miércoles, 31 de marzo de 2021

Casa de citas / Cortázar / No estábamos enamorados



Julio Cortázar
NO ESTÁBAMOS ENAMORADOS


No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse y daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir el deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su cuerpo.

Julio Cortázar, Rayuela, cap. 2

martes, 30 de marzo de 2021

Casa de citas / Cortázar / Andábamos


Julio Cortázar
ANDÁBAMOS


Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.

Julio Cortázar, Rayuela, cap. 1



lunes, 29 de marzo de 2021

Triunfo Arciniegas / Diario / México: 322 mil muertos



Triunfo Arciniegas
MÉXICO: 322 MIL MUERTOS
(Política y coronavirus)
29 de marzo de 2021

No tengo ningún problema en admitir que el presidente de los colombianos es un bobo, un pobre payaso, un político. Es como una mosca: va de cagada en cagada. Ni tan bobo, dirán algunos. Se beneficia él en primer lugar, se beneficia su círculo, se benefician los otros políticos porque trabajan en llave. Así son los políticos.

Pero también hay que admitir que hay otros aprovechándose de la situación y pescando en río revuelto. Tienen que armar el avispero porque les conviene. Porque hay bobos y hay zorros. Porque en Colombia elegimos al bobo para librarnos del zorro, que a estas alturas ya nos tendría sin gallinas.

Son una maravilla en la oposición, pero llegan al poder y hacen un gobierno mediocre. Todos son iluminados, sabios, honrados, salvadores, todos van a transformar el país, todos prometen.

Y lo peor de todo es que siempre hay pendejos que se creen sus cuentos. Nunca aprenden. Viven de la ilusión. Y todo político es, esencialmente, un ilusionista, un manipulador de la esperanza. En síntesis, una mierda.

Dan asco pero les resbala. El asco les resbala. Los políticos son cínicos por naturaleza.

No muchos discutirán que Bolsonaro es un arrogante, otro imbécil que no ha estado a la altura del cargo, otro Donald Trump. Pocos olvidarán la imagen del presidente de los brasileños con el tapabocas colgado de una oreja.

Me pregunto si habrá alguien que defienda a Maduro y que crea sus ridículas estadísticas de la pandemia, que son más falsas que una moneda de cuero. La respuesta: los chavistas. Defienden a Maduro tipos de su misma calaña. El chavismo no es más que un gobierno de porquería que sumió a Venezuela en la miseria. Otra Cuba. Otro estado totalitario.

¿Y López Obrador? Otro pendejo. Otro político haciendo populismo. ¿Ya no exhibe sus estampitas contra el coronavirus? ¿Ya se habrá dado cuenta que el virus no respeta creencias? ¿Ya dejaría la abrazadera y el manoseo de niños? En todo caso, pocos olvidarán a López Obrador enseñando una pinche estampa como un escudo contra el coronavirus.

El pasado 27 de marzo la Secretaría de Salud admitió públicamente que la cifra de muertos por Coronavirus en México es de 322.000.

Estaban hablando de 201.429, y ahora por fin se acercan a la verdad. Porque los muertos son más. Porque hay gente que murió en su casa, sin auxilio de nadie, sin hacer parte de una estadística.

En otras palabras, ahora México es el segundo país con más muertes, por detrás de Estados Unidos y por encima de Brasil. Y hay que tener en cuenta que la población de México es menor que la de Brasil.

La segunda ola de contagios golpeó con fuerza a México después de Navidad. Se murió hasta Armando Manzanero, el inmortal cantante de boleros. La cifra se disparó de tal manera que "México tuvo la mayor mortalidad en exceso del planeta".

Y llegó Semana Santa y habrá otra ola.


sábado, 27 de marzo de 2021

Casa de citas / Adam Zagajewski / Los libros de bolsillo

Adam Zagajewski

 


Adam Zagajewski
LOS LIBROS DE BOLSILLO

A diferencia de los pasajeros del metro de París que llevan consigo voluminosas novelas, a mí me gustaban los tomitos pequeños y finos que cabían fácilmente en el bolsillo. No me agradaban en absoluto los libros al estilo de las obras completas, gruesos como las campesinas vestidas con zamarras en invierno, ni tampoco me atraían especialmente los elegantes volúmenes de la Pléaide, cuyo papel biblia parecía otorgar a los autores laicos la autoridad y el aura de los profetas Jeremías o Samuel. ¡A fe que no es posible ir de paseo cargando con los pesados tomos de unas obras completas…! Los libros deberían ser tan movedizos como los pensamientos. Por eso yo era un gran admirador del ingeniosos invento de los livres de poche o pocket books, es decir, los libros de bolsillo. A diferencia de las largas novelas, aquellos tomitos delgados no tendían puentes entre un día y otro, y casi no requerían el uso de un punto. (¿Quién escribirá por fin una tesis doctoral sobre los puntos de libro? Los pasajeros del metro tenían puntos más interesantes cuya vida acostumbraba a durar más que la del libro: una vez leída, la novela perdía su valor, mientras que el punto se trasladaba triunfalmente al tomo nuevo, como un órgano trasplantado a un organismo ajeno). Los libros delgados y estrechos son amigables. ¡Más que amigables! Despliegan ante el lector imágenes a menudo desconocidas e iluminan con la luz de la linterna parajes nuevos, pero no le proporcionan más que momentos sueltos, no son puentes, sino ligeras pasarelas tendidas por encima de los torrentes alpinos. Sin embargo, la gran novela de Marcel Proust ocupa un lugar de excepción, es una novela que desarrolla una narración bien planteada, capaz de satisfacer no solamente a los pasajeros del metro, sino incluso a los que viajan en el Transiberiano. Y cuando, tras haber recorrido miles de kilómetros, llegamos por fin al último tomo —a El tiempo recobrado y sus conclusiones—, resulta que el verdadero protagonista de la epopeya es el instante, el momento, el momento de la visión o de la memoria recuperada, un momento de clarividencia, felicidad o arrobo místico. ¡La enorme maquinaria de la novela está al servicio de la gloria del momento! los juiciosos adeptos de la literatura épica, los pasajeros de los medios de transporte urbanos e internacionales, los que leen a bordo de los aviones y en las salas de espera de los médicos, deben considerar que Proust es un traidor: entregó el arsenal de la narración a los enemigos de las novelas interminables, se posicionó a favor del instante, de la llamarada y del deslumbramiento que, por definición, no pueden durar mucho. Tantos volúmenes, tantas vidas, y al final ¿qué? Un himno que glorifica el instante… Los lectores de talante épico debían estar furiosos. Esperaban un alud de generaciones de sabor dulce y amargo; esperaban encontrar cunas de recién nacidos y malas estrellas que se cernieran sobre ellas; esperaban angustia y consuelo, y ¿qué recibieron? Un instante. Proust no fue el único en defraudar a sus lectores: no en vano lo que mejor recordamos de Guerra y Paz son los momentos extraordinarios en los que el príncipe Andréi contemplaba el cielo y las nubes en pleno fragor de la batalla, ausentándose de este modo de la contienda y de la historia, abandonando a los rusos y a los franceses… En mi caótica biblioteca privada, había una sección especial para los libros pequeños, para aquellos tomitos portátiles donde moraban los poemas, los aforismos, las observaciones, los ensayos breves y las notas de los dietarios. Por ejemplo, la edición en miniatura de las poesías de Gottfried Benn. Aquel hombre pícnico en cuyo temperamento se mezclaba la indolencia con erupciones de genialidad raras, aunque muy convincentes —fue un dermatólogo mediocre que perdió su empleo en el hospital por no ser lo bastante cumplidor, un lector nada sistemático de la Nationalbibliothek de Berlín y un asiduo de las cervecerías baratas—, me venía que ni pintado para hacerme compañía durante mis largos paseos. En Benn, no había narración alguna, sino liturgia del momento, una confesión de fe en la experimentación fugaz e intensa del mundo, explosiones violentas o suaves (suponiendo que existan las explosiones suaves…), como por ejemplo en el poema “Pequeño aster”. Una poesía perfecta para las calles y los bulevares de París, y además útil en otras ciudades, Cracovia incluida […].

