Henning Mankell
CUERDAS
Después de unas horas había empezado a roer las cuerdas.
La sensación de que estaba volviéndose loco había estado allí todo el tiempo. No podía ver, algo le tapaba los ojos y oscurecía el mundo. Tampoco podía oír. Algo que habían metido en sus oídos le oprimía los tímpanos. Los sonidos estaban allí. Pero procedían de dentro. Un zumbido interior que pugnaba por salir, no al contrario. Lo que más le atormentaba era, con todo, que no podía moverse. Eso era lo que le estaba volviendo loco. A pesar de que estaba tumbado, completamente tendido de espaldas, tenía todo el tiempo la sensación de que se caía, una caída vertiginosa, sin fin. Tal vez era sólo una alucinación, una imagen exterior del hecho de que se rompía en pedazos por dentro. La locura estaba separando su cuerpo y su conciencia en partes que ya no se relacionaban entre sí.
Sin embargo, intentaba aferrarse a la realidad. Se obligaba desesperadamente a pensar. La racionalidad y la capacidad de mantener la calma al máximo le darían quizá la explicación de lo que había ocurrido. «¿Por qué no podía moverse? ¿Dónde estaba? Y ¿por qué?».
Había intentado combatir el pánico y la insidiosa locura hasta el máximo obligándose a tener control del tiempo. Contaba minutos y horas, se obligaba a seguir una rutina imposible que no tenía principio ni tampoco fin. Como la luz no cambiaba —estaba siempre igual de oscuro, y se había despertado donde yacía, atado, de espaldas— y no tenía memoria de ningún traslado, no había un principio. Podía haber nacido donde estaba.
Era en esa sensación en la que la locura tenía su inicio. Durante los breves instantes en los que lograba alejar de sí el pánico y pensar con claridad, trataba de aferrarse a todo lo que, sin embargo, parecía tener que ver con la realidad.
Había algo de lo que podía partir.
Aquello sobre lo que yacía. Eso no eran figuraciones. Sabía que estaba acostado de espaldas y que aquello sobre lo que estaba acostado era duro.
La camisa se le había arrugado por encima de la cadera izquierda y tenía la piel directamente encima de lo que le sostenía. La superficie era rugosa. Cuando trató de moverse sintió que le raspaba la piel. Estaba sobre un suelo de cemento.
¿Por qué estaba allí? ¿Cómo había llegado allí? Volvió al último punto de partida normal que había tenido, antes de que la repentina oscuridad hubiera caído sobre él. Pero ya ahí empezaba a resultar todo confuso. Sabía lo que había ocurrido. Y sin embargo, no. Y fue al empezar a dudar de lo que eran figuraciones y de lo que había ocurrido realmente cuando cayó presa del pánico. Entonces pudo empezar a llorar. Por poco tiempo, intensamente, pero terminó con idéntica rapidez, puesto que nadie podía oírle. Nunca lloraba cuando nadie le oía. Hay personas que sólo lloran cuando nadie puede oírlas. Pero él no era así.
En realidad, eso era lo único de lo que estaba completamente seguro. De que nadie podía oírle. Dondequiera que se encontrara, dondequiera que se hubiera echado este espantoso suelo de cemento, aun que flotase libremente en un universo por completo desconocido para él, no había nadie cerca. Nadie que pudiera oírle.
Más allá de la acechante locura estaban los únicos puntos de referencia que le quedaban. De todo lo demás había sido despojado, no sólo de su identidad sino también de sus pantalones. Había sido la noche antes de emprender el viaje a Nairobi. Casi a medianoche; ya había cerrado la maleta y se había sentado a la mesa escritorio para repasar una última vez sus documentos de viaje. Todavía podía verlo todo muy claramente ante sí. Sin saberlo entonces, se encontraba en una sala de espera de la muerte que una persona desconocida había dispuesto para él. El pasaporte estaba a la izquierda del escritorio. Tenía en la mano los pasajes de vuelo. En las rodillas, el sobre de plástico con los billetes de dólares, las tarjetas de crédito y los cheques de viaje, esperando a que los controlara también. Sonó el teléfono. Lo apartó todo, cogió el auricular y contestó.
