sábado, 31 de octubre de 2020

Triunfo Arciniegas / Diario / Muelas y pinturas

Sin título, 1992
Técnica mixta sobre madera
Juan Carlos Balanza



Triunfo Arciniegas
MUELAS Y PINTURAS
30 de octubre de 2020

Hoy por fin terminó el tratamiento odontológico que iniciamos en febrero. Puedo decir que las muelas me costaron un ojo de la cara: siete coronas, un tratamiento de conducto y unas cuantas calzas. Ha sido el año de las muelas, cuando ya estaba para pérdida total. Ya no sé si perdí cinco o siete. El pasado fue el año del ojo. Y el antepasado, el de la pierna. 

Dos cosas que no se consiguen por acá: aceite 3 en 1 con silicona y aceite de linaza industrial. Estoy experimentando con esmalte sobre madera. Hace poco compré la madera en una parte y me armaron los bastidores en otra.

Esta mañana la Bronco se varó en el sitio menos indicado: la esquina del Arteco, en el parque. La policía me cayó de inmediato. "Uno no elige donde vararse", les dije. Caen como buitres. ¿Por qué serán tan desgraciados? Ya había comprado tres galones de pintura, una brocha y silicona y sólo me detuve para recoger el pedido. Qué mala suerte. Ni el electricista ni el mecánico respondieron. En fin, acudí a un electricista que me nombraron, un tipo mala gente que me sacó del problema.

jueves, 29 de octubre de 2020

Triunfo Arciniegas / Diario / Calles y tumbas


Triunfo Arciniegas
CALLES Y TUMBAS
29 de octubre de 2020

No levanto cabeza. Esta mañana fui al cementerio. No había visitado la tumba de mi madre en todo el año. Hace veinte años que murió y aún se siente su ausencia. Fui a buscar consuelo y no lo encontré. Recorrí a pie algunas calles y volví a casa con toda la desolación del mundo.

Casa de citas / Gene Wolfe / Sobre hombres y mujeres


Gene Wolfe
Ilustración de David A. Johnson


Gene Wolfe
SOBRE HOMBRES Y MUJERES

La gran mayoría de hombres ha defendido que las mujeres, de alguna manera, son innatamente malvadas. Y la gran mayoría de las mujeres decía, cuando se atrevía, y pensaba, cuando no osaba hablar, que los hombres son todos bestias y brutos y tal. Lo terrible es que mucho de todo lo malo que decimos unos de otros es cierto. Pero seguimos gritando a los otros para que sean buenos sin intentar ser buenos nosotros. Somos los únicos que podemos hacer buenos. Yo puedo hacerme bueno, o al menos puedo intentar, y tú puedes hacer que tú seas bueno, pero ninguno de nosotros puede hacer mucho por el otro.



Cuentos de Gene Wolfe



 

miércoles, 28 de octubre de 2020

Casa de citas / Gene Wolfe / Un amor sediento

 



Gene Wolfe
UN AMOR SEDIENTO


He dicho que no puedo explicar el deseo que despertaba en mí, y es cierto. La amaba con un amor sediento y desesperado. Sentía que los dos podríamos cometer un acto tan atroz, que el mundo, al vernos, lo encontraría irresistible.
Gene Wolfe
La sombra del torturador, capítulo XVII

Cuentos de Gene Wolfe

martes, 27 de octubre de 2020

Casa de citas / Gene Wolfe / Thecla


Gene Wolfe
THECLA

Fue en esa caminata por las calles de la todavía adormilada Nessus cuando mi pena, que iba a obsesionarme con tanta frecuencia, me sobrecogió de veras por primera vez. Cuando estaba preso en la mazmorra, la enormidad de lo que había hecho, y la enormidad del correctivo que sin duda me impondría el maestro Gurloes, la habían mitigado. El día anterior, mientras caminaba por la Vía del Agua, la alegría de la libertad y la conmoción ante el exilio habían llegado a borrarla. Ahora me parecía que no había nada en todo el mundo más allá del hecho de la muerte de Thecla. Cada retazo de oscuridad entre las sombras, me recordaba su pelo; cada resplandor me recordaba su piel. Apenas podía resistir la tentación de volver corriendo a la Ciudadela para ver si no estaría aún sentada en la celda, leyendo a la luz de la lámpara de plata.