Adam Zagajewski
Una leve exageración


viernes, 26 de marzo de 2021

Casa de citas / Adam Zagajewski / La dualidad del mundo

 

Adam Zagajewski

Adam Zagajewski
LA DUALIDAD DEL MUNDO

Descubrimos la dualidad del mundo, por una parte, la imaginación; por otra, la obstinada realidad de una mañana de noviembre cuando ya han caído las hojas de los árboles. Durante mucho tiempo, no sabía qué era más importante, lo que existe o lo que no existe, la gente que va al trabajo temprano por la mañana, los hombres soñolientos que leen los grandes titulares de los periódicos deportivos y siguen las derrotas y las victorias de sus clubes preferidos de fútbol y las mujeres que dormitan en el autobús; o antes bien las cosas escondidas, la música y la luna, las ciudades que ya no existen, los cuadros de los grandes maestros, actuales y antiguos, en los museos. Y necesité muchos años para entender que hay que tener en consideración ambas caras de este dualismo desigual, puesto que vivimos en una ambivalencia eterna, no podemos olvidarnos del sufrimiento de la gente y de los animales, del mal, que es mucho más tenaz y astuto que los sueños que perseguimos.
No podemos olvidarnos del mal, de la injusticia que continuamente cambia de forma, de las cosas que perecen, pero tampoco de la felicidad, de las experiencias extáticas que los gruesos manuales de teoría política o de sociología no han llegado a prever.

jueves, 25 de marzo de 2021

Casa de citas / Adam Zagajewski / La poesía

 

Adam Zagajewski

Adam Zagajewski
LA POESÍA
La poesía no está de moda. Las novelas policíacas, las biografías de los tiranos, las películas americanas y las series de televisión británicas están de moda. La política está de moda. La moda está de moda. Las relaciones están de moda, la sustancia no está de moda. Los pantalones entubados, los vestidos con estampados de flores, las perlas en la ropa, los jerséis rojos, los abrigos a cuadros, las botines plateados y los pantalones vaqueros con apliques están de moda.
Las bicicletas y los patinetes están de moda, los maratones y los medio maratones, la marcha nórdica; no está de moda detenerse en medio de un prado primaveral ni la reflexión. La falta de movimiento es nociva para la salud, nos dicen los médicos. Un momento de reflexión es peligroso para la salud, hay que correr, hay que escapar de uno mismo.

miércoles, 24 de marzo de 2021

Casa de citas / Adam Zagajewski / Cracovia

Adam Zagajewski




Adam Zagajewski
CRACOVIA


Ahora vivo en Cracovia, y es una ciudad hermosa. Es el lugar en el que fui a la universidad. Llegué aquí cuando tenía dieciocho años. Me marché durante mucho tiempo y viví en París y en Estados Unidos. Pero ahora hace veinte años que volví. Debo decir que es mi casa. No es la casa de mi infancia, que estaba en Silesia. Tenía esa amargura del exilio, el niño estaba allí, vivía en aquel presente. Mis padres me decían: “No pienses que esta es tu casa. Estamos en el exilio”. Creo que este lugar es una casa, no una casa absoluta, porque tengo amigos que han nacido en Cracovia que recuerdan cosas que yo no puedo recordar, y siguen mirándome como un extraño porque llegué aquí cuando tenía dieciocho años y me dicen que no entiendo. Pero entiendo… Un día volvía a Lvov, amigos míos no entendían la ciudad, les dije que estuviesen atentos, que era un lugar increíble, que tenían que verlo… Es muy fácil llegar a una ciudad que no es tan bonita como París o no es tan rica como Londres, pero que tiene su propia belleza oculta. Intenté convencerles. “Mirad, el mundo está aquí. Este es el centro del mundo. Al menos ahora, para este momento”.

Adam Zagajewski: “El mundo hoy no es trágico sino dramático, porque está todo abierto”







martes, 23 de marzo de 2021

Poemas como heridas / Adam Zagajewski / Un poema chino

 


Adam Zagajewski

U N P O E M A C H I N O

Leo un poema chino

escrito hace mil años.

