martes, 30 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / Mi alma



Juan Rulfo
MI ALMA

Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: “Aquí se acaba el camino —le dije—. Ya no me quedan fuerzas para más.” Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.


Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, p.61


lunes, 29 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / El gato



Juan Rulfo
EL GATO

1

Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda, extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, bajo los arcos del portal, y esperan.

      La lluvia sigue cayendo sobre los charcos.
      Entre surcos, donde está naciendo el maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no han venido hoy al mercado, ocupados en romper sus surcos para que el agua busque nuevos cauces y no arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando en la tierra anegada, bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con sus manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo.
      Los indios esperan. Sienten que es un mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus mojados gabanes de paja; no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al cielo, que no suelta sus nubes.
      Nadie viene. El pueblo parece estar solo. La mujer les encargó un poco de hilo de remiendo y algo de azúcar, y de ser posible y de haber, un cedazo para colar el atole. El gabán se les hace pesado de humedad conforme se acerca el mediodía. Platican, se cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por el rocío. Piensan: “Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer.”
      Justina Díaz, cubierta con paraguas, venía por la calle derecha que viene de la Media Luna, rodeando los chorros que borbotaban sobre las banquetas. Hizo la señal de la cruz y se persignó al pasar por la puerta de la iglesia mayor. Entró en el portal. Los indios voltearon a verla. Vio la mirada de todos como si la escudriñaran. Se detuvo en el primer puesto, compró diez centavos de hojas de romero, y regresó, seguida por las miradas en hilera de aquel montón de indios.
      “Lo caro que está todo en este tiempo —dijo, al tomar de nuevo el camino hacia la Media Luna—. Este triste ramito de romero por diez centavos. No alcanzará ni siquiera para dar olor.”
      Los indios levantaron su puestos al oscurecer. Entraron en la lluvia con sus pesados tercios a la espalda; pasaron por la iglesia para rezarle a la Virgen, dejándole un manojo de tomillo de limosna. Luego enderezaron hacia Apango, de donde habían venido. “Ahi será otro día”, dijeron. Y por el camino iban contándose chistes y soltando la risa.
      Justina Díaz entró en el dormitorio de Susana San Juan y puso el romero sobre la repisa. Las cortinas cerradas impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad sólo veía las sombras, sólo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida; ella deseaba que siempre estuviera dormida. Las sintió así y se alegró. Pero entonces oyó un suspiro lejano, como salido de algún rincón de aquella pieza oscura.
      —¡Justina! —le dijeron.
      Ella volvió la cabeza. No vio a nadie; pero sintió una mano sobre su hombro y la respiración de sus oídos. La voz en secreto: “Vete de aquí, Justina. Arregla tus enseres y vete. Ya no te necesitamos.”
      —Ella sí me necesita —dijo, enderezando el cuerpo—. Está enferma y me necesita.
      —Ya no, Justina. Yo me quedaré aquí a cuidarla.
      —¿Es usted, don Bartolomé? —y no esperó la respuesta. Lanzó aquel grito que bajó hasta los hombres y las mujeres que regresaban de los campos y que los hizo decir: “Parece ser un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano.”
      La lluvia amortigua los ruidos. Se sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida.
      —¿Qué te pasa, Justina? ¿Por qué gritas? —preguntó Susana San Juan.
      —Yo no he gritado, Susana. Has de haber estado soñando.
      —Ya te he dicho que yo no sueño nunca. No tienes consideración de mí. Estoy muy desvelada. Anoche no echaste fuera al gato y no me dejó dormir.
      —Durmió conmigo, entre mis piernas. Estaba ensopado y por lástima lo dejé quedarse en mi cama; pero no hizo ruido.
      —No, ruido ni hizo. Sólo se la pasó haciendo circo, brincando de mis pies a mi cabeza, y maullando quedito como si tuviera hambre.
      —Le di bien de comer y no se despegó de mí en toda la noche. Estás otra vez soñando mentiras, Susana.
      —Te digo que pasó la noche asustándome con sus brincos. Y aunque sea muy cariñoso tu gato, no lo quiero cuando estoy dormida.
      —Ves visiones, Susana.Eso es lo que pasa. Cuando venga Pedro Páramo le diré que ya no te aguanto. Le diré que me voy. No faltará gente buena que me dé trabajo. No todos son maniáticos como tú, ni se viven mortificándola a una como tú. Mañana me iré y me llevaré al gato y te quedarás tranquila.
      —No te irás de aquí, maldita y condenada Justina. No te irás a ninguna parte porque nunca encontrarás quien te quiera como yo.
      —No, no me iré, Susana. No me iré. Bien sabes que estoy aquí para cuidarte. No importa que me hagas renegar, te cuidaré siempre.
      La había cuidado desde que nació . La había tenido entre sus brazos. La había enseñado a andar. A dar esos pasos que a ella le parecían eternos. Había visto crecer su boca y sus ojos “como de dulce”. “El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y Azul. Revuelto con menta y yerbabuena.” Le mordía las piernas. La entretenía dándole de mamar sus senos, que no tenían nada, que eran como de juguete. “Juega —le decía—, juega con este juguetito tuyo.” La hubiera apachurrado y hecho pedazos.
      Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra.
      Las sábanas estaban frías de humedad. Los caños borbotaban, hacían espuma, cansados de trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía corriendo, diluviando en incesantes burbujas.