Como había sido la última voz viva que había oído, se agarraba a ella con todas las fuerzas que le quedaban. Era el último eslabón que le unía a esa realidad que todavía mantenía la locura a distancia.
Era una hermosa voz, muy suave y agradable, y supo inmediatamente que había hablado con una mujer desconocida. Una mujer a la que nunca en su vida había visto.
Quería comprar rosas. Primero se había disculpado por llamar y molestar tan tarde. Pero tenía una gran necesidad de comprar rosas. No había dicho por qué, pero él la había creído de inmediato. Era inimaginable que alguien fingiese necesitar rosas. No recordaba haber preguntado, ni a ella ni a sí mismo, qué era lo que había ocurrido, por qué se había dado cuenta de repente de que no tenía las rosas que necesitaba, a pesar de que era muy tarde y ya no había ninguna floristería abierta.
Pero no había dudado. Vivía cerca de su tienda, aún no era tan tarde como para estar acostado. Le llevaría a lo sumo diez minutos hacerle ese favor.
Ahora que yacía en la oscuridad, recordando, se dio cuenta de que había algo que no podía explicar. Él había tenido todo el tiempo la sensación de que la mujer que llamaba estaba en un lugar cercano. Había una razón, no se sabía cuál, que hacía que ella le hubiera llamado precisamente a él.
¿Quién era ella? ¿Qué había pasado después?
Se había puesto el abrigo y había salido a la calle. Llevaba en la mano las llaves de la tienda. No hacía viento, pero una ráfaga fría le alcanzó cuando iba por la calle mojada. Había llovido, un chaparrón repentino que terminó con la misma rapidez con que había empezado. Se había parado delante de la puerta de la tienda que daba a la calle. Se acordaba de que la había abierto y había entrado. Luego, el mundo estalló en pedazos.
No era ya capaz de decir cuántas veces había ido por la calle en sus pensamientos, cuando el pánico cedía un poco, por un instante, haciendo un alto en el constante y tembloroso dolor. Tenía que haber habido alguien allí. «Yo esperaba que hubiera una mujer a la puerta de la tienda. Pero allí no había nadie. Podía haberme dado la vuelta e irme a casa. Podía haberme enfadado porque alguien me había hecho objeto de una broma pesada. Pero abrí la tienda porque sabía que ella vendría. Dijo que necesitaba verdaderamente las rosas».
Nadie miente sobre rosas.
La calle estaba desierta. Eso lo sabía con seguridad. Un solo detalle en la imagen le inquietaba. Había visto un coche aparcado en algún punto impreciso. Con las luces encendidas. Cuando él se volvió hacia la puerta para buscar el orificio de la cerradura y abrir, el coche estaba a su espalda. Con los faros encendidos. Y después se había hundido el mundo en un penetrante resplandor.
Sólo encontraba una explicación y le ponía histérico de terror: tenía que haber sido un asalto. Detrás de él, en las sombras, había alguien a quien no había visto. Pero ¿una mujer que llama una noche y pide rosas?
No llegaba más allá. Ahí terminaba todo lo que era comprensible y posible de entender con la razón. Y era entonces cuando, con un violento esfuerzo, conseguía retorcer las manos atadas hasta acercarlas a la boca para poder empezar a morder las cuerdas. Al principio había tirado de las cuerdas con los dientes como si fuera un hambriento animal depredador que se echase sobre un cadáver. Enseguida se rompió un diente del maxilar inferior. El dolor fue violento al principio, para desaparecer tan rápidamente como había empezado. Cuando volvió a roer las cuerdas —pensando en sí mismo como un animal apresado que roía su propio hueso para liberarse— lo hizo despacio.
