miércoles, 13 de mayo de 2020

Casa de citas / Maj Sjöwall / Per Wahlöö / El hombre del balcón VIII

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Maj Sjöwall / Per Wahlöö 
EL HOMBRE DEL BALCÓN
8

Mientras regresaba a pie por Vanadislunden, Kollberg sudaba profusamente. Y no debido a la cuesta, ni al calor húmedo, ni tampoco a su relativa obesidad. Mejor dicho, no sólo debido a esto.
Como casi todos los que habrían de ocuparse del caso, estaba abrumado por él ya desde el primer momento. Pensaba en lo abominable del propio crimen y en la gente que se veía afectada por su ciega sinrazón. Ya antes había pasado por todo esto. Tantas veces que ni siquiera recordaba cuántas. Y sabía perfectamente lo espantoso que podía llegar a ser. Y lo difícil.
También pensaba en la rapidez con la que la sociedad se criminaliza, esa sociedad que, a fin de cuentas, no era sino producto de él mismo y de las demás personas que vivían y participaban en ella. Durante el último año, la policía se había dotado de nuevos recursos técnicos y humanos, pero el crimen parecía llevar siempre la delantera. Pensaba en las nuevas técnicas de investigación y en las computadoras, que quizá lograrían arrestar al criminal dentro de unas horas, pero también en el escaso consuelo que tan extraordinarios productos tecnológicos podían ofrecer, por ejemplo, a la mujer de la que acababa de despedirse. O a él mismo. O a los hombres que, con gesto serio, se congregaban ahora en torno al pequeño cuerpo tendido bajo los arbustos, entre la colina y la valla de madera roja.
Sólo había visto el cadáver durante unos instantes, de lejos, y si había alguna manera de evitarlo, prefería no volver a verlo. Pero ya sabía que esto sería imposible. El recuerdo de la niña de falda roja y jersey a rayas se había grabado en su mente y allí permanecería para siempre, junto a todos los demás recuerdos de los que era imposible librarse. Pensaba en los zuecos, en la cuesta y en su propio hijo, que aún no había nacido. En el aspecto que tendría dentro de nueve años. En el horror y la repugnancia que suscitaría este crimen. En la portada de los periódicos vespertinos.
Ya estaba acordonada toda el área en torno al sombrío depósito de agua, semejante a una fortificación, y también la empinada cuesta posterior, hacia las escaleras de Ingemarsgatan. Kollberg pasó por delante de los coches, se detuvo junto al cordón y recorrió con la mirada el parque infantil vacío, con sus cajones de arena, columpios y torres para trepar.
La certeza de que todo esto había sucedido ya y de que, con toda seguridad, volvería a suceder, resultaba una carga casi imposible de soportar. Desde la última vez habían recibido más computadoras, más gente y más coches. La iluminación de los parques se había mejorado, los matorrales se habían ido desbrozando. La próxima vez habría todavía más coches y más computadoras, menos matorrales. Kollberg pensaba en todo esto mientras se secaba el sudor de la frente, con un pañuelo ya empapado.
Reporteros y fotógrafos habían tomado posiciones, pero por suerte aún no se habían dejado caer muchos curiosos. Por raro que pueda parecer, los periodistas y fotógrafos iban mejorando con el paso del tiempo, en parte gracias a la policía. Los curiosos, en cambio, nunca mejorarían.
Pese al gran número de personas presentes en la zona, en torno al depósito de agua reinaba un extraño silencio. De lejos, tal vez desde la piscina municipal, o desde el parque infantil de Sveavägen, llegaban gritos alegres y risas infantiles.
Kollberg se quedó junto al cordón, sin decir nada y sin que nadie se dirigiera a él.
