Manuel Álvarez Bravo_La buena fama durmiendo |
Triunfo Arciniegas
EL PAÍS
EL PAÍS
DE LAS BELLAS DURMIENTES
Salí a recorrer el mundo porque mi novia quería un unicornio. Leía libros raros y se le había metido la idea entre oreja y oreja. Por culpa de un libro la conocí, en el Parque de las Gardenias, a la sombra de un matarratón, en Málaga. La curiosidad me llevó a preguntarle qué leía. Ya no recuerdo el título ni el autor. Todavía no era mi novia cuando empezó a contarme la trama, con tantos detalles que nos sorprendió la lluvia y la invité a un café en La Gata Parda. Mientras hablaba se hizo de noche. Pasó la lluvia después de seis tazas de café y tres visitas al baño, dos suyas y una mía. Rosario se quedó mirándome a los ojos y dijo: “Te conozco de alguna parte”. Quiso que la acompañara a su casa. Por el camino me acordé de la billetera y la dejé hablando sola en una esquina. Encontré la billetera en la mesa de la cafetería y volví corriendo. Supuse que no me había demorado porque Rosario seguía en la esquina hablando del mismo libro. Debí huir pero el hilo de las palabras me arrastró hasta su casa. Me presentó a la madre, una anciana medio sorda, comimos y vimos la telenovela de las nueve, y Rosario, que casi era mi novia, todavía hablaba del libro. Me pareció que estaba bien que leyera pero no tenía necesidad de memorizarse todas las páginas. No pude concentrarme en el noticiero ni muchos menos en el programa de concursos. La película de medianoche comenzó y se acabó y Rosario todavía hablaba. Al parecer, le quedaba saliva para mucho tiempo.
Un día cambió de tema y me contó que leía sobre unicornios. Se le metió la idea bien adentro. Me pidió que le consiguiera un unicornio como prueba de amor y me dio un beso. Ya era mi novia entonces.
–Arciniegas, aquí no vuelvas sin el unicornio –precisó.
No sabía por dónde empezar. Nadie daba razón de los unicornios. De cada país le escribía a Rosario y ella respondía: "Querido mío, sigue buscando". Buscaba cada vez más lejos y me confundía con tantos países. Al despertar, abría la ventana y preguntaba al primero que veía en qué país estábamos. Me miraban como si estuviera loco.
–¿Han visto un unicornio por aquí?
–No en estos días –decían sin detenerse.
Seguí buscando porque amaba a Rosario y necesitaba demostrarle que era capaz de cualquier cosa, hasta de encontrar un unicornio.
Pasaron tres años y más de treinta países.
"Querido mío, ya casi no me acuerdo de ti, pero sigue buscando", me escribía mi lejana novia.
A los siete años me di por vencido. "El unicornio no existe", le escribí a mi novia. "Tú tampoco existes", me respondió. "Voy a casarme."
Le di la razón: la había abandonado. Alguien me envió el recorte del periódico. Se veía bonita mi novia, toda vestida de blanco, bonita y feliz, gordita, y me alegré de que ya no estuviera sola.
Ya no buscaba al unicornio. Caminaba por caminar. Conocía países por conocerlos. Consideré que podía desempeñarme muy bien como profesor de geografía, pero el impulso me impidió establecerme. En el mapa, sobre cada país conocido, marcaba con lápiz una x. Me atraían las ciudades a la orilla del mar. Aprendí a construir unicornios de arena y me llovieron las monedas.
Así llegué al país de las bellas durmientes. Se decía que en cada casa maduraba una bella durmiente. Dormían toda la vida y el sueño las volvía hermosas, hasta que alguien las despertaba con un beso. Entonces se dedicaban a cocinar entre bostezos, criaban dos o tres niños y se volvían feas.
A la entrada del país un guardia me preguntó cuánto tiempo pensaba quedarme:
–No lo sé, dos o tres meses.
–Me parece bien. ¿Negocios o placer?
–Placer –dije, y agregué una mentira–: Estoy buscando un unicornio.
–Me parece bien –dijo el guardia, y se quedó dormido.
Retiré el pasaporte de su escritorio y entré al país con el pie derecho, algo cansado de viajar. Casi no encuentro hospedaje: todos dormían. Todos los hoteles repletos. Todos los escaños de todos los parques, todas las sillas de todos los teatros, todas las sombras de los árboles. No se oían ni los pájaros. Dormían, tibios, en sus amorosos nidos. Los escasos transeúntes se movían en puntillas para no despertar a los vecinos. En las calles del centro había camas sencillas para durmientes de paso, "dormideros", pero rara vez se encontraba una libre.