El autor habla de la lluvia

que cae toda la noche

sobre el techo de bambú de la barca,

y de la paz que finalmente

anidó en su corazón.

¿Será casualidad que vuelva a ser

noviembre, haya niebla

y una puesta de sol plomiza?

¿Será por azar

que otra vez alguien viva?

Los poetas dan mucha importancia

a los éxitos y a los premios,

pero otoño tras otoño los árboles

orgullosos van deshojándose

y si algo queda es el murmullo

delicado de la lluvia

en los poemas que no son

ni alegres ni tristes.

Tan sólo la pureza es invisible

y el atardecer, cuando luz y sombra

se olvidan de nosotros un momento,

ocupados en barajar secretos.




lunes, 22 de marzo de 2021

Poemas como heridas / Miriam Reyes / Te tengo todo marcado



Lovers
Egon Schiele


Miriam Reyes

TE TENGO TODO MARCADO

Te tengo todo marcado
como un yacimiento arqueológico.
No es extraer los restos de ti lo que persigo
-ruinas de una ciudad tallada en la arenisca-
lo que quiero es penetrarte
taladrar la piedra de tu cuerpo
y este sexo cóncavo de mujer
se vuelve inútil para mi deseo.
Cavo en tu ombligo
para entrar por el flujo de tu sangre.
Vacío mi espíritu como aire en tu boca
y te observo respirarme.
Ya sé que no necesito de piel para tocarte
no es eso
lo que yo quiero es hacerme
una cueva en tu cuerpo.
Flexiono tus rodillas bajo mis axilas
como los brazos de un taladro.
Las aceras que rompo
son las de tu calle.
Con mis pestañas barro
el polvo que levanto de tu frente
y no me detengo hasta que soy tú
y tu sexo es el mío hasta que soy yo
quien está dentro.



domingo, 21 de marzo de 2021

Poemas como heridas / Miriam Reyes / Cuando tu mano me toca

Ilustración de Mark Demsteader

Miriam Reyes
CUANDO TU MANO ME TOCA

Cuando tu mano me toca
graba en mí llagas
que pronto se convierten en grandes agujeros
infestados de todo tipo de criaturas repugnantes
(gusanos gordos como falos
penecillos con boca de pez...)

Cuando, satisfecho,
te vas seguro de haberme colmado de amor y de ti,
me quedo cubriendo de tristeza
un enorme vacío.

¿Qué puedes grabar en mis huesos
más fuerte que su propensión a eternizarse polvo?

sábado, 20 de marzo de 2021

Poemas como heridas / Miriam Reyes / Corté los hilos

Amando mi luna
Iris Serrano

Miriam Reyes
CORTÉ LOS HILOS



Corté los hilos limpié las huellas
detuve todo flujo que pudiera extenderse
del uno hacia el otro.
Barrí tu cuerpo de huesos y carne
fuera de mi cabeza.
Todo lo tibio también todo a la calle.
Y tú sigues repicando
incansable entre los tubos
vacíos de mis arterias.



viernes, 19 de marzo de 2021

Casa de citas / Alberto Moravia / El beso




Alberto Moravia
EL BESO

Cuanto me dispongo a explicar ahora, tal vez parezca largo: pero, en realidad, por la velocidad casi visionaria del recuerdo, duró sólo un instante. Así, mientras Rheingold inclinaba hacia mí su semblante sonriente, me volví a ver de nuevo, de pronto, en la estancia en que vivía realquilado, mientras dictaba un guión. Había llegado ya al final del dictado, que había durado varios días, y, sin embargo, no habría sabido decir si la mecanógrafa era o no bonita. Entonces, un pequeño incidente me abrió, por así decirlo, los ojos. Estaba mecanografiando no sé qué frase cuando, al inclinarme a mirar la hoja por encima de su hombro, vi que había cometido un error. Me incliné aún más y traté de corregir el error mecanografiando yo mismo la palabra. Pero, al hacerlo, le toqué, sin quererlo, la mano, que, según pude notar, era muy grande y fuerte, en extraño contraste con la exigüidad de su cuerpo. Y al tocarle la mano, me di cuenta de que no la retiraba. Mecanografié una segunda palabra, y de nuevo, esta vez no sin intención, le toqué los dedos. Entonces le miré a la cara y vi que ella me devolvía la mirada, con expresión de espera y casi de invitación. Noté también con sorpresa, como si fuese la primera vez que la veía, que era bonita, con una pequeña boca carnosa, nariz caprichosa, grandes ojos negros y exuberante cabellera negra, peinada hacia atrás. Pero su rostro pálido y delicado reflejaba una expresión descontenta, esquiva, despechada. Y he aquí un último detalle; cuando ella me habló, diciéndome con una mueca: «Perdone, me había distraído», me sorprendió el tono seco y preciso de su voz, francamente desagradable. La miré, pues, y vi que sostenía muy bien e incluso me devolvía la mirada, de una manera aún agresiva. Entonces debí de mostrar cierta turbación e incluso responderle mutuamente, porque desde aquel momento, durante muchos días, no hicimos más que mirarnos. O, mejor, era ella la que me miraba continua y descaradamente, con deliberada impudencia, cada vez que podía, buscando mis ojos cuando huían de los de ella, tratando de retenerlos cuando se encontraban con los suyos y sondeando en el interior de los míos cuando se fijaban en ellos.
    Como suele ocurrir, al principio, estas miradas fueron raras, y luego, cada vez más frecuentes. Finalmente, no sabiendo cómo evitarlas, me limité a dictarle paseando detrás de ella. Pero aquella tenaz coqueta encontró el modo de superar el obstáculo mirándome a través de un gran espejo colgado en la pared de enfrente, por lo cual, cada vez que yo levantaba la vista, encontraba invariablemente en aquel espejo sus ojos, que me miraban. Finalmente, ocurrió lo que ella deseaba que ocurriera. Un día en que, como de costumbre, me incliné tras su espalda para corregir un error, levanté los ojos hacia ella, nuestras miradas se encontraron y nuestras bocas se unieron un momento en un rápido beso. Lo primero que dijo ella tras el beso fue característico: «¡Menos mal! Ya empezaba a creer que no acabarías de decidirte».
    En resumidas cuentas, desde aquel momento parecía estar segura de haberme dominado; tan segura, que, tras el beso, no vaciló en pedirme otros y luego se puso a trabajar de nuevo. Yo quedé confuso y arrepentido. La muchacha me gustaba, sin duda, pues, de lo contrario, no la habría besado; pero también estaba seguro de que no la amaba y de que, en el fondo, aquel beso había sido arrancado por ella a mi vanidad masculina con su petulante y, para mí, halagadora insistencia. Desde entonces escribía sin mirarme ya, con la mirada baja, más bonita que nunca, con su cara redonda y pálida y su gran mata de pelo negro. Luego cometió, tal vez a propósito, otro error, y yo, de nuevo, traté de corregirlo inclinándome sobre ella. Pero ella vigilaba mis gestos, y tan pronto como tuvo mi cara cerca de la suya, se volvió de pronto, me rodeó el cuello con un brazo y atrajo al sesgo mi boca contra la suya. En aquel momento se abrió la puerta y entró Emilia.
    Cuanto ocurrió después no creo que sea necesario exponerlo detalladamente. Emilia se retiró en seguida, y yo, tras haber dicho a la muchacha apresuradamente: «Señorita, ha terminado por hoy el trabajo, puede marcharse a casa», salí corriendo del salón para ir en busca de Emilia, que estaba en el dormitorio. En realidad esperaba una escena de celos, pero, en cambio, Emilia se limitó a decirme, cuando entré: «Al menos podrías haberte quitado el carmín de los labios». Me lo quité y luego me senté a su lado, tratando de justificarme diciéndole la verdad. Ella me escuchó con una indefinible expresión de desconfianza recelosa y, en el fondo, indulgente, y, al fin, observó que si yo amaba de verdad a la mecanógrafa, no tendría más que decirlo y ella aceptaría, sin más, la separación. Pero dijo aquellas palabras sin acritud, con una especie de dulzura melancólica, como invitándome tácitamente a desmentirlas. Finalmente, tras muchas explicaciones y mucha desesperación (yo mismo estaba aterrado ante el pensamiento de que Emilia pudiera dejarme), pareció quedar convencida y, tras alguna repulsa y cierta resistencia, accedió a perdonarme. Aquel mismo día, por la tarde, en presencia de Emilia, telefoneé a la mecanógrafa para informarla de que ya no tenía necesidad de ella. La muchacha trató de arrancarme una cita fuera de casa; pero yo le contesté de una manera evasiva, y desde entonces no la volví a ver más.