Gene Wolfe
La sombra del torturador, capítulo XVI




Casa de citas / Gene Wolfe / Deseo inexplicado


Gene Wolfe
DESEO INEXPLICADO


Cuando ya había olvidado por completo lo que estaba buscando, una mujer alta, de algo más de veinte años, salió de una de las tiendas oscuras para abrir las verjas. Llevaba un vestido de brocado multicolor sorprendentemente rico y andrajoso a la vez, y cuando la observé, el sol iluminó un desgarrón en la tela, justo debajo de la cintura, dando una palidez dorada a aquella zona de la piel.
No puedo explicar el deseo que experimenté por ella, entonces y después. De todas las mujeres que he conocido, ella fue, quizás, la menos hermosa… menos graciosa y voluptuosa que la que más he amado, mucho menos regia que Thecla. Era de altura media, nariz corta, pómulos anchos y de ojos pardos y rasgados. La vi abrir la verja, y la amé con un amor mortal y a la vez irresponsable.
Por supuesto, me acerqué a ella. No podría haberme resistido a aquel extraño encanto más de lo que hubiera resistido la ciega codicia de Urth, si hubiera caído de un acantilado. No sabía qué decirle y me aterraba la idea de que retrocediera ante mi espada y mi apa fulígena. Pero sonrió y hasta pareció admirar mi apariencia. Al cabo de un momento, en el que no dije nada, me preguntó qué quería; le pregunté si sabía dónde podría comprar un manto. 

 —¿Para qué lo quiere? —Tenía la voz más profunda de lo que había esperado—. Esa capa es tan hermosa. ¿Puedo tocarla?
—Por favor, si lo desea.
Alzó el borde y frotó suavemente la tela entre las palmas.
—Nunca vi un negro semejante… es tan oscuro que apenas si se alcanzan a ver los pliegues. Parece como si mi mano desapareciera. Y la espada. ¿Es eso un ópalo?
—¿Quiere examinarla también?
—No, no. En absoluto. Pero si realmente necesita un manto… —Hizo un ademán señalando el escaparate y vi que estaba lleno de ropas usadas de toda clase: jelabes, capotes, batas, cimares—. Muy barato. Verdaderamente razonable. Si entra, estoy segura de que encontrará lo que busca. —Entré por una puerta que hizo sonar una campanilla, pero la joven no me siguió como yo había esperado.
El interior estaba en penumbra, pero no bien hube mirado a mi alrededor, entendí por qué a la mujer no la había perturbado mi apariencia. El hombre que estaba tras el mostrador era más horripilante que cualquier torturador. La cara era casi una calavera, una cara con los ojos encajados en dos órbitas profundas, mejillas hundidas, y boca sin labios. Si no se hubiera movido o hablado, yo no habría creído en absoluto que estuviera vivo, ya que parecía un cadáver de pie detrás del mostrador, que cumplía allí el mórbido deseo de algún antiguo propietario.

Gene Wolfe
La sombra del torturador, cap. XVI


Casa de citas / Gene Wolfe / Breve noche



Gene Wolfe

BREVE NOCHE


Lo que leímos juntos y lo que nos dijimos entonces, no lo diré; contar una mínima parte desgastaría esta breve noche.

Gene Wolfe
La sombra del torturador, cap X

Casa de citas / Gene Wolfe / Es mi naturaleza



Gene Wolfe
ES MI NATURALEZA


Es mi naturaleza, mi alegría y mi maldición, no olvidar nada. Cualquier chirrido de cadenas, cualquier susurro del viento, cualquier visión, olor o sabor, permanecen inalterados en mi mente, y aunque sé que no es así para todos, no me imagino qué puede significar ser de otra manera.

Gene Wolfe, La sombra del torturador, cap. I

lunes, 26 de octubre de 2020

Casa de citas / Gene Wolfe / El conocimiento

 

Gene Wolfe
Ilustración de Murray Ewing



Gene Wolfe
EL CONOCIMIENTO
El conocimiento cambia pronto, luego se pierde en la niebla, un eco que se escucha a medias.



