
Así permanecieron hasta que, con la llegada del médico, el timbre de la puerta rompió el silencio.






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