2

      Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.
      Susana San Juan se levantó despacio. Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la cama. Allí estaba otra vez el peso, en sus pies, caminando por la orilla de su cuerpo; tratando de encontrarle la cara:
      —¿Eres tú, Bartolomé? —preguntó.
      Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre las hojas de los plátanos, hirviendo en su propio hervor.
      Se durmió y no despertó hasta que la luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de rocío entre la gris mañana de un nuevo día. Gritó:
      —¡Justina!
      Y ella apareció en seguida, como si ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en una frazada.
      —¿Qué quieres, Susana?
      —El gato. Otra vez ha venido.
      —Pobrecita de ti, Susana.
      Se recostó sobre su pecho, abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y le preguntó:
      —¿Por qué lloras? Le diré a Pedro Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada de los sustos que me da tu gato. No te pongas así, Justina.
      —Tu padre ha muerto, Susana. Antenoche murió, y hoy han venido a decir que nada se puede hacer; que ya lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era muy largo. Te has quedado sola. Susana.
      —Entonces era él —y sonrió—. Viniste a despedirte de mí —dijo, y sonrió.


Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 89-94





jueves, 25 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / Susana San Juan



Pedro Páramo
SUSANA SAN JUAN

Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.
      Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño... Creo sentir la pena de su muerte... Pero esto es falso.
      Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.
       Siento el lugar en que estoy y pienso...
      Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio.
      El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos.
      Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época.
      En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo.
      Mi madre murió entonces.
      Que yo debía haber gritado: que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras tú querido que fuera. ¿Pero acaso no era alegre aquella mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de los días. ¿Pero por qué iba a llorar?
      ¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías. Y mi madre sola, en medio de los cirios; su cara pálida y sus dientes blancos asomándose apenitas entre sus labios morados, endurecidos por la amoratada muerte. Sus pestañas ya quietas; quieto ya su corazón. Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que ella oyera nada sin que tú y yo oyéramos nada, todo perdido en la sonoridad del viento debajo de la noche. Planchaste su vestido negro, almidonando el cuello y el puño de sus mangas para que sus manos se vieran nuevas, cruzadas sobre su pecho muerto, su viejo pecho amoroso sobre el que dormí en un tiempo y que me dio de comer y que palpitó para arrullar mis sueños.
      Nadie vino a verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si fuera un bien. Nadie anda en busca de tristezas.
      Tocaron la aldaba. Tú saliste.
      —Ve tú —te dije—. Yo veo borrosa la cara de la gente. Y haz que se vayan. ¿Que vienen por el dinero de las misas gregorianas? Ella no dejó ningún dinero. Díselos, Justina. ¿Que no saldrá del purgatorio si no le rezan esas misas? ¿Quiénes son ellos para hacer la justicia, Justina? ¿Dices que estoy loca? Está bien.
      —Y tus sillas se quedaron vacías hasta que fuimos a enterrarla con aquellos hombres alquilados, sudando por un peso ajeno, extraños a cualquier pena. Cerraron la sepultura con arena mojada; bajaron el cajón despacio, con la paciencia de su oficio, bajo el aire que les refrescaba su esfuerzo. Sus ojos fríos, indiferentes. Dijeron: "Es tanto." Y tú les pagaste, como quien compra una cosa desanudando tu pañuelo húmedo de lágrimas, exprimido y vuelto a exprimir y ahora guardando el dinero de los funerales...
      Y cuando ellos se fueron, te arrodillaste en el lugar donde había quedado su cara y besaste la tierra y podrías haber abierto un agujero, si yo no te hubiera dicho: “Vámonos, Justina, ella está en otra parte, aquí no hay más que una cosa muerta.”


Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 79-81



martes, 23 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / La ilusión


Juan Rulfo
LA ILUSIÓN

¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido.


Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, p.61


lunes, 22 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / La muerte de Juan Preciado



Juan Rulfo
LA MUERTE DE JUAN PRECIADO

El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. de su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
      Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.
      Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.
      No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que caía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
      Digo para siempre.
      Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolinos sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.

Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, p.61


domingo, 21 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / Hermanos

Nude on bed
Spencer Gore



Juan Rulfo
HERMANOS

1

Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas:
                                    Mi novia me dio un pañuelo
                                     con orillas de llorar...

      En falsete. Como si fueran mujeres las que cantaran.
      Vi pasar las carretas. Lo bueyes moviéndose despacio. El crujir de las piedras bajo las ruedas. Los hombres como si vinieran dormidos.
      “... Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. Llegan de todas partes, copeteadas de salitre, de mazorcas, yerba de pará. Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele a pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allá te acostumbrarás a los ‘derrepentes’, mi hijo.”
      Carretas vacías remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras.
      Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros.
      Entonces alguien me tocó los hombros.
      —¿Qué hace usted aquí?
      —Vine a buscar... —y ya iba a decir a quién, cuando me detuve—: vine a buscar a mi padre.
      —¿Y por qué no entra?
      Entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer.
      —¿No están ustedes muertos? —les pregunté.
      Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente.
      —Está borracho —dijo el hombre.
      —Solamente está asustado —dijo la mujer.
      Había un aparato de petróleo. Había una cama de otate, y un equipal en que estaban las ropas de ella. Porque ella estaba en cueros, como Dios la echó al mundo. Y él también.
      —Oímos que alguien se quejaba y daba de cabezazos contra nuestra puerta. Y allí estaba usted. ¿Qué es lo que le ha pasado?
      —Me han pasado tantas cosas, que mejor quisiera dormir.
      —Nosotros ya estábamos dormidos.
      —Durmamos, pues.