Alberto Moravia / El desprecio VIII


jueves, 18 de marzo de 2021

Casa de citas / Alberto Moravia / El oficio de guionista

 


Alberto Moravia
EL OFICIO DE GUIONISTA

Quiero decir algo sobre el oficio de guionista, si no por otra cosa, por lo menos para que se entienda bien el sentimiento que experimentaba en aquel tiempo. Como es sabido, el guionista es aquel que escribe —casi siempre en colaboración con otro guionista y con el director— el guión, o sea, el cañamazo del cual se extraerá luego la película. En el guión, uno por uno, según los desarrollos de la acción, se indican minuciosamente los gestos y las palabras de los actores y los distintos movimientos del tomavistas. El guión es, pues, al mismo tiempo, drama, mímica, técnica cinematográfica, puesta en escena y dirección. Ahora bien, aunque la parte del guionista en la película sea de primordial importancia y venga inmediatamente después de la del director, por razones inherentes al desarrollo seguido hasta ahora por el arte del cine, queda siempre irremediablemente subordinada y oscura. En efecto, si juzgamos las artes desde el punto de vista de la expresión directa —y no se ve en realidad de qué otra forma podrían juzgarse—, el guionista es un artista que, aun dando a la película lo mejor de sí, no tiene ni siquiera el consuelo de saber que se ha expresado a sí mismo. Así, con todo su trabajo creador, sólo puede ser un proveedor de hallazgos, de invenciones, de sutilidades técnicas, psicológicas, literarias. Corresponde, pues, al director utilizar esta materia según su genio y, a fin de cuentas, expresarse. Por tanto, el guionista es el hombre que permanece siempre en la sombra; que da lo mejor de sí mismo para el éxito de los demás, y que, aunque la fortuna de la película dependa de él en dos terceras partes, no verá jamás su nombre en los carteles publicitarios, en los que, por el contrario, están indicados los del director, actores y productor. Desde luego, puede —como ocurre a menudo— alcanzar las más altas cumbres en este oficio subalterno, e incluso ser muy bien pagado. Pero jamás podrá decir: «Esta película la he hecho yo…, en esta película me he expresado…, esta película soy yo». Esto puede decirlo solamente el director, que, en efecto, es el único que firma la película.
    Por el contrario, el guionista debe contentarse con trabajar por el dinero que recibe, el cual lo quiera o no, acaba por convertirse en el verdadero y único objeto de su trabajo. De esta forma, al guionista lo único que le queda es gozar de la vida, si es capaz de ello, con ese dinero que es el único resultado de su trabajo, pasando de un guión a otro, de una comedia a un drama, de una película de aventuras a otra sentimental, sin interrupción, sin pausas, algo así como las institutrices, que pasan de un niño a otro y no tienen tiempo de cogerle cariño a uno, cuando han de dejarlo y volver a empezar con otro, y, al final, el fruto de sus esfuerzos va a parar íntegramente a la madre que es la única que tiene derecho a llamar hijo suyo al niño.
    Pero además de estos inconvenientes, llamémoslos así, fundamentales e inalterables, el oficio de guionista tiene otros que no resultan menos enojosos por el hecho de variar según la calidad y el género de la película, así como el carácter de los colaboradores. Al contrario del director, que goza frente al productor de gran autonomía y libertad, el guionista sólo puede aceptar o rechazar el guión que se propone. Pero una vez aceptado el guión, no puede en modo alguno escoger a sus colaboradores. Él es el elegido, no el que elige. De esta forma, según las simpatías, la conveniencia o el capricho del productor o, simplemente, el caso, el guionista se ve obligado a trabajar con personas que le son antipáticas, que son inferiores a él en cultura y educación, que lo irritan con tratos de carácter y maneras que no son de su gusto.
    Ahora bien, trabajar juntos en un guión no es como hacerlo, por ejemplo, en una oficina o en una fábrica, donde cada uno tiene su trabajo que hacer, independientemente del de su vecino, y donde las relaciones pueden ser reducidas a muy poca cosa, si no quedan abolidas por completo. Trabajar juntos en un guión quiere decir vivir juntos, desde la mañana a la noche, desposando y fundiendo la propia inteligencia, la propia sensibilidad y el propio ánimo con los de los otros colaboradores. Quiere decir, en suma, crear, durante los dos o tres meses que tarda en confeccionarse el guión, una ficticia y artificiosa intimidad, que tiene como único objeto la hechura de la película y, por tanto, en última instancia, como ya he dicho, el dinero. Además, esta intimidad es de la peor especie, o sea, la más agotadora, enervante y enojosa que imaginarse pueda, porque está fundada no sobre un trabajo silencioso —como puede ser el de científicos que se dedicasen juntos a cualquier experimento—, sino sobre la palabra. El director suele reunir a sus colaboradores ya desde las primeras horas de la mañana, pues así lo exige la brevedad del tiempo concedido a la confección del libreto; y desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, los guionistas no hacen más que hablar, casi siempre de cuestiones relacionadas con el trabajo, aunque a menudo, por volubilidad o cansancio, divagan juntos sobre los temas más dispares. Quién explica anécdotas licenciosas; quién expone sus ideas políticas: quién analiza psicológicamente a este o aquel conocido común; quién habla de actores o de actrices; quién, finalmente, se desahoga exponiendo su propio caso personal.
    Entretanto, en la sala en que se desarrolla el trabajo, la atmósfera se llena del humo de los cigarrillos, las tazas de café se amontonan sobre las mesas junto a las hojas del guión, y los guionistas que habían entrado por la mañana limpios, peinados y compuestos, se encuentran por la tarde desaliñados, en mangas de camisa, sudorosos y despeinados, peor que si hubiesen tenido que forzar a una mujer frígida y reacia. Y, en realidad, la forma mecánica y rutinaria en que se va confeccionando el guión, se asemeja notablemente a una especie de estupro del ingenio, originado más bien por la voluntad y el interés, que por cualquier clase de inspiración o simpatía. Naturalmente, puede ocurrir también que la película sea de calidad superior; que el director y sus colaboradores estén ya previamente unidos por una mutua estima y amistad y que, en suma, el trabajo se desarrolle en esas condiciones ideales que pueden darse en cualquier actividad humana, por muy ingrata que sea. Pero estas coincidencias son tan raras, como raras son las buenas películas.