Tres días después, muerto de sueño, encontré un cuarto en El Sueño Feliz.
–Eres afortunado –dijo la dueña, una gorda sonrosada, de cabellos rubios y ojos azules–. Esta mañana quedó libre el 303. El señor Facundo dejó de dormir.
Viendo mi asombro, la señora explicó:
–Murió.
El cuarto del difunto me pareció bien para dos o tres meses, mientras conocía el país. Usaría los objetos y la ropa del difunto, todo de mi talla y gusto, por suerte. Dormí con dedicación, sin quitarme la ropa ni los zapatos. Al despertar, llamé al restaurante del hotel y pedí un café. No había café. Y agregaron, como si se tratara de una droga prohibida:
–Nos quita el sueño.
Encendí la televisión. Sólo películas espantosas que daban ganas de dormir, concursos aburridos donde todos los participantes bostezaban, propagandas lentas y tediosas. Apagué antes de quedarme dormido. Quería conocer el país en vez de dormir.
Salí a caminar y, aunque ya no lo buscaba, pregunté por el unicornio. No se me ocurrió otra cosa.
–Vete a dormir –me dijeron en todas partes.
Nadie me dio razón del unicornio en aquel país donde todo parecía diseñado para el sueño. Almacenes de colchones y almohadas, sábanas y cobijas, en todas las calles. Hasta el sol lo volvía a uno soñoliento, hasta las iglesias, grandes y cómodas, hasta los movimientos de la gente, lentos y suaves, hasta su manera de hablar.
En el país de las bellas durmientes no se decía adiós sino Dios quiera que duermas bien. Dime con quién duermes y te diré quién eres encabezaba la lista de los libros más vendidos, muy breve por cierto. Los libros gordos no se vendían por motivos de sueño. En los jardines públicos cultivaban bellasdurmientes, unas plantas muy pequeñas que, al más leve contacto, cerraban sus hojas como abanicos. Los piquetes de los mosquitos provocaban sueño. El insomnio se curaba introduciendo al enfermo en cámaras repletas de esta clase de insectos. En el mercado se podía comprar aceite de mosquito para adormecer el dolor. Entre más se dormía más reputación se conseguía. Los desvelados eran la peor clase social.
Bellas mujeres recorrían las calles con los ojos cerrados. Nadie se atrevía a tocarlas. Ni siquiera el viento las despeinaba.
Pregunté por la más famosa de las bellas durmientes y me señalaron el palacio real.
–No podrás verla –dijeron–. La princesa Isabel está durmiendo.
–Debes esperar hasta el domingo y sólo podrás verla si te ganas la rifa –dijeron.
–Si la ves, podrás contárselo a tus nietos –dijeron.
–Habrá algo interesante que decir de ti –dijeron.
La playa era un solo ronquido. Encontré un rinconcito para amontonar la arena y ensayé un unicornio dormido. Las monedas llovieron.
El domingo fui al palacio. Pagué la entrada y me dieron un número. Hice la fila, esperé tres horas y se me durmieron las piernas. Pasamos a un inmenso salón rojo. "Ya saben las reglas", dijo un hombre vestido de negro, micrófono en mano. Pregunté por las reglas a mi vecino de asiento y se durmió antes de terminar de explicármelas. El hombre de negro hizo algunos trucos: extrajo un conejo del sombrero, un pañuelo kilométrico de su boca, huevos de los bolsillos de un colaborador espontáneo. Aleteó, levitó, se arrancó las orejas. Luego, antes de que nos durmiéramos todos, apareció una canasta. La giraron, revolvieron los papeles en su interior y sacaron uno.
–3034 –dijo el hombre de negro.
Nadie apareció. Seguro que el afortunado dormía. Giraron, revolvieron y sacaron otro papel.
–4357 –dijo otra vez el hombre de negro.
Nada. Otro dormido. Otra vez a girar, revolver y sacar.
–3333 –dijo el hombre de negro.
Era mi número. Seguro que hubieran seguido sacando números toda la tarde, hasta encontrar el mío, porque era uno de los pocos despiertos. Salté al escenario. Dos o tres pelagatos aplaudieron.
–¿Quieres ver a la bella durmiente? –dijo el hombre de negro.