Cuentos de Gene Wolfe

 

 

Casa de citas / Gene Wolfe / Tratado del infierno

 

Gene Wolfe


Gene Wolfe
TRATADO DEL INFIERNO

No sabemos mucho sobre el Cielo y aún menos sobre el Infierno y casi no sabemos nada del Purgatorio. ¿Qué es? Si crees en fantasmas, y resulta que yo creo en fantasmas, ¿qué pasa con ellos? Hace mucho, mucho tiempo, un contemporáneo de Shakespeare dijo que el infierno no es un lugar, es un estado. Donde yo esté, está el infierno. Doctor Fausto, de Christopher Marlowe. Y pienso que tenía razón.



Cuentos de Gene Wolfe


domingo, 25 de octubre de 2020

Casa de citas / Pedro Almodóvar / Sobre la libertad de expresión

Pedro Almodóvar

Pedro Almodóvar
SOBRE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

La libertad de expresión no pasa por su mejor momento. Y las hipersensibilidades son tan molestas. Esta dictadura de lo políticamente correcto es nefasta para todo, para la vida y para la creación. Si te dedicas a escribir películas o al humor, lo llevas claro. Porque además crea, en muchos casos, un problema tremendo que es la autocensura, que es peor que la oficial.

Pedro Almodóvar / "Envejecer me resulta durísimo"


sábado, 24 de octubre de 2020

Casa de citas / Pedro Almodóvar / Me retiré de la noche

 


Pedro Almodóvar


Pedro Almodóvar
ME RETIRÉ DE LA NOCHE

El sentimiento de pérdida no se produce sólo cuando alguien se va. Ver que se te escapan las capacidades… Yo me imagino a la gente que ha sido bellísima y de pronto un día se miran al espejo y eso que daban por descontado ha desaparecido. A partir de los sesenta ese sentimiento de pérdida te acompaña permanentemente; y se me hace muy duro. A mí envejecer me está resultando durísimo. Por mucho que lo entienda y que vea que forma parte de nuestra naturaleza. Hace mucho tiempo que me retiré de la noche, y no es que lo que me apetezca sea salir, pero dentro de mí yo siento las mismas necesidades que cuando era joven y no puedo llevarlas a cabo en absoluto. El sentido común es el primero que me lo desaconseja. Y lo tengo. Tengo mucho más sentido común de lo que esperaba.

Pedro Almodóvar / "Envejecer me resulta durísimo"





viernes, 23 de octubre de 2020

Casa de citas / Samuel Auguste Tissot / Novelas


Samuel Auguste Tissot
NOVELAS

De todas las causas que han perjudicado la salud de las mujeres, es posible que la principal haya sido la multiplicación infinita de novelas.



jueves, 22 de octubre de 2020

Triunfo Arciniegas / Diario / Lucy

 


Triunfo Arciniegas
LUCY
20 de octubre de 2020

Todavía sueño con Lucy. A menudo estamos en su casa y acabo de llegar de un largo viaje. No hablamos mucho y la intensidad se siente hasta en el aire. Se trata de sueños dulces, plácidos, como de dos personas que han sido lastimadas y al fin encuentran consuelo. 

miércoles, 21 de octubre de 2020

Casa de citas / Louise Glück / Lector de poesía

 

Louise Glück


Louise Glück

LECTOR DE POESÍA

Yo nunca pienso en el público. Odio esa palabra. Pienso en un lector. Creo que mis poemas buscan un lector, y que los completa el lector. Pero es el lector singular, y que esa persona exista de forma múltiple o no no establece ninguna diferencia espiritual, aunque tenga una repercusión práctica. Lo que me importa es la sutileza y profundidad de la respuesta del lector y si estas se demuestran duraderas. La idea de ampliar el público de la poesía me parece ridícula.

Por un dólar / Conversación con Louise Glück


 

I never think of audience. I hate that word. I think of a reader. I think my poems want a reader, and they're completed by a reader. But it's the single reader, and whether that person exists in multiple or not makes no spiritual difference, though it has practical impact. What matters to me is the reader's subtlety and depth of response and whether these prove durable. The idea of enlarging the audience for poetry seems to me ludicrous.