***

Los guiones se parecen algo a los viejos tiros de caballos de cuatro en que había animales más fuertes o más voluntariosos que tiraban en realidad, mientras que los otros fingían tirar, cuando en realidad se dejaban arrastrar por sus compañeros.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Casa de citas / Alberto Moravia / El retrato de Emilia

Alberto Moravia
EL RETRATO DE EMILIA

 Y mientras, absorto en estos pensamientos, contemplaba la estancia, Emilia iba y venía para llevar a la sala de estar, después de la almohada, dos sábanas dobladas, que sacó del armario, una colcha y una bata. Aún estábamos a principios de octubre, la temperatura era agradable todavía, y ella daba vueltas por la casa con un camisón de gasa transparente. Aún no he descrito a Emilia, pero ahora voy a hacerlo, si no por otra cosa, por lo menos para explicar mis sentimientos de aquella noche.

    Emilia no era muy alta, pero para mí, a causa del amor que sentía por ella, era más alta y, sobre todo, más majestuosa que todas las mujeres que había conocido. No sabía decir si tal majestad era realmente propia de ella o si, por el contrario, se la atribuían mis embelesadas miradas. Sólo recuerdo que la noche de bodas, cuando se quitó los zapatos de tacón alto y me acerqué a ella en medio del dormitorio, la abracé y quedé oscuramente extrañado al comprobar que su frente apenas me llegaba a la altura del pecho y que mis hombros la rebasaban ampliamente. Pero más tarde, cuando estaba a mi lado, tendida sobre la colcha, tuve una nueva sorpresa: su cuerpo desnudo se me apareció grande, amplio, potente aunque supiera que, en realidad, no era en modo alguno gruesa. Tenía los más bellos hombros, los más bellos brazos, el cuello más bonito que haya visto jamás: redondos, llenos, de dibujo elegante y de movimientos lánguidos. Su cara era morena, de nariz pronunciada y de forma severa; la boca, carnosa, fresca, riente, con dos hileras de dientes de una blancura luminosa, siempre humedecida y brillante por la saliva; los ojos, muy grandes, de un bello color castaño dorado, de expresión sensual y, a veces, en los momentos de abandono, extrañamente descompuestos y extraviados.
    Como ya he dicho, no era verdaderamente hermosa. Sin embargo, a mí me lo parecía, no sé por qué motivo: tal vez por la flexible ligereza de su cintura, que hacía resaltar las formas de las caderas y del pecho; tal vez por su porte erecto y lleno de dignidad; tal vez por la arrogancia y fuerza juvenil de sus piernas largas, rectas y bien plantadas. En resumen, tenía ese aire de gracia y de majestad plácida que sólo puede dar la Naturaleza y que, por lo mismo, parece mucho más misteriosa e indefinible.
    Ahora bien, aquella noche, mientras ella iba y venía de la sala de estar al dormitorio, y yo la seguía con la mirada, no sabiendo qué decir, disgustado y embarazado a la vez, mis miradas pasaron de su rostro sereno a su cuerpo, que, a través del sutil velo de la camisa, aparecía en ocasiones con colores y contornos velados e interrumpidos. Y de pronto, la sospecha de que ya no me amase asaltó de nuevo mi mente de una manera repentina y obsesiva, como una sensación de imposibilidad de contacto y de comunión entre mi cuerpo y el suyo. Era una sensación que nunca había experimentado hasta entonces, y por un momento quedé aturdido e incrédulo a la vez. El amor es, sin duda, y sobre todo, sentimiento. Pero también, de un modo inefable y casi espiritual, comunión de los cuerpos: Precisamente aquella comunión de la que había gozado hasta entonces casi sin advertirlo, como de una cosa obvia y natural. Ahora bien, me daba cuenta de que aquella comunión podía haber dejado de existir, es más, no existía ya, como si mis ojos se hubiesen abierto, finalmente, ante un hecho claro y, sin embargo, invisible hasta aquel momento. Y yo, como quien advierte de pronto que está suspendido sobre un abismo, sentía, una especie de dolorosas náuseas ante el pensamiento de que nuestra intimidad, sin razón alguna, se hubiese convertido en extrañamiento, ausencia, separación.
    Me detuve a considerar este sentimiento desconcertante mientras Emilia, que se había metido en el cuarto de baño, se lavaba, como pude deducir por el ruido del agua que corría de los grifos. Experimentaba una aguda sensación de impotencia y, al mismo tiempo, un violento deseo de superarlo lo más pronto posible. Hasta entonces había amado a Emilia sin dificultades ni preocupaciones; y mi amor se había manifestado Siempre admirablemente, en un impulso irreflexivo, impetuoso, inspirado, que hasta entonces me había parecido que brotaba de mí. Y ahora, por primera vez, me daba cuenta de que este impulso dependía y se alimentaba de un impulso semejante por parte de Emilia, y temía, al verla tan cambiada, no ser ya capaz de amarla con la antigua facilidad, espontaneidad y naturalidad. En suma, temía que aquella admirable comunión, de la que sólo ahora me daba cuenta, fuese sustituida, por mi parte, por un acto de fría imposición, y, por parte de ella… Ignoraba cuál podría ser su actitud, pero intuía que si, por mi parte, como he dicho, llegara a una imposición, por su parte sólo podría darse una pasividad impartícipe, si no peor…