2

       La madrugada fue apagando mis recuerdos.
      Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.
      —¿Quién será? —preguntaba la mujer.
      —Quién sabe —contestaba el hombre.
      —¿Cómo vendría a dar aquí?
      —Quién sabe.
      —Como que le oí decir algo de su padre.
      —Yo también le oí decir eso.
      —¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso.
      —Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece.
      —Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡ Levántate!
      —¿Y para qué quieres que me levante?
      —No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué.
      —En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir. Fue lo único que dijo.
      Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño. Y al rato otra vez:
      —Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas.
      —¿Qué preguntas puede hacernos?
      —Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no?
      —Déjalo. Debe estar muy cansado.
      —¿Crees tú?
      —Ya cállate, mujer.
      —Mira, se mueve. ¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.
      —¿Qué te ha sucedido a ti?
      —Aquello.
      —No sé de qué hablas.
      —No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.
      —¿De cuál eso?
      —De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho.
      —¿Y hasta ahora vienes con ese cuento? ¿Por qué no te duermes y me dejas dormir?
      —Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. ¡ Ándale! Ya va siendo hora de que te levantes.
      —Déjame en paz, mujer.
      El hombre pareció dormir. La mujer siguió rezongando; pero con voz muy queda:
      —Ya debe haber amanecido, porque hay luz. Puedo ver a ese hombre desde aquí, y si lo veo es porque hay luz bastante para verlo. No tardará en salir el sol. Claro, eso no se pregunta. Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga... Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma.
      Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía:
      —Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciéndose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú ni lo reconociste.
      —Debe ser un pobre hombre. ¡Duérmete y déjanos dormir!
      —¿Y por qué me voy a dormir, si no tengo sueño?
      —¡Levántate y lárgate a donde no des guerra!
      —Eso haré. Iré a prender la lumbre. Y de paso le diré a ese fulano que venga a acostarse aquí contigo, en el lugar que yo voy a dejarle.
      —Díselo.
      —No podré. Me dará miedo.
      —Entonces vete a hacer tu quehacer y déjanos en paz.
      —Eso haré.
      —¿Y qué esperas?
      —Ya voy.
      Sentí que la mujer bajaba de la cama. Sus pies descalzos taconeaban el suelo y pasaban por encima de mi cabeza. Abrí y cerré los ojos.
      Cuando desperté, había un sol de mediodía. Junto a mí, un jarro de café. Intenté beber aquello. Le di unos sorbos.
      —No tenemos más. Perdone lo poco. Estamos tan escasos de todo, tan escasos...
      Era una voz de mujer.
      —No se preocupe por mí —le dije—. Por mí no se preocupe. Estoy acostumbrado. ¿Cómo se va uno de aquí?
      —¿Para dónde?
      —Para donde sea.
      —Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para dónde irá —y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto—. Este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.
      —Quizá por ése fue por donde vine.
      —¿Para dónde va?
      —Va para Sayula.
       —Imagínese usted. Yo que creía que Sayula quedaba de este lado. Siempre me ilusionó conocerlo. Dicen que por allá hay mucha gente, ¿no?
      —La que hay en todas partes.
      —Figúrese usted. Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea tantito de la vida.
      —¿A dónde fue su marido?
      —No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa. ¿ Que adónde fue? De seguro a buscar un becerro cimarrón que anda por ahi desbalagado. Al menos eso me dijo.
      —¿Cuánto hace que están ustedes aquí?
      —Desde siempre. Aquí nacimos.
      —Debieron conocer a Dolores Preciado.
      —Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he estado sempiternamente... Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo mujer. Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? -y se acercó a donde le daba el sol-. ¡Mírame la cara!
      Era una cara común y corriente.
      —¿Qué es lo que quiere que le mire?
      —¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de jiote que me llenan de arriba a abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.
      —¿Y quién la puede ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a nadie.
      —Eso cree usted: pero todavía hay algunos. ¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, Si Melquiades, si Prudencio, el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no sé qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de Padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:
      “—Eso no se perdona —me dijo.
      “—Estoy avergonzada.
      “—No es el remedio.
      “—¡Cásenos usted!
      “—¡Apártense!
      “—Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quien confirmar cuando regrese.
      “—Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.
      “—Pero ¿cómo viviremos?
      “—Como viven los hombres.”
      Y se fue, montando en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye usted?
      —Sí, lo oigo.
      —Es él.
      Se abrió la puerta.
      —¿Qué pasó con el becerro? —preguntó ella.
      —Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde asiste. Hoy en la noche lo agarraré.
      —¿Me vas a dejar sola a la noche?
      —Puede ser que sí.
      —No podré soportarlo. Necesito tenerte conmigo. Es la única hora que me siento tranquila. La hora de la noche.
      —Esta noche iré por el becerro.
      —Acabo de saber —intervine yo— que son ustedes hermanos.
      —¿Lo acaba de saber? Yo lo sé mucho antes que usted. Así que mejor no intervenga. No nos gusta que se hable de nosotros.
      —Yo lo decía en un plan de entendimiento. No por otra cosa.
      —¿Qué entiende usted?
      Ella se puso a su lado, apoyándose en sus hombros y diciendo también:
      —¿Qué entiende usted?
      —Nada —dije—. Cada vez entiendo menos —y añadí—: Quisiera volver al lugar de donde vine. Aprovecharé la poca luz que queda del día.
      —Es mejor que espere —me dijo él—. Aguarde hasta mañana. No tarda en oscurecer y todos los caminos están enmarañados de breñas. Puede usted perderse. Mañana yo lo encaminaré.
      —Está bien.




3

Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día. Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna.