For a Dollar / Louise Glück in Conversation




martes, 20 de octubre de 2020

Casa de citas / Mark Baker / El recuerdo del horror







Mark Baker
EL RECUERDO DEL HORROR

Sin prisioneros: “Cuando oigo hablar de prisioneros y cosas así, no tengo ni idea de a qué se refieren. Nosotros no hacíamos esas tonterías. Les disparaba y listo. Los ponías de pie contra la pared, les apuntabas bien cerca de la cabeza y les decías: ‘Habla o aprieto el gatillo’. También podías agarrar a la mujer o a la hija del tío y follártela delante de él”.

Sobre el agotamiento: “Siempre estaba cansado. Matar es lo fácil, pero estás agotado, siempre, todo el puto tiempo. El calor te quita las fuerzas. Te sientes tan hecho polvo que cuando estás en la columna, bajando una colina, te apoyas en un árbol y te quedas dormido”.

Sobre las drogas: “Salvo algunas excepciones, todo el mundo fumaba marihuana. Y luego estaban los bebedores empedernidos. Si te gustaba beber, bebías mucho y, si fumabas, fumabas como una chimenea. Lo llevábamos todo al extremo para luego, al día siguiente, tener agallas”.

Tras un permiso: “Me arrepentí de haberme ido de permiso. Antes de Hong Kong, me había olvidado de que existían las servilletas. Me había olvidado de las camas y las sábanas. Me había olvidado de que por la noche, si necesitabas luz, encendías y punto (...) Y casi me había olvidado de las mujeres”.

Sobre la vuelta: “Regresé al mundo, pero aquel mundo no era el mismo que había dejado atrás. Había vuelto a nacer. Nacer de nuevo, como dice la Biblia. Ya no encajaba en el mundo real. Me había pasado 12 meses en Vietnam imaginando las cosas que haría cuando regresara (...) Pero entonces volví al mundo y estaba lleno de gente que se manifestaba contra Nam”.



domingo, 18 de octubre de 2020

Triunfo Arciniegas / Diario / Un sueño

Días como serpientes
Ilustración de Triunfo Arciniegas


Triunfo Arciniegas
UN SUEÑO
15 de octubre de 2020

Al fin tuve un sueño plácido y feliz. Estaba en Pamplona, con una mujer joven y bella que había leído Dulce animal de compañía. Era la compañera de mi viejo amigo Gustavo. Estábamos hablando de la novela en una esquina, cerca del río, cuando vimos que se acercaba Gustavo. Hacía muchos años que no lo veía. Le dije a mi amiga, abrazando el poste de luz, que lo amaba más que a algunas mujeres. Ella, por su parte, me reclamó sobre Pamplona. Había venido engatusada por mi novela. Estuvimos de acuerdo en que era un pueblo de mierda. Gustavo volvió a desaparecer y entonces conversamos a la orilla del río. Un hombre pasó con una enorme llanta, maltratando algunas ramas, y la gente protestó con vehemencia. Le dije a mi amiga que me gustaría que fuéramos a la finca, con Gustavo y alguien más, en la camioneta. Entonces vimos que Gustavo se acercaba una vez más. Desperté con una deliciosa plenitud y vi que amanecía. Fui a la cocina y preparé café.


sábado, 17 de octubre de 2020

Casa de citas / Emmanuel Carrère / Los tres cerditos

 