    En aquel momento, Emilia pasaba por mi lado, en una de sus idas y venidas por la estancia. Me puse de pie con un impulso casi involuntario y la aferré por un brazo, diciendo:
    —Ven aquí. Quiero hablarte.
    Ella reaccionó instantáneamente tirándose hacia atrás, pero en seguida cedió y fue a sentarse también en la cama, aunque a cierta distancia de mí:
    —¿Hablar? ¿De qué quieres hablarme?
    No sé por qué, pero de pronto sentí mi garganta atenazada por una repentina ansiedad. O tal vez era timidez, sentimiento ausente hasta entonces de nuestras relaciones y que, más que otra cosa, me parecía confirmar el cambio que habían experimentado. Dije:
    —Sí. Quiero hablarte. Tengo la impresión de que entre nosotros ha cambiado algo.
    Me lanzó una rápida mirada al sesgo y respondió con decisión:
    —No te entiendo. ¿Qué es lo que ha cambiado? No ha cambiado nada.
    —Yo no he cambiado, pero tú sí.
    —No he cambiado en modo alguno. Sigo siendo la misma.
    —Antes me querías más. Lamentabas que te dejara sola cuando tenía que salir. Además, no te molestaba dormir conmigo, sino todo lo contrario.
    —¡Ah, es por eso! —exclamó ella; pero noté que su tono no era tan seguro. Sabía que pensarías algo por el estilo. Pero ¿por qué no dejas de atormentarme de ese modo? No quiero dormir contigo, solamente porque quiero dormir, y a tu lado no puedo hacerlo. Eso es todo.
    Ahora sentía, de una manera extraña, que los argumentos y el mal humor se fundían rápidamente y se disolvían en la nada, como la cera ante el fuego. Ella estaba a mi lado, con aquella oscura y ajada camisa de dormir que parecía dejar transparentar sólo los colores y las formas más íntimas y secretas de su cuerpo. Y yo la deseaba, y me parecía extraño que no se diese cuenta de ello, que no callase y no me abrazase como había ocurrido en el pasado al simple encuentro de nuestras miradas turbadas. Por otra parte, este deseo me hacía esperar no sólo volver a encontrar el impulso de otro tiempo hacia ella, sino también suscitar en Emilia un impulso semejante hacia mí. Dije con voz muy baja:
    —Si no ha cambiado nada, pruébamelo.
    —Te lo estoy probando todos los días y a todas horas.
    —No; ahora.
    Y al decir esto, me incliné, y la aferré por los cabellos casi con violencia, tratando de besarla. Ella se dejó atraer dócilmente, pero en el último momento evitó el beso con un ligero movimiento de la cabeza, por lo que mis labios fueron a parar a su cuello.
    —¿No quieres que te bese?
    —No es eso —murmuró ella arreglándose los cabellos con su obstinada indolencia—. Si sólo fuese un beso, te lo daría de buena gana. Pero luego sigues…, y ya es tarde.
    Me sentí ofendido por aquellas palabras juiciosas y llenas de indiferencia.
    —Nunca es tarde para estas cosas. Entretanto, traté de besarla de nuevo, atrayéndola hacia mí por un brazo. Ella emitió un grito:
    —¡Ay, que me haces daño!
    En realidad, apenas la había tocado, y recordaba que, en el tiempo de nuestro amor, la apretaba a veces con fuerza entre mis brazos, sin arrancarle ni siquiera un suspiro. Exclamé irritado:
    —¡Antes no te hacía daño!
    —Tienes las manos de hierro —respondió ella— y no te das cuenta. De seguro que me habrás dejado una señal.
    Y dijo aquello con indolencia, pero, según pude advertir, sin coquetería alguna.
    —Pero, veamos —insistí bruscamente—, ¿quieres o no darme un beso?
    —Claro que sí; aquí lo tienes —se inclinó y, maternalmente, me dio un ligero beso en la frente. Y ahora déjame que me vaya a la cama. Es tarde…
    Yo no quería aquello. Y la aferré de nuevo con ambas manos bajo la cintura, allí donde el busto se insertaba en la amplitud de las caderas.
    —Emilia —dije inclinándome hacia ella, que se tiraba para atrás—, ése no es el beso que yo quiero de ti.
    Ella me rechazó, diciendo una vez más, ahora en tono francamente desairado:
    —¡Déjame, que me haces daño!
    —¡No es verdad, no puede ser verdad! —murmuré apretando los dientes y arrojándome sobre ella.
    Esta vez, ella se desasió de mí con dos o tres gestos enérgicos y simples, se puso de pie y, como decidiéndose de pronto, dijo sin pudor alguno:
    —Si quieres que hagamos el amor, hagámoslo de una vez, pero no me hagas daño. No puedo sufrir el sentirme estrechada de este modo.