Roer las duras y resecas cuerdas era como una mano piadosa. Si no podía liberarse, al menos al roer alejaba de sí la locura. Mientras mordía las cuerdas podía pensar con relativa claridad. Había sido atacado. Le tenían preso, tirado en el suelo. Dos veces al día, o tal vez por la noche, se oían sonidos rasposos junto a él. Una mano enfundada en un guante le abría la boca y le echaba agua. Nunca otra cosa, agua, ni fría ni caliente. La mano que le cogía las mandíbulas era más decidida que dura. Luego le metían una paja en la boca. Él sorbía un caldo tibio y luego volvía a quedar solo en la oscuridad y el silencio.
Le habían asaltado, estaba atado. Bajo él, un suelo de cemento. Alguien le mantenía con vida. Pensó que ahora llevaba ya una semana allí. Trató de entender por qué. Tenía que haber un error. Pero ¿qué error? ¿Por qué tenía que estar una persona tirada y atada en un suelo de cemento? En alguna parte de su cabeza barruntaba que la locura tenía su origen en una idea que, simplemente, no se atrevía a dejar aflorar. No había ningún error. Lo horroroso que le ocurría estaba destinado justamente a él, a nadie más que a él, y ¿cómo iba a terminar en realidad? La pesadilla quizás iba a durar toda la eternidad y no sabía por qué.
Dos veces al día, o por la noche, le daban agua y comida. Dos veces al día también, le arrastraban por los pies hasta que llegaba a un agujero que había en el suelo. No llevaba pantalones, habían desaparecido. Sólo llevaba la camisa, y lo arrastraban de nuevo hasta el mismo sitio cuando había terminado. No tenía nada con que limpiarse. Además tenía las manos atadas. Notaba olor en torno suyo.
A suciedad. Pero también a perfume.
¿Era una persona que estaba cerca de él? ¿La mujer que quería comprar rosas? ¿O era sólo un par de manos enguantadas? Manos que le arrastraban hasta el agujero del suelo. Y un tenue y casi imperceptible aroma a perfume que se mantenía tras las comidas y las visitas al retrete. De alguna parte tenían que venir las manos y el perfume.
Por supuesto que había tratado de hablar a aquellas manos. En alguna parte tenía que haber una boca. Y oídos. Quienquiera que le hubiera hecho esto debía también poder oír lo que él tenía que decir.
Cada vez que sentía las manos sobre su cara o sus hombros había tratado de hablar de algún modo. Imploraba, se enfurecía, trataba de ser su propio abogado defensor hablando con serenidad y premeditadamente.
«Hay unos derechos», había sostenido, sollozando a veces y a veces furioso. «Unos derechos que incluso los presos tienen. El derecho a saber por qué se ha perdido todo derecho. Si alguien despoja a una persona de ese derecho, el universo ya no tiene el menor sentido».
Ni siquiera pedía que le dejaran en libertad. Sólo quería, al principio, saber por qué estaba preso. Nada más. Pero por lo menos eso. No obtenía respuesta. Las manos no tenían cuerpo, no tenían boca, no tenían oídos. Finalmente había rugido y gritado presa de la máxima angustia. Pero ni siquiera se notó la menor reacción en las manos. Sólo la paja en la boca. Y el leve aroma de un perfume intenso y acre.
La sensación de que estaba volviéndose loco había estado allí todo el tiempo. No podía ver, algo le tapaba los ojos y oscurecía el mundo. Tampoco podía oír. Algo que habían metido en sus oídos le oprimía los tímpanos. Los sonidos estaban allí. Pero procedían de dentro. Un zumbido interior que pugnaba por salir, no al contrario. Lo que más le atormentaba era, con todo, que no podía moverse. Eso era lo que le estaba volviendo loco. A pesar de que estaba tumbado, completamente tendido de espaldas, tenía todo el tiempo la sensación de que se caía, una caída vertiginosa, sin fin. Tal vez era sólo una alucinación, una imagen exterior del hecho de que se rompía en pedazos por dentro. La locura estaba separando su cuerpo y su conciencia en partes que ya no se relacionaban entre sí.