Tuve ganas de responderle que prefería a la Mujer Araña, pero me contuve. El buen humor no era para soñolientos.
–Sí –dije con toda educación y fingí la sorpresa–. Quiero verla.
–Te está esperando –dijo el hombre de negro.
Me condujeron por un corredor limpio, muy iluminado, hasta un cuarto inmenso. En el centro del cuarto había un bosque, y en el centro del bosque, una cama. La princesa Isabel acababa de desayunar y aún estaba despierta.
Me preguntó el nombre pero sólo retuvo el apellido. Quiso saber sobre el origen de mi familia.
–De Monteadentro, majestad –dije.
–¿Dónde queda eso?
–Muy lejos, majestad.
Conversamos de cosas sin importancia mientras le lavaban el rostro con agua de rosas y le cepillaban los cabellos.
Todavía conversábamos cuando apareció el rey, bostezando, en piyama y con la corona puesta. La princesa nos presentó y aproveché para preguntarle con todo respeto si le quedaba un instante para gobernar, pues en su altísima posición de rey debería dormir todo el tiempo.
–Es muy fácil, Arciniegas –explicó el rey, y bostezó–. Dormimos tanto que gastamos menos ropa, menos comida, menos de todo, y tenemos muchos menos problemas. Así es muy fácil gobernar. Nuestra reunión mensual de ministros es como en todos los países: la mitad viene al palacio y se duerme, y la otra mitad se queda en casa. Somos una familia feliz. Todo lo que una familia necesita es un buen colchón. ¿Usted duerme bien?
–Demasiado.
–Felicitaciones, Arciniegas –dijo el rey–. Pero usted no es de los nuestros.
Le dije de dónde venía y se asombró. Nunca había oído de mi país. Era tan pequeño e insignificante.
–¿Qué busca entre nosotros? La policía no me ha dicho nada.
Por bruto, no le dije que soñaba conocer a la princesa Isabel sino que estaba buscando al unicornio.
–Se vería lindo en mi jardín –suspiró la princesa.
–Muy bien –dijo el rey, retirándose–. Avísame cuando lo encuentres.
Creo que lo dijo por cortesía. Me pidió que la besara. Disimulé el temblor con una frase cualquiera. Me acerqué a besarla en la frente, por cortesía, y se durmió.
Luego me explicaron que hubiera podido besarla donde quisiera, pero era tarde. No volví al palacio porque nadie se había ganado dos veces la rifa.
–A uno que quiso dárselas de vivo, le cortaron la cabeza –dijeron.
Entonces seguí buscando. No tenía más nada que hacer. El destino de profesor de geografía me pareció deprimente y, por otra parte, el camino de regreso a Málaga se me borró como por arte de magia. Aún sigo buscando al unicornio. La princesa Isabel, que ahora es la reina, la mujer de uno que se atrevió a besarla en la boca, con muchos hijos y algunos nietos, de vez en cuando me envía una postal, como respuesta a una de mis largas y minuciosas cartas, una por país. "Querido mío", me escribe, "sigue buscando".
Triunfo Arciniegas
Un día cambió de tema y me contó que leía sobre unicornios. Se le metió la idea bien adentro. Me pidió que le consiguiera un unicornio como prueba de amor y me dio un beso. Ya era mi novia entonces.
–Arciniegas, aquí no vuelvas sin el unicornio –precisó.
No sabía por dónde empezar. Nadie daba razón de los unicornios. De cada país le escribía a Rosario y ella respondía: "Querido mío, sigue buscando". Buscaba cada vez más lejos y me confundía con tantos países. Al despertar, abría la ventana y preguntaba al primero que veía en qué país estábamos. Me miraban como si estuviera loco.
–¿Han visto un unicornio por aquí?
–No en estos días –decían sin detenerse.
Seguí buscando porque amaba a Rosario y necesitaba demostrarle que era capaz de cualquier cosa, hasta de encontrar un unicornio.
Pasaron tres años y más de treinta países.
"Querido mío, ya casi no me acuerdo de ti, pero sigue buscando", me escribía mi lejana novia.
A los siete años me di por vencido. "El unicornio no existe", le escribí a mi novia. "Tú tampoco existes", me respondió. "Voy a casarme."
Le di la razón: la había abandonado. Alguien me envió el recorte del periódico. Se veía bonita mi novia, toda vestida de blanco, bonita y feliz, gordita, y me alegré de que ya no estuviera sola.
