Ilustración de Triunfo Arciniegas |
Triunfo Arciniegas
UNA MAÑANA KAFKIANA
23 de enero de 2021
Voy a la oficina de Movistar porque ayer me robaron el celular en Cuatro Esquinas y me interesa mantener el número. Necesito conseguir una nueva simcard y otro aparato. Necesito acordarme de un montón de claves para recuperar mis asuntos. Presento la cédula pero no es suficiente: exigen las huellas dactilares. El lector óptico no consigue leerlas. No es mi culpa: cumplo con traer las huellas. Las de siempre. No me gusta improvisar en este campo. Me chorrean alcohol en los dedos una y otra vez y me pregunto si no será mejor beberlo: me pondré oscuro pero tal vez las huellas se aclaren. Me lamo el dedo de turno sin ningún propósito erótico, me lo restriego en la camisa y el cabello, con el afán de quien requiere aliviar la vejiga y no encuentra las llaves de la casa, y nada. Me mandan al baño a lavarme las manos. "No es cuestión de mugre", digo. Tengo el hábito indígena de bañarme todos los días. “De paso, hace chichí.” No lo dijeron, pero oí una vocecita.
Aparto un trapero y un balde para alcanzar la llave y, como cualquier político, como una lady Macbeth que no acaba de despertar, me lavo las manos. Que se vayan las culpas o que se noten menos que las huellas. El agua sucia del balde me da mala espina. Pienso en los ríos de la patria pero no consigo redondear la frase. ¿Habrán llorado ahí otros usuarios de Movistar con problemas peores que el mío? O ocaso más culpables. Me siento como en un sueño, un cristal me separa de las cosas. Tal vez sólo sea mala suerte: la novia me deja, pierdo al mismo tiempo el celular y las huellas, no he podido escribir en forma, sólo hace falta que me muerda un perro. Un baño de flores me caería bien. Sacudo las manos como peluquero en aprietos porque no hay aire ni papel, vuelvo y lo mismo: el lector no me lee.
Se me ocurre decirles que a mí me leen mucho pero temo que no lo entiendan. "Voy a dedicarme a asaltar bancos", digo, aunque en el fondo me aflige pasar sin dejar huella. Me fusilan con las preguntas del computador sobre números telefónicos y cuentas bancarias, y resulta que repruebo. Caigo, herido de muerte, me desangro, estoy a punto de viajar al paraíso y nadie sabrá nunca cómo me fue porque no tendré a la mano un celular para comunicarme. Ni siquiera podré enviar una foto. ¿Qué gracia tiene viajar entonces? Acá no saben que la gente de antes visitaba otros países por el placer de enviar una postal a la familia. ¿Cómo explicarles que a veces necesito un año para memorizar un número? ¿Cómo hacerles ver que, si el presente me resulta confuso, el pasado es una telaraña? No ven que cada día veo menos.
Total, ese computador (le dicen sistema) sabe más que yo de mi propia vida, qué manera que restregarle a uno la ignorancia y en estos miserables tiempos de coronavirus, putas y ladrones, cuando uno anda tan sensible y más desorientado que virgen en orgía, cuidando con extremo recelo lo poco o mucho que tiene y aun así se deja robar un celular que para nada le estorbaba y con el cual mantenía el cariño limpio y puro de los boleros, más profundo o al menos más constante que el de algunas novias. Me veo en aprietos para demostrar que soy yo. Parece que estuviera razonando con policías, que sólo piensan, dicen y hacen lo que les enseñaron: lucen uniformes y la misma cara de palo. Como los policías, ni más ni menos, pero sin bolillo. Ando en modo budista y no me quiero desbordar al territorio de los insultos. Llamarían a los aguacates como me sucedió en la fila del supermercado en los primeros días de la pandemia y seríamos uno contra todos y todos contra uno, este bebedor de relámpagos contra el mundo. "Soy yo, ahí está la cédula", digo, sin levitar, y me contestan con la misma cara de palo que cualquiera puede presentarse con mi cédula. Al carajo con la cédula entonces. Derogada con una sola frase. Pero que miren la foto mientras la cosa se hace oficial en el País del Desangrado Corazón, ese señor se parece a mí, digo apartando el tapabocas, puedo firmar muy parecido si quieren. ¿La cara del santo no hace el milagro? ¿Y qué pasó con el sagrado principio de darle la razón al cliente? Qué más puedo decir. Soy yo. Encontré mi epitafio: Soy yo. Si estoy aquí, en carne y hueso, cómo demonios unas preguntas de seguridad pueden deducir que yo no soy yo. Soy el hijo de mi madre. No lo digo porque en este templo sin dioses han perdido la fe y, además, si se ponen exigentes, me queda difícil traerles a mi santa madre desde el más allá. Tan imbéciles. Tengo el budista a punto de mentarles la madre. Las preguntas de seguridad se justifican en un trámite a distancia, por teléfono, para verificar la identidad de la voz.
Perdí un iPhone de tres millones, es decir, tres putos salarios mínimos, tres meses de pegar ladrillo bajo el sol y la lluvia o más de noventa días de madrugar con la mujer a hacer empanadas para repartirlas por la ciudad hasta las seis de la tarde, perdí miles de fotos, audios, contactos, preciosas conversaciones, quedé desconectado de medio mundo como bien sabe cualquiera que pasa por este trance, y ahora estoy perdiendo el tiempo. Y la identidad. Les confieso que me están haciendo dudar y que cuando salga de ahí no sabré para dónde coger porque ya no soy quien solía ser.
Estoy sudando, cansado, exasperado. Me duele la espalda. Entonces, más iluminado que el árbol de Navidad, digo que si no me van a vender la simcard que cancelen mi plan, y me voy con la competencia, a la vuelta de la esquina. Como por arte de magia, vamos a una máquina, pago seis mil pesos, el mismo precio de tres refrescos, y me dan la pinche simcard.
No hay comentarios:
Publicar un comentario