Sin embargo, intentaba aferrarse a la realidad. Se obligaba desesperadamente a pensar. La racionalidad y la capacidad de mantener la calma al máximo le darían quizá la explicación de lo que había ocurrido. «¿Por qué no podía moverse? ¿Dónde estaba? Y ¿por qué?».
Había intentado combatir el pánico y la insidiosa locura hasta el máximo obligándose a tener control del tiempo. Contaba minutos y horas, se obligaba a seguir una rutina imposible que no tenía principio ni tampoco fin. Como la luz no cambiaba —estaba siempre igual de oscuro, y se había despertado donde yacía, atado, de espaldas— y no tenía memoria de ningún traslado, no había un principio. Podía haber nacido donde estaba.
Era en esa sensación en la que la locura tenía su inicio. Durante los breves instantes en los que lograba alejar de sí el pánico y pensar con claridad, trataba de aferrarse a todo lo que, sin embargo, parecía tener que ver con la realidad.
Había algo de lo que podía partir.
Aquello sobre lo que yacía. Eso no eran figuraciones. Sabía que estaba acostado de espaldas y que aquello sobre lo que estaba acostado era duro.
La camisa se le había arrugado por encima de la cadera izquierda y tenía la piel directamente encima de lo que le sostenía. La superficie era rugosa. Cuando trató de moverse sintió que le raspaba la piel. Estaba sobre un suelo de cemento.
¿Por qué estaba allí? ¿Cómo había llegado allí? Volvió al último punto de partida normal que había tenido, antes de que la repentina oscuridad hubiera caído sobre él. Pero ya ahí empezaba a resultar todo confuso. Sabía lo que había ocurrido. Y sin embargo, no. Y fue al empezar a dudar de lo que eran figuraciones y de lo que había ocurrido realmente cuando cayó presa del pánico. Entonces pudo empezar a llorar. Por poco tiempo, intensamente, pero terminó con idéntica rapidez, puesto que nadie podía oírle. Nunca lloraba cuando nadie le oía. Hay personas que sólo lloran cuando nadie puede oírlas. Pero él no era así.
En realidad, eso era lo único de lo que estaba completamente seguro. De que nadie podía oírle. Dondequiera que se encontrara, dondequiera que se hubiera echado este espantoso suelo de cemento, aun que flotase libremente en un universo por completo desconocido para él, no había nadie cerca. Nadie que pudiera oírle.
Más allá de la acechante locura estaban los únicos puntos de referencia que le quedaban. De todo lo demás había sido despojado, no sólo de su identidad sino también de sus pantalones. Había sido la noche antes de emprender el viaje a Nairobi. Casi a medianoche; ya había cerrado la maleta y se había sentado a la mesa escritorio para repasar una última vez sus documentos de viaje. Todavía podía verlo todo muy claramente ante sí. Sin saberlo entonces, se encontraba en una sala de espera de la muerte que una persona desconocida había dispuesto para él. El pasaporte estaba a la izquierda del escritorio. Tenía en la mano los pasajes de vuelo. En las rodillas, el sobre de plástico con los billetes de dólares, las tarjetas de crédito y los cheques de viaje, esperando a que los controlara también. Sonó el teléfono. Lo apartó todo, cogió el auricular y contestó.
Como había sido la última voz viva que había oído, se agarraba a ella con todas las fuerzas que le quedaban. Era el último eslabón que le unía a esa realidad que todavía mantenía la locura a distancia.
Era una hermosa voz, muy suave y agradable, y supo inmediatamente que había hablado con una mujer desconocida. Una mujer a la que nunca en su vida había visto.
Quería comprar rosas. Primero se había disculpado por llamar y molestar tan tarde. Pero tenía una gran necesidad de comprar rosas. No había dicho por qué, pero él la había creído de inmediato. Era inimaginable que alguien fingiese necesitar rosas. No recordaba haber preguntado, ni a ella ni a sí mismo, qué era lo que había ocurrido, por qué se había dado cuenta de repente de que no tenía las rosas que necesitaba, a pesar de que era muy tarde y ya no había ninguna floristería abierta.
