jueves, 14 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / El roble


León Tolstói

EL ROBLE

Traducción de Lydia Kúper


Sexta parte

I

    Hacía dos años que el príncipe Andréi vivía sin salir del campo. Todas las iniciativas tomadas por Pierre en sus posesiones, sin resultado alguno, pasando sin cesar de un proyecto a otro, las había llevado a buen término el príncipe Andréi sin decírselo a nadie, sin esfuerzo alguno aparente.

    Para ello poseía, en el más alto grado, la tenacidad práctica que le faltaba a Pierre; sabía realizar esos proyectos sin sobresaltos y sin excesivo trabajo.
    Una de sus propiedades, de trescientos campesinos, fue registrada como propiedad de labradores libres (fue uno de los primeros casos de ese género en Rusia); en otras, la prestación personal fue sustituida por el pago en especies. Hizo llevar a Boguchárovo a una comadrona pagada por él para ayudar a las parturientas y pasaba un sueldo al sacerdote para que enseñara a leer y escribir a los hijos de los mujiks y a los criados de la casa.
    El príncipe Andréi pasaba la mitad del tiempo en Lisie-Gori, con su padre y su hijo, confiado aún a las niñeras; la otra mitad, en la cartuja de Boguchárovo, nombre que su padre daba a esta aldea. Pese a la indiferencia manifestada a Pierre sobre todos los acontecimientos exteriores del mundo, los seguía con gran atención, recibía muchos libros y observaba asombrado que las gentes que lo visitaban o venían a ver a su padre desde San Petersburgo, del centro de toda aquella vorágine, estaban peor informadas que él de todo cuanto se refería a política interior y exterior, a pesar de que él no salía del campo.
    Además del cuidado de sus bienes y de la lectura de los libros más diversos, el príncipe Andréi se ocupaba por aquel entonces de analizar con espíritu crítico las dos últimas campañas rusas, tan desastrosas, y redactar un proyecto de reforma de los códigos y reglamentos militares.
    En la primavera de 1809 tuvo que ir a la provincia de Riazán para visitar las propiedades de su hijo, del que era tutor.
    Sentado en su coche y al calor del apacible sol primaveral, contemplaba las primeras hierbas, las hojas nuevas de los abedules y las primeras nubes blancas que corrían bajo el claro cielo azul. No pensaba en nada y se conformaba con mirar alegre y despreocupado a ambos lados.
    El coche dejó atrás la barca donde había dialogado con Pierre el año anterior, la aldea sucia, las eras, los campos verdes, la bajada con nieve todavía junto al puente, la subida por el camino de arcilla fangosa, las sementeras alternadas con matorrales, y después entró en un bosque de abedules que bordeaba los dos lados del camino. El calor era allí más intenso por la ausencia casi total de viento. Los abedules, con sus hojas verdes y pegajosas, no se movían; y en el suelo, entre las hojas del año anterior, surgían, levantándolas, tallos de verde hierba y las primeras florecillas liláceas. Dispersos entre los abedules, pequeños abetos, con su tosco verde perenne, eran un recuerdo desagradable del invierno. Los caballos resoplaron al entrar en el bosque y se cubrieron de sudor. Piotr, el lacayo, dijo unas palabras al cochero, a las que éste respondió afirmativamente; pero el asentimiento del cochero no debía bastar a Piotr, porque desde el pescante se volvió hacia su amo:
    —¡Qué bien se respira aquí, Excelencia!— dijo, sonriendo respetuosamente.
    —¿Cómo?
    —Que se respira muy bien, Excelencia.
    “¿Qué dirá? —pensó el príncipe Andréi—. ¡Ah, sí! Hablará de la primavera seguramente —y miró en derredor—. Pues sí, está todo verde… ¡qué pronto! Los abedules, los cerezos silvestres, los alisos empiezan también… Pero no se ve el roble… ¡Ah, sí, ahí está!”
    En el borde del camino se erguía un roble, quizá diez veces más viejo que todos los abedules del bosque, diez veces más grueso y el doble de alto que cualquier abedul. Era un roble gigantesco de dos brazas de circunferencia, de ramas rotas desde hacía mucho tiempo; el tronco, de corteza quebradiza en diversos puntos, cubierto de viejas y abultadas excrecencias. Con sus brazos enormes y retorcidos, dedos asimétricos y divergentes, parecía, entre los sonrientes abedules, un viejo monstruo ceñudo y desdeñoso. Sólo él no quería someterse al encanto de la estación y no quería ver ni el sol ni la primavera.
    “La primavera, el amor, la felicidad… —parecía decir el roble—. ¿Cómo no os fatiga ese engaño estúpido e insensato de siempre? ¡Todo es lo mismo y todo es engaño! No hay primavera, ni sol, ni felicidad. Mirad esos abetos ahogados y muertos, siempre solitarios; miradme a mí, extiendo mis dedos torcidos, rotos, tal como han nacido de mi espalda, de mis costados han crecido, y aquí estoy sin creer en vuestras esperanzas y engaños.”
    El príncipe Andréi miró varias veces ese roble, durante su recorrido por el bosque, como si de él esperara algo. Las flores y las hierbas crecían a sus pies, pero el roble sombrío e inmóvil, deforme y obstinado, se mantenía erguido entre ellas.
    “Sí, el roble tiene razón —pensó el príncipe Andréi, —mil veces razón—. Que los demás, los jóvenes, caigan de nuevo en ese engaño; pero nosotros conocemos la vida, ¡nuestra vida ha terminado!” Y en el alma del príncipe Andréi ese roble hizo surgir nuevas ideas carentes de esperanza, pero gratamente tristes. Durante el resto del viaje pareció pasar de nuevo revista a toda su vida para llegar a la conclusión de antes, consoladora y resignada, de que no debía comenzar nada; debía vivir así hasta el fin de sus días, sin hacer daño, ni inquietarse, sin desear nada.