    Quedé sin aliento. Aquella voz, su tono era realmente frío —no pude por menos de pensar—, práctico, sin participación sentimental alguna. Por un momento permanecí quieto, sentado en la cama, con las manos cogidas y la cabeza baja. Luego me llegó de nuevo su voz:
    —Bueno, ¿quieres que lo hagamos o no?
    Dije sin levantar la cabeza:
    —Sí, quiero —en voz baja.
    No era cierto, no la deseaba ya, pero quería sufrir hasta el fin aquella nueva y extraña sensación de alienamiento. Oí que ella me decía:
    —Muy bien —y luego la oí andar en torno a la cama, a mis espaldas. Sólo tenía que quitarse la camisa (pensé), y me acordé de que antes había contemplado este simple acto con ojos encandilados, como el ladrón del cuento cuando, una vez pronunciada la palabra mágica, ve abrirse lentamente la puerta de la cueva, que le revela el esplendor de maravillosos tesoros. Pero esta vez no quise mirar, porque comprendí que la habría contemplado con ojos distintos, no ya infantiles y puros, aunque anhelantes, sino crueles e indignos de ella y de mí, a causa de su indiferencia. Permanecí en la misma posición en que me encontraba, con la cabeza inclinada y las manos en las rodillas. Poco después noté que los muelles del colchón se hundían lentamente, pues ella subía a la cama y se tumbaba sobre la colcha. Oí luego algún ruido más, como el del que se acomoda, y luego dijo ella, siempre con aquella horrible voz nueva:
    —Ven. ¿Qué esperas?
    No me volví ni me moví. Pero me pregunté de pronto si siempre habían sido así nuestras relaciones. Sí —me contesté en seguida—, siempre habían sido poco más o menos así. Ella siempre se había desnudado y se había tendido en la cama. ¿Cómo habría podido ser de otra forma? Pero, al mismo tiempo, todo había sido distinto, Jamás antes había mostrado aquella docilidad mecánica, fría, impartícipe, que se traslucía en el tono de su voz e incluso de los crujidos del muelle de la cama y de la ropa al ser comprimida. Antes, todo se desarrollaba como en una nube de rapidez inspirada, de inconsciencia embriagada, de complicidad arrebatada. Ocurre a veces, cuando la mente se halla distraída por cualquier pensamiento profundo, que se deja un objeto cualquiera, un libro, un cepillo, un zapato, no se sabe dónde, y luego, una vez ha cesado la distracción, se busca en vano durante horas y, al fin, se encuentra en los sitios más singulares, casi inconcebibles, tanto, que a veces se requiere un esfuerzo físico para llegar a ellos. Así me había ocurrido a mí con el amor hasta entonces.
    Todo se había desarrollado siempre en una veloz, embriagada y encantada distracción, y siempre me había encontrado entre los brazos de Emilia casi sin poder recordar cómo había ocurrido y qué había hecho entre el momento en que nos habíamos sentado el uno frente al otro, tranquilos y sin deseos, y el instante en que nos encontrábamos apretados en el abrazo final. Ahora faltaba por completo esta distracción en ella y, por tanto, también en mí. Ahora habría podido observar con ojo frío, aunque excitado, sus gestos, de la misma forma que ella, sin duda, habría podido, a su vez, observar los míos. De pronto, la sensación que se delineaba cada vez más clara en mi ánimo, rabioso y disgustado, adoptó el carácter de una imagen precisa: ya no me encontraba frente a la mujer que amaba y que me amaba, sino más bien frente a una prostituta algo impaciente e inexperta, que se aprestaba a someterse pasivamente a mi posesión y que sólo esperaba que fuese breve y la cansara poco. Por un momento tuve ante mis ojos esta imagen como una aparición, y luego sentí que —por así decirlo— desaparecía de mi vida para dar la vuelta, quedar a mis espaldas y formar un todo con Emilia, tumbada detrás de mí en la cama. En el mismo instante, me puse de pie, siempre sin volverme, y dije:
    —No importa. Ya no tengo ganas… Me iré a dormir a la sala de estar. Tú quédate aquí —y, de puntillas, me dirigí hacia la puerta de la sala.
    El sofá-cama estaba preparado, con el embozo de las sábanas abierto y la camisa de Emilia extendida sobre la colcha, con las mangas separadas. Cogí la camisa, las zapatillas —que había dejado en el suelo— y la bata —que había dispuesto en el respaldo de una butaca—, volví a la habitación y dejé todo en una silla. Pero esta vez no pude por menos de levantar los ojos y mirarla. Estaba aún en la misma posición que había adoptado cuando se tumbó y me dijo: «Vamos, ven»: completamente desnuda, con un brazo bajo la nuca, la cara vuelta hacia mí, los ojos bien abiertos, pero indiferentes y como sin mirada, y el otro brazo tendido a través de su cuerpo fino, para cubrir el pubis con la mano. Pensé que aquella vez no era ya la prostituta, sino la imagen de un espejismo, circuida por un aire de imposibilidad y de nostalgia, remota, como si no hubiese estado a pocos pasos de mí, sino en alguna remotísima región, fuera de la realidad y de mis sentimientos.


