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domingo, 15 de junio de 2025

Un editor / Gordon Lish

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GORDON LISH, EDITOR DE CARVER

En 1988 muere a los 50 años Raymond Carver.

Diez años después de su muerte, D. T. Max, un periodista de The New York Time Magazine, decide investigar un rumor que circulaba hacía años: que los cuentos de Carver estaban escritos en verdad por su editor, Gordon Lish.

Para la investigación viaja a Bloomington, en Indiana, a una biblioteca a la que Lish le había vendido la correspondencia y los originales de Carver escritos a máquina con todas las correcciones.



Revisando los documentos, Max nota que debajo de las correcciones aún se puede ver el texto original. Así descubre que en "De qué hablamos cuando hablamos de amor" Lish redujo el número de cuentos, cortó a la mitad el número de palabras, suprimió personajes, cambió títulos y reescribió los finales de 10 de los 13 cuentos del libro. Incluso, originalmente el nombre del libro no era ese, sino "Principiantes".

Tras la revelación de Max se produjo un escándalo. Mucha gente tildó de traidor a Lish, mientras que otros le agradecieron haber "inventado el estilo Carver".

En una entrevista en 2015 para The Guardian, Lish aseguró que si él no hubiese editado a Carver, nadie le habría prestado atención.

Es difícil saber cuánto influyó Lish en Carver. Lo cierto es que el escritor decidió alejarse del editor y en 1983 publicó "Catedral" y en 1988 "Tres rosas amarillas", dos de sus mejores libros.



En 2009 la editorial Anagrama publicó "Principiantes", la versión original de "De qué hablamos cuando hablamos de amor" sin los cambios de Lish.

Fuente: Facebook


martes, 10 de diciembre de 2024

Casa de citas / Richard Ford / Raymond Carver

 




Richard Ford

Raymond Carver


Las amistades literarias son un asunto complejo, tramposo, a menudo volátil y mal comprendido por sus protagonistas. Lo típico es que giren en torno a cuestiones acerca de las cuales ambas partes se sienten probablemente muy poco seguras, pese a que es probable que, dada su importancia, su deseo apunte exactamente en sentido contrario: al carácter y el destino de la propia escritura. Lo normal es que terminen en absurdas equivocaciones, confusiones imposibles de disipar y profundas rivalidades, a menudo tan incompatibles con la amistad que nunca se corrigen.

Sin embargo, Ray y yo nunca experimentamos nada de esto. Yo más bien disfruto con la confrontación, pero Ray la odiaba. Con el tiempo, le vi llegar a extremos ridículos con tal de evitar las controversias: con Gordon Lish, su editor; con un agente al que quería despedir (yo fui el intermediario); o con el director Michael Cimino, cuando su acuerdo para que Ray escribiera un guión basado en la vida de Dostoievski se fue al garete y uno quedaba en deuda con el otro. Para Ray el colmo de la felicidad era cuando él era feliz y también lo eras tú, lo cual no siempre se da en los seres humanos. Y como él me gustaba, fue más fácil concentrarnos en el acuerdo. En consecuencia, por una informal y mutua deferencia que a veces parecía mera cortesía, él evitaba lo que yo no siempre era capaz de evitar con la mayoría de mis amigos escritores, esto es, estallidos de mal humor, sentimientos hirientes, separaciones tristes, la firme resolución de no volver a hacer nunca más ningún esfuerzo extra por una persona, duras lecciones acerca de la confianza y la rivalidad (soy de fiar; no soy un rival) que vuelven a ser objeto de doloroso aprendizaje con cada uno de los amigos, incluidos los que han seguido siéndolo hasta hoy.