Sabía que habían llamado a la Brigada Nacional de Homicidios y a la Brigada Antiviolencia. Sabía también que la situación estaba en proceso de estabilizarse, por decirlo de alguna manera: los técnicos forenses estaban ya manos a la obra y también intervenía la brigada antivicio, se estaba organizando un teléfono centralizado para recoger información ciudadana, se había montado una operación puerta a puerta por todo el vecindario, el médico forense estaba preparado y todos los coches radiopatrulla habían sido alertados, nadie iba a escatimar recursos, incluido él mismo. Aun así, quiso concederse un momento de reflexión. Era verano. La gente se bañaba. Los turistas vagaban por las calles, plano en mano. Y entre los arbustos del matorral, entre la colina y la valla roja de madera, yacía una niña muerta. Era repulsivo. Y lo más grave: podía llegar a ser peor. Un nuevo coche radiopatrulla, tal vez el noveno o el décimo, ascendía la cuesta desde la iglesia de Stefan. Se detuvo. Sin apenas volver la cabeza, vio a Gunvald Larsson bajar del coche y acercarse hacia él.
—Hola. ¿Cómo va?
—No sé.
—La lluvia. Llovió a cántaros toda la noche. Probablemente… —dijo Gunvald Larsson y, por una vez, se interrumpió. Pasado un rato, añadió—: Si encuentran huellas, serán mías. Estuve aquí anoche. A eso de las diez y pico.
—¿Ah, sí?
—El atracador. Asaltó a golpes a una vieja. A menos de cincuenta metros de aquí.
—Ya me he enterado.
—Acababa de cerrar su frutería y volvía a casa. Llevaba toda la caja encima.
—No me digas.
—Toda la caja. La gente está majareta —dijo Gunvald Larsson.  Permaneció callado otro instante más, luego señaló con un movimiento de cabeza la colina, los arbustos y la valla de madera roja y añadió: —Para entonces, la niña debía de estar ya ahí, ¿no?
—Eso parece.
—Cuando llegamos, y a había empezado a llover. Además, la patrulla civil del noveno distrito pasó por aquí tres cuartos de hora antes del atraco. Tampoco vieron nada. La niña debía de estar también entonces.
—¿Buscaban al atracador? —preguntó Kollberg.
—Así es. Y cuando se presentó estaban en el Ugglevikskällan. Es la novena vez que ocurre.
—¿Qué pasó con la mujer?
—Una ambulancia la llevó directamente al hospital. Estado de shock, fractura de mandíbula, cuatro dientes menos, hueso de la nariz roto. Sólo vio que se trataba de un hombre que se cubría la cara con un pañuelo rojo. ¡Vay a una descripción de mierda!
Gunvald Larsson volvió a callarse, luego añadió:
—Si hubiera tenido los perros…
—¿Qué?
—Cuando lo vi la semana pasada, tu maravilloso amigo Beck me sugirió que debíamos enviar a los perros. Un perro tal vez habría descubierto…
Volvió a mover la cabeza señalando la colina, como si tuviera reparos en enunciar con palabras lo que quería decir. Kollberg no sentía mucha simpatía por Gunvald Larsson, pero esta vez le entendía.
—Sí, es posible —dijo Kollberg.
Gunvald Larsson hizo una pregunta, en un tono muy dubitativo:
—¿Es sexual?
—Probablemente.
—En tal caso, no creo que haya relación.
—No, seguramente no.
Rönn se acercó a ellos, junto al cordón. Gunvald Larsson le preguntó inmediatamente:
—¿Es sexual?
—Sí —respondió Rönn—. Eso parece. Casi seguro.
—Entonces no hay relación.
—¿Con qué?
—Con el atracador.
—¿Cómo lo ves? —preguntó Kollberg.
—Mal —dijo Rönn—. La lluvia lo debe haber borrado todo. La niña está empapada, como una gata ahogada.
—¡Joder! —exclamó Gunvald Larsson—. ¡Joder, qué asco! ¡Dos locos sueltos al mismo tiempo y en el mismo sitio, uno malo y el otro peor!
Viró en redondo y regresó al coche. Lo último que le oyeron decir fue:
—¡Qué mierda de oficio!
Rönn siguió con la mirada a Gunvald Larsson. Luego le dijo a Kollberg, con voz apagada:
—¿Me haces el favor de venir un momento?
Kollberg suspiró pesadamente y pasó por encima del acordonamiento de una sola zancada.

• • • • •

Martin Beck no regresó a Estocolmo hasta el sábado por la tarde, día anterior a su vuelta al trabajo. Ahlberg le acompañó a la estación.
Hizo trasbordo en Hallsberg y compró los periódicos vespertinos en el quiosco de la estación. Los metió doblados en el bolsillo de la gabardina y no los abrió hasta después de haberse acomodado en su asiento, en el expreso procedente de Gotemburgo.
Echó un vistazo a los titulares de la primera página y se estremeció. La pesadilla había empezado.

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