Alberto Moravia / El desprecio IV





martes, 16 de marzo de 2021

Casa de citas / Alberto Moravia / Dormir juntos

 


Alberto Moravia
DORMIR JUNTOS

Una semana después nos mudarnos al apartamento, completamente amueblado. Este apartamento, causa de tantas preocupaciones para mí, no era en realidad ni grande ni lujoso. Tenía sólo dos estancias: una amplia sala de estar, más larga que ancha, y un dormitorio, también de grandes proporciones. El cuarto de baño, la cocina y el dormitorio de la criada eran muy pequeños, reducidos, como en todas las casas modernas, a las proporciones indispensables. Además, había una pequeña pieza, sin ventanas, de la que Emilia quería hacer su vestuario.
    El apartamento se encontraba en el último piso de una casa de reciente construcción, bruñida y blanca como si hubiera sido hecha de yeso, situada en una callejuela que formaba ligera pendiente. Todo un flanco de la calle estaba ocupado por una hilera de casas semejantes a la nuestra, mientras que a lo largo del otro corría el muro que cercaba el parque de una villa privada, del que emergían las ramas de grandes y frondosos árboles. Era una vista bellísima, como hice observar a Emilia, y casi podíamos tener la ilusión de que aquel parque —en el que se podían entrever, acá y allá, donde el arbolado era menos denso, senderos serpenteantes, fuentes y plazoletas— no estaba separado de nosotros por una calle y un muro y de que podíamos bajar y pasear por él tantas veces como lo deseáramos.
    Nos mudamos al apartamento por la tarde, yo tuve mucho quehacer durante el día y no recuerdo dónde cenamos ni con quién. Sólo recuerdo que, hacia medianoche, estaba de pie en el dormitorio, ante el espejo de tres caras, mirándome y quitándome lentamente la corbata. De pronto vi a Emilia, a través del espejo, coger una almohada de la cama de matrimonio y dirigirse hacia la puerta de la sala de estar. Le pregunté, sorprendido:
    —Pero ¿qué haces?
    Hablé sin moverme. Sin dejar de mirar a través del espejo, la vi detenerse en el umbral y volverse para decirme, en tono casual:
    —¿No te molestarás si duermo en el sofá-cama de la sala de estar?
    —¿Sólo por esta noche? —pregunté sorprendido y sin lograr entender lo que pretendía.
    —No; para siempre —respondió ella apresuradamente. A decir verdad, deseaba una casa nueva también para esto. No acabo de acostumbrarme a dormir con la ventana abierta, como a ti te gusta. Me despierto todas las mañanas al canto del gallo, luego no puedo volver a dormirme y paso todo el día cayéndome de sueño. Dime, ¿te disgusta que lo haga? Creo que es mucho mejor que durmamos separados.
    Yo tardaba en comprender, y al principio sentí sólo una oscura irritación, por una novedad tan imprevista. Dirigiéndome a ella, le dije:
    —Pero eso no puede ser… Tenemos sólo dos estancias: en una está la cama, y en la otra sólo hay butacas y el sofá. ¿Por qué? Además, dormir en un sofá, aunque sea convertible en cama, no es nada cómodo.
    —Nunca he tenido el valor de decírtelo —respondió ella bajando los ojos y sin mirarme.
    —Nunca te has quejado durante estos años —insistí. Creí que ya te habías acostumbrado.
    Ella levantó la cabeza, contenta, según me pareció, de que dirigiese la conversación hacia aquel tema.
    —Nunca he podido acostumbrarme. Siempre he dormido mal. Además, últimamente me siento muy nerviosa, porque en realidad casi no duermo nada. Si por lo menos nos acostáramos pronto… Pero, sea por lo que fuere, siempre nos metemos tarde en la cama, y entonces…
    No acabó la frase e hizo un ademán de dirigirse hacia la sala de estar. La alcancé y le dije apresuradamente:
    —Espera. Si quieres, puedo muy bien renunciar a dormir con la ventana abierta. ¿Entendido? De ahora en adelante dormiremos con la ventana cerrada.
    Mientras hablaba, me di cuenta de que aquella proposición no era sólo una demostración de afectuosa flexibilidad. En realidad —pensé— quería ponerla a prueba. La vi mover la cabeza y responder con un ligero suspiro:
    —No… ¿Por qué has de sacrificarte? Siempre has dicho que con las ventanas cerradas te sofocas. Es mejor que durmamos separados.
    —Te aseguro que será para mí un sacrificio sin importancia. Me acostumbraré.
    Pareció titubear, y luego dijo con imprevista firmeza:
    —No, no quiero ningún sacrificio, ni grande ni pequeño. Dormiré en la sala de estar.
    —¿Y si te dijera que eso no me gusta y que quiero que duermas conmigo?
    Titubeó de nuevo, y luego, con el tono afable que le era habitual, dijo:
    —Ricardo, ¿ves cómo eres? No quisiste hacer este sacrificio hace dos años, cuando nos casamos, y ahora quieres hacerlo a toda costa. ¿Por qué? ¿Qué más te da? Muchos duermen separados y no dejan de quererse por eso. Así estarás más libre por la mañana cuando te levantes para ir a trabajar…, y no me despertarás.
    —Pero acabas de decirme que te despiertas al canto del gallo, y yo no salgo nunca de casa a esa hora…
    —¡Uf, qué pesado eres! —exclamó.
    Y esta vez, sin hacerme más caso, salió de la estancia.
    Al quedar solo, me senté en la cama, que, desguarnecida de una de las almohadas, sugería ya la idea de la separación y el abandono, y quedé un momento como obnubilado, con la mirada fija en la puerta abierta por la que había desaparecido Emilia. Una pregunta acudió a mi mente. Emilia, ¿no quería seguir durmiendo conmigo porque en realidad la molestaba la luz del día, o simplemente porque no quería dormir más a mi lado? Me inclinaba por la segunda hipótesis, aunque con todo mi corazón quería creer en la primera. Sin embargo, sentía que si hubiese aceptado la explicación de Emilia, me habría quedado una duda. No me lo confesaba, pero la pregunta final era ésta: ¿Acaso ha dejado de amarme Emilia?