Pero no había dudado. Vivía cerca de su tienda, aún no era tan tarde como para estar acostado. Le llevaría a lo sumo diez minutos hacerle ese favor.
Ahora que yacía en la oscuridad, recordando, se dio cuenta de que había algo que no podía explicar. Él había tenido todo el tiempo la sensación de que la mujer que llamaba estaba en un lugar cercano. Había una razón, no se sabía cuál, que hacía que ella le hubiera llamado precisamente a él.
¿Quién era ella? ¿Qué había pasado después?
Se había puesto el abrigo y había salido a la calle. Llevaba en la mano las llaves de la tienda. No hacía viento, pero una ráfaga fría le alcanzó cuando iba por la calle mojada. Había llovido, un chaparrón repentino que terminó con la misma rapidez con que había empezado. Se había parado delante de la puerta de la tienda que daba a la calle. Se acordaba de que la había abierto y había entrado. Luego, el mundo estalló en pedazos.
No era ya capaz de decir cuántas veces había ido por la calle en sus pensamientos, cuando el pánico cedía un poco, por un instante, haciendo un alto en el constante y tembloroso dolor. Tenía que haber habido alguien allí. «Yo esperaba que hubiera una mujer a la puerta de la tienda. Pero allí no había nadie. Podía haberme dado la vuelta e irme a casa. Podía haberme enfadado porque alguien me había hecho objeto de una broma pesada. Pero abrí la tienda porque sabía que ella vendría. Dijo que necesitaba verdaderamente las rosas».
Nadie miente sobre rosas.
La calle estaba desierta. Eso lo sabía con seguridad. Un solo detalle en la imagen le inquietaba. Había visto un coche aparcado en algún punto impreciso. Con las luces encendidas. Cuando él se volvió hacia la puerta para buscar el orificio de la cerradura y abrir, el coche estaba a su espalda. Con los faros encendidos. Y después se había hundido el mundo en un penetrante resplandor.
Sólo encontraba una explicación y le ponía histérico de terror: tenía que haber sido un asalto. Detrás de él, en las sombras, había alguien a quien no había visto. Pero ¿una mujer que llama una noche y pide rosas?
No llegaba más allá. Ahí terminaba todo lo que era comprensible y posible de entender con la razón. Y era entonces cuando, con un violento esfuerzo, conseguía retorcer las manos atadas hasta acercarlas a la boca para poder empezar a morder las cuerdas. Al principio había tirado de las cuerdas con los dientes como si fuera un hambriento animal depredador que se echase sobre un cadáver. Enseguida se rompió un diente del maxilar inferior. El dolor fue violento al principio, para desaparecer tan rápidamente como había empezado. Cuando volvió a roer las cuerdas —pensando en sí mismo como un animal apresado que roía su propio hueso para liberarse— lo hizo despacio.
Roer las duras y resecas cuerdas era como una mano piadosa. Si no podía liberarse, al menos al roer alejaba de sí la locura. Mientras mordía las cuerdas podía pensar con relativa claridad. Había sido atacado. Le tenían preso, tirado en el suelo. Dos veces al día, o tal vez por la noche, se oían sonidos rasposos junto a él. Una mano enfundada en un guante le abría la boca y le echaba agua. Nunca otra cosa, agua, ni fría ni caliente. La mano que le cogía las mandíbulas era más decidida que dura. Luego le metían una paja en la boca. Él sorbía un caldo tibio y luego volvía a quedar solo en la oscuridad y el silencio.