      El hombre y la mujer no estaban conmigo. Salieron por la puerta que daba al patio y cuando regresaron ya era de noche. Así que ellos no supieron lo que había sucedido mientras andaban afuera.
      Y esto fue lo que sucedió:
      Viniendo de la calle, entró una mujer en el cuarto. Era vieja de muchos años, flaca como si le hubieran achicado el cuerpo. Entró y paseó sus ojos redondos por el cuarto. Tal vez hasta me vio. Tal vez creyó que yo dormía.Se fue derecho a donde estaba la cama y sacó de debajo de ella una petaca. La esculcó. Puso unas sábanas debajo de su brazo y se fue andando de puntitas como para no despertarme.
      Yo me quedé tieso, aguantando la respiración, buscando mirar hacia otra parte. Hasta que al fin logré torcer la cabeza y ver hacia allá, donde la estrella de la tarde se había juntado con la luna.
      —¡Tome esto! —oí.
      No me atrevía a volver la cabeza.
      —¡Tómelo! Le hará bien. Es agua de azahar. Sé que está asustado porque tiembla. Con esto se le bajará el miedo.
      Reconocí aquellas manos y al alzar los ojos reconocí la cara. El hombre, que estaba detrás de ella, preguntó:
      —¿Se siente usted enfermo?
      —No sé. Veo cosas y gente donde quizá ustedes no vean nada. Acaba de estar aquí una señora. Ustedes tuvieron que verla salir.
      —Vente —le dijo él a la mujer—. Déjalo solo. Debe ser un místico.
      —Debemos acostarlo en la cama. Mira cómo tiembla, de seguro tiene fiebre.
      —No le hagas caso. Estos sujetos se ponen en ese estado para llamar la atención. Conocí a uno en la Media Luna que se decía adivino. Lo que nunca adivinó fue que se iba a morir en cuanto el patrón le adivinó lo chapucero. Ha de ser un místico de ésos. Se pasan la vida recorriendo los pueblos “a ver lo que la Providencia quiera darles”; pero aquí no va a encontrar ni quien le quite el hambre. ¿Ves cómo ya dejó de temblar? Y es que nos está oyendo.


4

      Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de los tordos. Y en seguida la tarde todavía llena de luz.
      Las paredes reflejando el sol de la tarde. Mis pasos rebotando contra las piedras. El arriero que me decía: “¡Busque a doña Eduviges, si todavía vive!”
      Luego un cuarto a obscuras. Una mujer roncando a mi lado. Noté que su respiración era dispareja como si estuviera entre sueños, más bien como si no durmiera y sólo imitara los ruidos que produce el sueño. La cama era de otate cubierta con costales que olían a orines, como si nunca los hubieran oreado al sol; y la almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan sudada que se había endurecido como leño.
      Junto a mis rodillas sentí las piernas desnudas de la mujer, y junto a mi cara su respiración. Me senté en la cama apoyándome en aquél como adobe de la almohada.
      —¿No duerme usted? —me preguntó ella.
      —No tengo sueño. He dormido todo el día. ¿Dónde está su hermano?
      —Se fue por esos rumbos. Ya usted oyó adónde tenía que ir. Quizá no venga esta noche.
      —¿De manera que siempre se fue? ¿A pesar de usted?
      —Sí. Y tal vez no regrese. Así comenzaron todos. Que voy a ir aquí, que voy a ir más allá. Hasta que se fueron alejando tanto, que mejor no volvieron. Él siempre ha tratado de irse, y creo que ahora le ha llegado su turno. Quizá sin yo saberlo, me dejó con usted para que me cuidara. Vio su oportunidad. Eso del becerro cimarrón fue sólo un pretexto. Ya verá usted que no vuelve.
      Quise decirle: “Voy a salir a buscar un poco de aire, porque siento naúseas”; pero dije:
      —No se preocupe. Volverá.
      Cuando me levanté, me dijo:
      —He dejado en la cocina algo sobre las brasas. Es muy poco; pero es algo que puede calmarle el hambre.
      Encontré un trozo de cecina y encima de las brasas unas tortillas.
      —Son cosas que le pude conseguir —oí que me decía desde allá—.Se las cambié a mi hermana por dos sábanas limpias que yo tenía guardadas desde el tiempo de mi madre. Ella ha de haber venido a recogerlas. No se lo quise decir delante de Donis; pero ella fue la mujer que usted vio y que lo asustó tanto.
      Un cielo negro, lleno de estrellas. Y junto a la luna la estrella más grande de todas.


5

      Regresé al mediotecho donde dormía aquella mujer y le dije:
      —Me quedaré aquí, en mi mismo rincón. Al fin y al cabo la cama está igual de dura que el suelo. Si algo se les ofrece, avíseme.
      Ella me dijo:
      —Donis no volverá. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse. Ahora tú te encargarás de cuidarme. ¿O qué no quieres cuidarme? Vente a dormir aquí conmigo.
      —Aquí estoy bien.
      —Es mejor que te subas a la cama. Allí te comerán las turicatas.
      Entonces fui y me acosté con ella.


6

“Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba en mis cabales, recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por la mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frío. Desde que salí de la casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba más y más, hasta que se enchinó el pellejo. Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza. ¿De modo que siempre volvió Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver.”

Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 50-61, 63


sábado, 20 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / Chona




Juan Rulfo
CHONA

  —... Mañana, en amaneciendo, te irás conmigo, Chona. Ya tengo aparejadas las bestias.
      —¿ Y si mi padre se muere de rabia? Con lo viejo que está... Nunca me perdonaría que por mi causa le pasara algo. Soy la única gente que tiene para hacerle hacer sus necesidades. Y no hay nadie más. ¿Qué prisa corres para robarme? Aguántate un poquito. Él no tardará en morirse.
      —Lo mismo me dijiste hace un año. Y hasta me echaste en cara mi falta de arriesgue, ya que tú estabas, según eso, harta de todo. He aprontado las mulas y están listas. ¿Te vas conmigo?
      —Déjamelo pensar
      —¡Chona! No sabes cuánto me gustas. Yo no puedo aguantar las ganas, Chona. Así que te vas conmigo o te vas conmigo.
      —Déjamelo pensar. Entiende. Tenemos que esperar a que él muera. Le falta poquito. Entonces me iré contigo y no necesitarás robarme.
      —Eso me dijiste también hace un año.
      —¿Y qué?
      —Pues que he tenido que alquilar las mulas. Ya las tengo. Nomás te están esperando. ¡Deja que él se las avenga solo! Tú estás bonita. Eres joven. No faltará cualquier vieja que venga a cuidarlo. Aquí sobran almas caritativas.
      —No puedo.
      —Que sí puedes.
      —No puedo. Me da pena, ¿sabes? Por algo es mi padre.
      —Entonces ni hablar. Iré a ver a la Juliana, que se desvive por mí.
      —Está bien. Yo no te digo nada.
      —¿No me quieres ver mañana?
      —No. No quiero verte más.

Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 29-30, 34-35




viernes, 19 de abril de 2019

Triunfo Arciniegas / Diario / Muerte en verano

John Banville
Poster de T.A.


Triunfo Arciniegas
Muerte en verano
19 de abril de 2019


Compré en México hace años Muerte en verano, de Benjamin Black, y de pronto la leí de un día para otro. No la pude dejar. Benjamín Black no es otro que John Banville, un escritor de talla mayor. Con El libro de las pruebas fue finalista del Man Booker, un premio que obtuvo con El mar en 2005. Además, Premio Franz Kafka y Premio Príncipe de Asturias, entre otros. Bajo el seudónimo de Benjamin Black publica novela negra: El secreto de Christine, El otro nombre de Laura, El lémur, En busca de Abril, Venganza, La rubia de ojos negros, Órdenes sagradas. Como es costumbre en este género, Black ha creado un personaje para todas sus novelas: el doctor Quirke.


No es sólo la trama o la búsqueda del asesino. Benjamin Black crea atmósferas y personajes y se las ingenia para contar las cosas a su manera. A los lectores les bastará con seguir el asalto y la mutilación de Sinclair en Muerte en verano (capítulos 9 y 10) para experimentar no sólo el estremecimiento ante un oscuro hecho sino la belleza de una escritura limpia y eficaz.


Por otra parte, estoy montando en francés, para Rimbaud, los cuentos de James Joyce. Ya están en español (De otros mundos) y en inglés (Dragon). Dublinenses es uno de mis libros amados. 


De manera que, sin proponérmelo, estoy leyendo a dos irlandeses. No deja de asombrarme la grandeza de Irlanda, un país que exporta escritores, como dice Colm Tóibín.



Casa de citas / Juan Rulfo / Mujeres


Juan Rulfo
MUJERES

     Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera despertado.

      Vi un hombre cruzar la calle:
      —¡Ey, tú! —llamé.
      —¡Ey, tú! —me respondió mi propia voz.
      “Y como si estuvieran a la vuelta de la esquina, alcancé a oír a unas mujeres que platicaban.
      —Mira quién viene por allí. ¿No es Filoteo Aréchiga?
      —Es él. Pon cara de disimulo.
      —Mejor vámonos. Si se va detrás de nosotras es que de verdad quiere a una de las dos: ¿A quién crees tú que sigue?
      —Seguramente a ti.
      —A mi se me figura que a ti.
      —Deja ya de correr. Se ha quedado parado en aquella esquina.
      —Entonces a una de las dos, ¿ya ves?
      —Pero qué tal si hubiera resultado que a ti o a mí. ¿Qué tal?
      —No te hagas ilusiones.
      —Después de todo estuvo hasta mejor. Dicen por ahí los díceres que es él que se encarga de conchavarle muchachas a don Pedro. De la que nos escapamos.
      —¿Ah sí? Con ese viejo no quiero tener nada que ver.
      —Mejor vámonos.
      —Dices bien. Vámonos de aquí.

Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, p.47




jueves, 18 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / El padre Rentería


Juan Rulfo
EL PADRE RENTERÍA
1

 “Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces . . . Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.
      “Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia.”
      El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia.
      —¡Padre, queremos que nos lo bendiga!
      —¡No! —dijo moviendo negativamente la cabeza. No lo haré. Fue un mal hombre y no entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará mal que interceda por él.
      Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor. Pero fue.
      Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que terminara la velación.
      El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando no rozarle los hombros. Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el mundo se arrodilló con él:
      —Ten piedad de tu siervo, Señor.
      —Que descanse en paz, amén —contestaron las voces.
      Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo.
      Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado:
      Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo, el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado.
      Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó:
      —Reciba eso como una limosna para su iglesia.
      La iglesia estaba ya vacía. Dos hombres esperaban en la puerta a Pedro Páramo, quien se juntó con ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros de cuatro caporales de la Media Luna.
      El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar.
      —Son tuyas —dijo—. Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirle lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir... Por mí condénalo, Señor.
      Y cerró el sagrario.
      Entró en la sacristía, se echó en un rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta agotar sus lágrimas.
      —Está bien, Señor, tú ganas —dijo después.


2

 Había estrellas fugaces. Las luces en Comala se apagaron.

      Entonces el cielo se adueño de la noche.
      El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir:
      “Todo esto que sucede es por mi culpa —se dijo—. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si en el último momento . . . Todavía tengo frente a mis ojos la mirada de María Dyada, que vino a pedirme salvara a su hermana Eduviges:
      “—Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo; pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre. Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno.
      “—Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios.
      “—No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad.
      “—Falló a última hora —eso es lo que le dije—. En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto!
      “—Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor... Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos que ha hecho un ser humano.
      “—Tal vez rezando mucho.
      “—Vamos rezando mucho, padre.
      “—Digo tal vez, si acaso, con las misas gregorianas, pero para eso necesitamos pedir ayuda, mandar traer sacerdotes. Y eso cuesta dinero.
      “Allí estaba frente a mis ojos la mirada de María Dyada, una pobre mujer llena de hijos.
      “—No tengo dinero. Eso usted lo sabe, padre.
      “—Dejemos las cosas como están. Esperemos en Dios.
      “—Sí, padre.”
      ¿Por qué aquella mirada se volvía valiente ante la resignación? Qué le costaba a él perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabía él del cielo y del infierno? Y sin embargo, él, perdido en un pueblo sin nombre, sabía los que habían merecido el cielo. Había un catálogo. Comenzó a recorrer los santos del panteón católico comenzando por los del día: “Santa Nunilona, virgen y mártir; Anercio, obispo; Santas Salomé, viuda, Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato.” Y siguió. Ya iba siendo dominado por el sueño cuando se sentó en la cama: “Estoy repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras.”
      Salió fuera y miró el cielo. Llovía estrellas. Lamentó aquello porque hubiera querido ver un cielo quieto. Oyó el canto de los gallos. Sintió la envoltura de la noche cubriendo la tierra. La tierra, “este valle de lágrimas”.


3

El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.

      Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río.
      “El asunto comenzó —pensó— cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: ‘Me acuso, padre, que ayer dormí con Pedro Páramo.’ ‘Me acuso, padre, que tuve un hijo de Pedro Páramo.’ ‘De que le presté mi hija a Pedro Páramo.’ Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que sí sé es que yo puse en sus manos ese instrumento.”
      Tenía muy presente el día que se lo había llevado, apenas nacido.
      Le había dicho:
      —Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.
      Y él ni lo dudó, solamente le dijo:
      —¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura.
      —Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad.
      —¿De verdad cree usted que tengo mala sangre?
      —Realmente sí, don Pedro.
      —Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo.
      —En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento.
      El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora.
      —¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo.
      Después había abierto la botella:
      —Por la difunta y por usted beberé este trago.
      —¿Y por él?
      —Por él también, ¿por qué no?
      Llenó otra copa más y los dos bebieron por el porvenir de aquella criatura.
      —Así fue.
      Comenzaron a pasar las carretas rumbo a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río “¿De quién te escondes?”, se preguntó a sí mismo.
      —¡Adiós, padre! —oyó que le decían.
      Se alzó de la tierra y contestó:
      —¡Adiós! Que el Señor te bendiga.
      Estaban apagándose las luces del pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos.
      —Padre, ¿ya dieron el alba? —preguntó otro de los carreteros.
      —Debe ser mucho después del alba —respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con intenciones de no detenerse.
      —¿Adónde tan temprano, padre?
      —¿Dónde está el moribundo, padre?
      —¿Ha muerto alguien en Contla, padre?
      Hubiera querido responderles: “Yo. Yo soy el muerto.” Pero se conformó con sonreír.
      Al salir del pueblo precipitó sus pasos.
      Regresó entrada la mañana.
      —¿Dónde estuvo usted, tío? —le preguntó Ana, su sobrina—. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían confesarse por ser mañana viernes primero.
      —Que regresen a la noche.
      Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga.
      —¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana?
      —Hace calor, tío.
      —Yo no lo siento.
      No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:
      —Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él; hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son los suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otra parte.
      —¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?
      —Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estás en pecado.
      —¿Y si suspenden mis ministerios?
      —No creo que lo hagan, aunque tal vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos.
      —¿No podría usted..? Provisionalmente, digamos... Necesito dar los santos óleos... la comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.
      —Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios.
      —¿Entonces, no?
      Y el señor cura de Contla había dicho que no.
      Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas.
      —Son ácidas, padre —se adelantó el señor cura la pregunta que le iba a hacer—. Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso.
      —Tiene usted razón, señor cura. Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios. Y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿Recuerda usted las guayabas de China que teniamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita... después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir.
      —Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?
      —Así es la voluntad de Dios.
      —No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre?
      —A veces lo he dudado; pero allí lo reconocen.
      —¿Y entre ésos estás tú?
      —Yo soy un pobre hombre dispuesto a humillarse, mientras sienta el impulso de hacerlo.
      Luego se habían despedido. Él, tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora aquí, vuelto a la realidad. no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla.
      Se levantó y fue hacia la puerta.
      —¿Adónde va usted, tío?
      Su sobrina Ana, siempre presente, siempre junto a él, como si buscara su sombra para defenderse de la vida.
      —Voy a ir un rato a caminar, Ana. A ver si así reviento.
      —¿Se siente mal?
      —Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo. Eso siento que soy.
      Fue hasta la Media Luna y dio el pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por las inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya nada tenía importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con él:
      —No puedo, don Pedro, tengo que estar temprano en la iglesia porque me espera un montón de mujeres junto al confesionario. Otra vez será.
      Se vino al paso, y cuando atardecía entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno de polvo y de miseria. Se sentó a confesar.
      La primera que se acercó fue la vieja Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a que se abrieran las puertas de la iglesia.
      Sintió que olía a alcohol.
      —¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo?
      —Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa.
      —Nunca has sido otra cosa, Dorotea.
      —Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra.
      En varias ocasiones él le había dicho: “No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale el campo a los demás.”
      —Ahora sí, padre. Es de verdad.
      —Di.
      —Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo.
      El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por costumbre:
      —¿Desde cuándo?
      —Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual.
      —Vuélveme a repetir lo que dijiste, Dorotea.
      —Pos que yo era la que le conchavaba las muchachas a Miguelito.
      —¿Se las llevabas?
      —Algunas veces, si. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas.
      —¿Fueron muchas?
      No quería decir eso; pero le salió la pregunta por costumbre.
      —Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas.
      —¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte.
      —Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo.
      —¿Cuántas veces viniste aqui a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone.
      —Gracias, padre.
      —Sí. Yo también te perdono en nombre de él. Puedes irte.
      —¿No me deja ninguna penitencia?
      —No la necesitas, Dorotea.
      —Gracias, padre.
      —Ve con Dios.
      Tocó con los nudillos la ventanilla del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaba: “por los siglos de los siglos, amén”, “por los siglos de los siglos, amén”, “por los siglos...”
      —Ya calla —dijo—. ¿Cuánto hace que no te confiesas?
      —Dos días, padre.
      Allí estaba otra vez. Como si lo rodeara la desventura. “¿Qué haces aqui? —pensó—. Descansa. Vete a descansar. Estás muy cansado.”
      Se levantó del confesionario y se fue derecho a la sacristía. Sin volver la cabeza dijo a aquella gente que lo estaba esperando:
      —Todos los que se sientan sin pecado puede comulgar mañana.
      Detrás de él, sólo se oyó un murmullo.

Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 29-30, 34-35, 72-79