Anna y Elena Balbusso


Emmanuel Carrère

LOS TRES CERDITOS


Disponemos de dos elementos para reconstruir el resto de ese día.
 El primero es un vídeo que puso en marcha en el magnetoscopio, en lugar de Los tres cerditos .
    Durante ciento ochenta minutos, grabó encima fragmentos de programas emitidos por la decena de cadenas que captaba por vía satélite: variedades y deportes, lo habitual de una tarde televisiva de domingo, pero cortados por un zapping frenético, un segundo en una cadena, dos segundos en otra.
    El conjunto constituye un caos tétrico e insoportable que los investigadores, sin embargo, se obligaron a ver. Llevaron su celo hasta el extremo de identificar cada una de las micro secuencias y, viendo los programas de cada una de las cadenas emisoras, establecer la hora exacta de la grabación. De ello se deduce que permaneció sentado en el sofá, jugando con el mando a distancia, desde las 13.10 a las 16.10, pero también que, cuando empezó a grabar, el vídeo estaba en la mitad de su metraje. Al llegar al final, tuvo buen cuidado de rebobinarlo y grabar encima de toda la primera parte, zappineando, lo que parece indicar que quería borrar una grabación anterior. Como dijo que no se acordaba de nada a ese respecto, sólo podemos hacer conjeturas. La más probable es que se tratase de imágenes de Florence y los niños: vacaciones, cumpleaños, felicidad familiar. No obstante, durante un interrogatorio referente a sus compras en los sex-shops y los vídeos pornográficos que veía a veces, según él, con su mujer, añade que incluso alguna vez había filmado con su propia cámara los retozos sexuales de ellos mismos. No queda rastro de la cinta, si es que existió alguna vez, y el juez se preguntó si no serían estas imágenes las que había destruido tan metódicamente el último día. Él dice que no, no lo cree.
    Por otra parte, las relaciones detalladas de France Telecom muestran que entre las 16.13 y las 18.49 llamó nueve veces al número de Corinne. La duración de estas llamadas, iguales y breves, confirma que se limitó a escuchar nueve veces seguidas la voz grabada del contestador. La décima vez, ella descolgó y hablaron trece minutos. Los recuerdos de ambos sobre esta conversación coinciden. Ella había pasado un día espantoso, estaba muy trastornada, le dolían todavía las quemaduras, y él simpatizaba, comprendía, se disculpaba, hablaba de su propio estado depresivo. En atención a este estado y a su enfermedad, ella no quería denunciarle a la policía, como habría hecho, recalcaba, cualquier persona sensata, pero era necesario que él viese urgentemente a alguien, que hablase con Kouchner o con quien quisiera, y sobre todo que cumpliera su promesa de ir a sacar, a la mañana siguiente, su dinero del banco. Él juró que iría en cuanto abrieran.
    No había subido al piso de arriba desde su regreso, pero sabía lo que vería allí. Había extendido meticulosamente los edredones, pero sabía lo que había debajo. Al caer la noche, comprendió que la hora de morir, tanto tiempo postergada, había llegado. Dijo que había comenzado los preparativos acto seguido, pero se equivoca: se demoró aún un rato. Hasta antes de medianoche, y más bien, según el peritaje, hasta eso de las tres de la mañana, no esparció el contenido de los bidones que había comprado y llenado de gasolina en el supermercado Continente, primero por el desván, luego sobre los niños, sobre Florence y por la escalera. Más tarde se desvistió y se puso el pijama. Un poco antes de las cuatro prendió fuego primero al desván, luego a la escalera, por último al cuarto de los niños, y entró en el suyo. Habría sido más seguro tomar los barbitúricos de antemano, pero debió de olvidarlos o perderlos, porque echó mano de un frasco de Nembutal que guardaba desde hacía diez años en el fondo del botiquín. En aquella época había pensado servirse del fármaco para dulcificar la agonía de uno de sus perros, pero no había sido necesario. Más tarde había pensado en tirar el frasco, porque la fecha de caducidad estaba sobrepasada con creces. Debió de pensar que de todos modos surtiría efecto y, mientras los basureros que habían advertido el incendio del tejado, durante su ronda matutina, empezaban a tamborilear abajo, él ingirió una veintena de cápsulas. Los plomos saltaron, el humo comenzaba a invadir la habitación. Empujó algunas prendas de vestir contra la parte inferior de la puerta, para aislarla, y luego quiso tumbarse al lado de Florence, quien, bajo el edredón, parecía dormida. Pero veía mal, le picaban los ojos, todavía no había prendido el fuego en la alcoba y los bomberos, cuya sirena asegura no haber oído, habían llegado ya. Como no conseguía respirar, se arrastró hasta la ventana y la abrió. Los bomberos oyeron crujir el postigo. Desplegaron su escalera para socorrerle. Él perdió el conocimiento.