Ya no buscaba al unicornio. Caminaba por caminar. Conocía países por conocerlos. Consideré que podía desempeñarme muy bien como profesor de geografía, pero el impulso me impidió establecerme. En el mapa, sobre cada país conocido, marcaba con lápiz una x. Me atraían las ciudades a la orilla del mar. Aprendí a construir unicornios de arena y me llovieron las monedas.
Así llegué al país de las bellas durmientes. Se decía que en cada casa maduraba una bella durmiente. Dormían toda la vida y el sueño las volvía hermosas, hasta que alguien las despertaba con un beso. Entonces se dedicaban a cocinar entre bostezos, criaban dos o tres niños y se volvían feas.
A la entrada del país un guardia me preguntó cuánto tiempo pensaba quedarme:
–No lo sé, dos o tres meses.
–Me parece bien. ¿Negocios o placer?
–Placer –dije, y agregué una mentira–: Estoy buscando un unicornio.
–Me parece bien –dijo el guardia, y se quedó dormido.
Retiré el pasaporte de su escritorio y entré al país con el pie derecho, algo cansado de viajar. Casi no encuentro hospedaje: todos dormían. Todos los hoteles repletos. Todos los escaños de todos los parques, todas las sillas de todos los teatros, todas las sombras de los árboles. No se oían ni los pájaros. Dormían, tibios, en sus amorosos nidos. Los escasos transeúntes se movían en puntillas para no despertar a los vecinos. En las calles del centro había camas sencillas para durmientes de paso, "dormideros", pero rara vez se encontraba una libre.
Tres días después, muerto de sueño, encontré un cuarto en El Sueño Feliz.
–Eres afortunado –dijo la dueña, una gorda sonrosada, de cabellos rubios y ojos azules–. Esta mañana quedó libre el 303. El señor Facundo dejó de dormir.
Viendo mi asombro, la señora explicó:
–Murió.
El cuarto del difunto me pareció bien para dos o tres meses, mientras conocía el país. Usaría los objetos y la ropa del difunto, todo de mi talla y gusto, por suerte. Dormí con dedicación, sin quitarme la ropa ni los zapatos. Al despertar, llamé al restaurante del hotel y pedí un café. No había café. Y agregaron, como si se tratara de una droga prohibida:
–Nos quita el sueño.
Encendí la televisión. Sólo películas espantosas que daban ganas de dormir, concursos aburridos donde todos los participantes bostezaban, propagandas lentas y tediosas. Apagué antes de quedarme dormido. Quería conocer el país en vez de dormir.
Salí a caminar y, aunque ya no lo buscaba, pregunté por el unicornio. No se me ocurrió otra cosa.
–Vete a dormir –me dijeron en todas partes.
Nadie me dio razón del unicornio en aquel país donde todo parecía diseñado para el sueño. Almacenes de colchones y almohadas, sábanas y cobijas, en todas las calles. Hasta el sol lo volvía a uno soñoliento, hasta las iglesias, grandes y cómodas, hasta los movimientos de la gente, lentos y suaves, hasta su manera de hablar.
En el país de las bellas durmientes no se decía adiós sino Dios quiera que duermas bien. Dime con quién duermes y te diré quién eres encabezaba la lista de los libros más vendidos, muy breve por cierto. Los libros gordos no se vendían por motivos de sueño. En los jardines públicos cultivaban bellasdurmientes, unas plantas muy pequeñas que, al más leve contacto, cerraban sus hojas como abanicos. Los piquetes de los mosquitos provocaban sueño. El insomnio se curaba introduciendo al enfermo en cámaras repletas de esta clase de insectos. En el mercado se podía comprar aceite de mosquito para adormecer el dolor. Entre más se dormía más reputación se conseguía. Los desvelados eran la peor clase social.
Bellas mujeres recorrían las calles con los ojos cerrados. Nadie se atrevía a tocarlas. Ni siquiera el viento las despeinaba.
Pregunté por la más famosa de las bellas durmientes y me señalaron el palacio real.
–No podrás verla –dijeron–. La princesa Isabel está durmiendo.
–Debes esperar hasta el domingo y sólo podrás verla si te ganas la rifa –dijeron.
–Si la ves, podrás contárselo a tus nietos –dijeron.
–Habrá algo interesante que decir de ti –dijeron.
La playa era un solo ronquido. Encontré un rinconcito para amontonar la arena y ensayé un unicornio dormido. Las monedas llovieron.
El domingo fui al palacio. Pagué la entrada y me dieron un número. Hice la fila, esperé tres horas y se me durmieron las piernas. Pasamos a un inmenso salón rojo. "Ya saben las reglas", dijo un hombre vestido de negro, micrófono en mano. Pregunté por las reglas a mi vecino de asiento y se durmió antes de terminar de explicármelas. El hombre de negro hizo algunos trucos: extrajo un conejo del sombrero, un pañuelo kilométrico de su boca, huevos de los bolsillos de un colaborador espontáneo. Aleteó, levitó, se arrancó las orejas. Luego, antes de que nos durmiéramos todos, apareció una canasta. La giraron, revolvieron los papeles en su interior y sacaron uno.
–3034 –dijo el hombre de negro.
Nadie apareció. Seguro que el afortunado dormía. Giraron, revolvieron y sacaron otro papel.
–4357 –dijo otra vez el hombre de negro.
Nada. Otro dormido. Otra vez a girar, revolver y sacar.
–3333 –dijo el hombre de negro.
Era mi número. Seguro que hubieran seguido sacando números toda la tarde, hasta encontrar el mío, porque era uno de los pocos despiertos. Salté al escenario. Dos o tres pelagatos aplaudieron.
–¿Quieres ver a la bella durmiente? –dijo el hombre de negro.
Tuve ganas de responderle que prefería a la Mujer Araña, pero me contuve. El buen humor no era para soñolientos.
–Sí –dije con toda educación y fingí la sorpresa–. Quiero verla.
–Te está esperando –dijo el hombre de negro.
Me condujeron por un corredor limpio, muy iluminado, hasta un cuarto inmenso. En el centro del cuarto había un bosque, y en el centro del bosque, una cama. La princesa Isabel acababa de desayunar y aún estaba despierta.
Me preguntó el nombre pero sólo retuvo el apellido. Quiso saber sobre el origen de mi familia.
–De Monteadentro, majestad –dije.
–¿Dónde queda eso?
–Muy lejos, majestad.
Conversamos de cosas sin importancia mientras le lavaban el rostro con agua de rosas y le cepillaban los cabellos.
Todavía conversábamos cuando apareció el rey, bostezando, en piyama y con la corona puesta. La princesa nos presentó y aproveché para preguntarle con todo respeto si le quedaba un instante para gobernar, pues en su altísima posición de rey debería dormir todo el tiempo.
–Es muy fácil, Arciniegas –explicó el rey, y bostezó–. Dormimos tanto que gastamos menos ropa, menos comida, menos de todo, y tenemos muchos menos problemas. Así es muy fácil gobernar. Nuestra reunión mensual de ministros es como en todos los países: la mitad viene al palacio y se duerme, y la otra mitad se queda en casa. Somos una familia feliz. Todo lo que una familia necesita es un buen colchón. ¿Usted duerme bien?
–Demasiado.
–Felicitaciones, Arciniegas –dijo el rey–. Pero usted no es de los nuestros.
Le dije de dónde venía y se asombró. Nunca había oído de mi país. Era tan pequeño e insignificante.
–¿Qué busca entre nosotros? La policía no me ha dicho nada.
Por bruto, no le dije que soñaba conocer a la princesa Isabel sino que estaba buscando al unicornio.
–Se vería lindo en mi jardín –suspiró la princesa.
–Muy bien –dijo el rey, retirándose–. Avísame cuando lo encuentres.
Creo que lo dijo por cortesía. Me pidió que la besara. Disimulé el temblor con una frase cualquiera. Me acerqué a besarla en la frente, por cortesía, y se durmió.
Luego me explicaron que hubiera podido besarla donde quisiera, pero era tarde. No volví al palacio porque nadie se había ganado dos veces la rifa.
–A uno que quiso dárselas de vivo, le cortaron la cabeza –dijeron.
Entonces seguí buscando. No tenía más nada que hacer. El destino de profesor de geografía me pareció deprimente y, por otra parte, el camino de regreso a Málaga se me borró como por arte de magia. Aún sigo buscando al unicornio. La princesa Isabel, que ahora es la reina, la mujer de uno que se atrevió a besarla en la boca, con muchos hijos y algunos nietos, de vez en cuando me envía una postal, como respuesta a una de mis largas y minuciosas cartas, una por país. "Querido mío", me escribe, "sigue buscando".
Triunfo Arciniegas
3 comentarios:
3 esta bien chico
Chido
esta bien chico
Publicar un comentario