Le habían asaltado, estaba atado. Bajo él, un suelo de cemento. Alguien le mantenía con vida. Pensó que ahora llevaba ya una semana allí. Trató de entender por qué. Tenía que haber un error. Pero ¿qué error? ¿Por qué tenía que estar una persona tirada y atada en un suelo de cemento? En alguna parte de su cabeza barruntaba que la locura tenía su origen en una idea que, simplemente, no se atrevía a dejar aflorar. No había ningún error. Lo horroroso que le ocurría estaba destinado justamente a él, a nadie más que a él, y ¿cómo iba a terminar en realidad? La pesadilla quizás iba a durar toda la eternidad y no sabía por qué.
Dos veces al día, o por la noche, le daban agua y comida. Dos veces al día también, le arrastraban por los pies hasta que llegaba a un agujero que había en el suelo. No llevaba pantalones, habían desaparecido. Sólo llevaba la camisa, y lo arrastraban de nuevo hasta el mismo sitio cuando había terminado. No tenía nada con que limpiarse. Además tenía las manos atadas. Notaba olor en torno suyo.
A suciedad. Pero también a perfume.
¿Era una persona que estaba cerca de él? ¿La mujer que quería comprar rosas? ¿O era sólo un par de manos enguantadas? Manos que le arrastraban hasta el agujero del suelo. Y un tenue y casi imperceptible aroma a perfume que se mantenía tras las comidas y las visitas al retrete. De alguna parte tenían que venir las manos y el perfume.
Por supuesto que había tratado de hablar a aquellas manos. En alguna parte tenía que haber una boca. Y oídos. Quienquiera que le hubiera hecho esto debía también poder oír lo que él tenía que decir.
Cada vez que sentía las manos sobre su cara o sus hombros había tratado de hablar de algún modo. Imploraba, se enfurecía, trataba de ser su propio abogado defensor hablando con serenidad y premeditadamente.
«Hay unos derechos», había sostenido, sollozando a veces y a veces furioso. «Unos derechos que incluso los presos tienen. El derecho a saber por qué se ha perdido todo derecho. Si alguien despoja a una persona de ese derecho, el universo ya no tiene el menor sentido».
Ni siquiera pedía que le dejaran en libertad. Sólo quería, al principio, saber por qué estaba preso. Nada más. Pero por lo menos eso. No obtenía respuesta. Las manos no tenían cuerpo, no tenían boca, no tenían oídos. Finalmente había rugido y gritado presa de la máxima angustia. Pero ni siquiera se notó la menor reacción en las manos. Sólo la paja en la boca. Y el leve aroma de un perfume intenso y acre.
Vislumbró su perdición. Lo único que le mantenía era el roer tenazmente las cuerdas. Todavía, después de lo que debía de ser ya por lo menos una semana, apenas había podido roer más que la dura superficie de la cuerda. Pero era así como podía imaginarse la única salvación posible. Sobrevivía royendo. Dentro de una semana más, habría regresado del viaje en mitad del cual debería estar ahora mismo, si no hubiera bajado a la tienda a buscar un manojo de rosas. Estaría en el interior de un bosque de orquídeas en Kenia y su conciencia se habría llenado de los aromas más maravillosos. Dentro de una semana le esperaban de vuelta. Y cuando no volviera, Vanja Andersson empezaría a preguntarse qué pasaba. Si es que no lo estaba haciendo ya. Era otra posibilidad que no debía perder de vista. La agencia de viajes debía tener control de sus clientes. Él había pagado su billete, pero nunca había acudido al aeropuerto de Kastrup. Alguien tenía que echarle en falta. Vanja Andersson y la agencia de viajes eran sus únicas posibilidades de salvación. Mientras tanto, él roería las cuerdas para no perder el juicio por completo. El que todavía le quedaba.
Sabía que estaba en el infierno. Pero ignoraba por qué.
El miedo estaba en sus dientes, que tallaban las duras cuerdas. El miedo y la única salvación imaginable.
Seguía royendo.
Y entremedias lloraba. Le daban calambres. Pero, con todo, seguía royendo.
Henning Mankell
La quinta mujer
Tusquets Editores, Barcelona, 2003, pp. 41-43
Tusquets Editores, Barcelona, 2003, pp. 41-43
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