Emmanuel Carrère
El adversario
Anagrama, Barcelona, 2000, p. 136-138

viernes, 16 de octubre de 2020

Casa de citas / Emmanuel Carrère / Corinne y el collar

 

Woman with necklace, 
Red Tweny,


Emmanuel Carrère

CORINNE Y EL COLLAR


Como había dicho a Corinne que haría lo posible por asistir a la misa con ella y sus hijas, durante el viaje no paró de mirar su reloj y el número de kilómetros que faltaban para París. Recuerda que antes de entrar en la autopista, en la carretera comarcal de Lons-le-Saunier, donde hay muchos badenes, condujo imprudentemente, lo que nunca hacía. Era sábado por la tarde: se impacientó en el peaje, donde la fila avanzaba lentamente, y luego en el periférico [5] . Pensaba que tardaría un cuarto de hora entre la puerta de Orléans y la puerta de Auteuil, pero tardó tres. La misa no se celebraba en la nave de la iglesia, sino en una capilla subterránea cuya entrada le costó encontrar. Como llegó tarde, permaneció al fondo y no fue a comulgar: de eso estaba seguro, porque si hubiese comulgado, a continuación se habría ido a sentar al lado de Corinne. En vez de eso, salió el primero y las esperó fuera. Besó a las dos niñas, a las que no había visto desde hacía más de un año, y subieron los cuatro a casa de Corinne. Romand charló con la canguro. Mientras su madre se maquillaba y se cambiaba, Léa y Chloé le enseñaron los regalos que habían recibido en Navidad. Cuando Corinne apareció, llevaba un traje sastre de color rosa y el anillo que él le había regalado para hacerse perdonar su primera declaración. En el periférico, que cogieron en sentido inverso, ella le pidió el dinero. Él se disculpó por no haber tenido tiempo de pasar por Ginebra, pero iría sin falta el lunes por la mañana y luego tomaría el avión de las 12.15, y ella lo tendría a primera hora de la tarde. Corinne se mostró algo contrariada, pero la perspectiva de la brillante cena que les esperaba la distrajo. Dejaron la autopista en Fontainebleau y, a partir de allí, ella le guió con la ayuda de un mapa sobre el cual él había, al azar, marcado con una cruz el lugar en que estaba la casa de Kouchner. Buscaban «una carretera pequeña a la izquierda». El mapa no era muy detallado, lo que justificaba que al principio les hubiese costado orientarse. Al cabo de una hora de dar vueltas en redondo por el bosque, Jean-Claude se detuvo para buscar en el maletero un papel en el que había apuntado el número de teléfono de Kouchner, pero no lo encontró. Corinne empezaba a inquietarse por el retraso, pero él la tranquilizó: otros invitados, también investigadores, debían desplazarse desde Ginebra, y no llegarían antes de las 22.30. Para entretenerla, se puso a hablarle de su próximo traslado a París, de que finalmente había aceptado asumir la dirección del INSERM, del apartamento inherente al cargo en Saint-Germain-des-Prés. Le describió la distribución del piso, precisando que tenía intención de habitarlo solo. La noche anterior, Florence y él habían mantenido una larga charla sobre el rumbo de sus vidas respectivas y, de común acuerdo, habían decidido que lo mejor sería hacerlo así. Lo más duro, suspiraba, sería no ver a los niños todos los días. Debían de estar en casa de su abuela en Annecy, habían pasado la tarde en un cumpleaños… Corinne se impacientaba. Le dijo que él no pensaba más que en ganar tiempo y en encontrar un motivo verosímil para anular la cena. Jean-Claude se detuvo de nuevo en una zona de picnic y resolvió poner patas abajo el maletero hasta encontrar el número de Kouchner. Pasó unos minutos rebuscando dentro de viejas cartas de cartón que contenían libros, revistas, pero también una cinta de vídeo en la que había filmado con su cámara imágenes de su viaje juntos a Leningrado, dos años antes. Una simple ojeada a Corinne, cada vez más crispada en el asiento delantero del coche, bastó para convencerle de que no era el momento de rememorar aquellos tiernos recuerdos. Volvió, corrido, diciendo que no encontraba el papel. Había encontrado, en cambio, un collar que tenía intención de regalarle. Corinne se encogió de hombros: aquello no tenía sentido. Pero él insistió y, finalmente, la persuadió de que se lo pusiera, al menos aquella noche. Ella bajó del coche para que él pudiese ponérselo, del mismo modo que le ponía todas las joyas que le regalaba: pidiéndole que cerrara los ojos.