miércoles, 13 de mayo de 2020

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Maj Sjöwall / Per Wahlöö 
EL HOMBRE DEL BALCÓN


10

—Efectivamente, el hombre se llamaba Eriksson y trabajaba en un almacén. Y no hacía falta ser médico de la Policlínica María para darse cuenta de que se trataba de un alcohólico. Tendría alrededor de sesenta años. Era alto y demacrado, casi completamente calvo. Temblaba de pies a cabeza.
Kollberg y Martin Beck lo estuvieron interrogando durante dos horas, tiempo que resultó igual de insoportable para ambas partes.
El hombre confesaba una y otra vez los mismos detalles repugnantes. Entre medio lloraba, y aseguraba que el viernes por la tarde se había ido derecho a casa desde el bar. En cualquier caso, era incapaz de recordar nada más, por mucho que lo intentara.
Pasadas dos horas confesó que en julio de 1964 había robado doscientas coronas, y una bici cuando tenía dieciocho años. Luego ya no dejó de llorar. Una ruina de hombre, expulsado de la dudosa comunidad que le rodeaba y absolutamente solo.
Kollberg y Martin Beck lo miraban sombríos, y luego lo mandaron de vuelta al calabozo.
Al mismo tiempo, otros agentes de la brigada, junto con personal del quinto distrito, se presentaron en la casa de Hagagatan, intentando hallar a alguien que pudiera confirmar o desmentir la coartada del individuo. No consiguieron ninguna de las dos cosas.
El informe de la autopsia que les llegó a las cuatro de la tarde seguía teniendo un carácter preliminar. Hablaba de estrangulamiento, marcas de dedos en el cuello y violencia sexual. Pero no se pudo constatar violación propiamente dicha.
Por lo demás, el informe contenía una serie de datos negativos. Nada indicaba que la niña hubiera tenido oportunidad de ofrecer resistencia. No se habían encontrado restos de piel bajo las uñas, ni moratones en brazos o manos. Sí, en cambio, en el bajo vientre, como causados por puñetazos.
Los técnicos forenses habían examinado la ropa, que no revelaba nada fuera de lo habitual. Sin embargo, las bragas de la niña brillaban por su ausencia. No habían aparecido por ninguna parte. Eran blancas, de algodón, de la talla treinta y seis, de una marca de uso común.
Por la noche, los agentes de la operación puerta a puerta repartieron quinientos formularios y recibieron una sola respuesta positiva. Una chica de dieciocho años de nombre Majken Jonsson, residente en Sveavägen 103 e hija de un gerente, declaró que ella y un compañero de su misma edad habían estado en Vanadislunden durante unos veinte minutos, entre las ocho y las nueve. Era incapaz de precisar más la hora. No habían oído ni visto nada.
A la pregunta de qué se les había perdido por Vanadislunden a esas horas, contestó que habían abandonado una fiesta familiar para tomar un poco el fresco.
—Tomar el fresco —masculló Melander pensativo.
—Entre las piernas, sin duda —añadió Gunvald Larsson.
Gunvald Larsson había sido oficial de marina y seguía siendo oficial de reserva. De vez en cuando daba rienda suelta a su humor de cuarto de banderas.
Las horas transcurrían lenta y pesadamente. La maquinaria policial continuaba dando vueltas. Pero había entrado en punto muerto. Era ya más de la una de la madrugada cuando Martin Beck llegó a su casa en Bagarmossen. Todos dormían. Sacó una cerveza de la nevera y se preparó una rebanada de pan con paté. Luego se bebió la cerveza y tiró la rebanada a la basura.
Al acostarse pensó un rato en Eriksson, el mozo de almacén, que temblaba y que tres años atrás había robado doscientas coronas de la americana de un compañero de trabajo.
Kollberg no dormía. Estaba tumbado en la oscuridad mirando fijamente al techo. También pensaba en el hombre llamado Eriksson, cuyo nombre figuraba en el registro de la brigada antivicio. Pensó también que si el asesino de Vanadislunden no estaba fichado, la tecnología computacional iba a ser aquí de tanta utilidad como lo fue para la policía norteamericana durante la búsqueda del estrangulador de Boston. Es decir, de ninguna. En el plazo de dos años, el estrangulador de Boston mató a trece personas —mujeres solteras, en todos los casos sin dejar el menor rastro—. De vez en cuando observaba a su esposa. Dormía, pero se estremecía un poco cada vez que el niño daba una patada.







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