III

    Al día siguiente, el príncipe Andréi, después de haberse despedido solamente del conde, partió sin aguardar la salida de las damas.
    Eran ya los primeros días de junio cuando, de regreso a su casa, atravesó los mismos lugares, el mismo bosque de abedules donde aquel viejo y retorcido roble le llamara tanto la atención. Los cascabeles de los caballos sonaban ahora más sordamente que a la ida, mes y medio antes. Había vida por doquier en aquella umbría; hasta los jóvenes abetos, dispersos aquí y allá, armonizaban con la belleza del conjunto, luciendo el tierno verdor de sus esponjosos brotes.
    Fue un día de calor y la tormenta debía ir fraguándose a lo lejos; pero sólo una pequeña nube dejó caer algunas gotas en el polvo del camino y en las hojas satinadas. La parte izquierda del bosque estaba en sombras; pero la otra, mojada por la lluvia, brillaba al sol con destellos cegadores y un viento muy débil movía apenas las hojas. Toda la naturaleza estaba en flor; lejos y cerca trinaban, emulándose, los ruiseñores.
    “Sí, aquí, en este bosque se alzaba el roble con el cual estaba de acuerdo —pensó el príncipe Andréi—. Pero, ¿dónde está?”, se preguntó mirando a la izquierda del camino.
    Y sin él mismo saberlo, sin reconocerlo, admiraba el árbol buscado. El viejo roble transformado por completo, desparramadas en cúpula sus ramas de un verde oscuro, se esponjaba gozoso a la luz del sol vespertino. Ya no se veían meciéndose levemente sus dedos deformes, ni sus excrecencias, ni la desconfianza y el dolor de antes. Hojas jóvenes, jugosas, de tierno verdor, sin nudos, se habían abierto paso a través de su dura corteza centenaria. Parecía imposible que de aquella ruina germinase esa nueva vida. “Sí, es el mismo roble”, pensó el príncipe Andréi, y sin causa alguna se sintió inundado de un súbito sentimiento de alegría y renovación. Recordó en un instante todos los minutos decisivos de su vida: Austerlitz y su alto cielo, el rostro de reproche de su mujer muerta, Pierre en la barca y la niña entusiasmada por la belleza de la noche, y aquella noche y la luna: todo lo recordó de pronto.
    “No, la vida no acaba a los treinta y un años —decidió con resolución y definitivamente el príncipe Andréi—. No basta con que yo sepa lo que ocurre en mí; deben saberlo todos: Pierre y esa niña que quería volar al cielo. Es necesario que todos me conozcan; que mi vida no sea para mí solo, que no vivan ellos tan al margen de mí, que mi vida se refleje en todos y que ellos participen de ella.”
    A la vuelta de su viaje el príncipe Andréi decidió marchar en otoño a San Petersburgo e imaginó diversos motivos para hacerlo. Disponía de una serie de argumentos razonables y lógicos que apoyaban la necesidad del viaje, y también su reincorporación al servicio militar. No comprendía ahora cómo había podido dudar antaño de la necesidad de participar activamente en la vida, lo mismo que un mes atrás no comprendía que le fuera posible abandonar la vida que llevaba en el campo. Veía claramente que todas sus experiencias acabarían perdiéndose y nada valdrían si no las aplicaba a una obra concreta y no se incorporaba a una existencia activa. No comprendía siquiera cómo, basándose en argumentos endebles, creyera antes una humillación, tras su experiencia vital, confiar de nuevo en la posibilidad de ser útil y de amar y ser feliz. La razón le sugería ahora todo lo contrario. Después de aquel viaje, al príncipe Andréi le aburría la vida que llevaba en el campo. Sus ocupaciones anteriores ya no le interesaban. Con frecuencia, cuando estaba solo en su despacho, se levantaba y examinaba largamente en el espejo su rostro; después miraba el retrato de la difunta Lisa, quien con sus bucles à la grecque lo contemplaba cariñosa y risueña desde el marco dorado. Ya no decía a su marido las palabras terribles de antes; se limitaba a mirarlo sencillamente, con alegre curiosidad. Y el príncipe Andréi, con las manos a la espalda, caminaba largo rato por la estancia, ya ceñudo, ya sonriente, meditando sobre aquellas ideas no sujetas a la razón y reacias a concretarse en palabras, secretas como un crimen, relacionadas con Pierre, con la gloria, con la jovencita de la ventana, con el roble, la belleza femenina y el amor, ideas que habían cambiado toda su vida. Cuando se le acercaba alguien en aquellos momentos de reflexión parecía más frío, severo y decidido y hacía gala, además, de una lógica molesta.
    —Mon cher— le decía a veces la princesa María, entrando en su despacho, —el pequeño no puede salir hoy a pasear; hace mucho frío.
    —Si hiciese calor— contestaba el príncipe Andréi secamente, —saldría en mangas de camisa; pero como hace frío, hay que abrigarlo bien con los trajes que para eso tiene y para eso han sido pensados. Eso se desprende de que hace frío, y no justifica que el niño se quede en casa cuando necesita respirar aire fresco— decía con su lógica especial, como si quisiera castigar a alguien por la marcha secreta e ilógica de sus ocultos pensamientos.
    En tales ocasiones, la princesa María pensaba en cómo reseca a los hombres el trabajo intelectual.

León Tolstói
Guerra y paz, Sexta parte



No hay comentarios: