viernes, 29 de abril de 2011

Triunfo Arciniegas / La princesita preñada

Ilustración de Luis Royo
Triunfo Arciniegas
LA PRINCESITA PREÑADA

Ya principió el alboroto de las campanas, ya parió la princesita, la misma que se había perdido. Nadie daba razón de su paradero, hasta que de la nada apareció el príncipe, habló con el rey largo rato y se fue a buscarla en su brioso corcel de espuma. La encontró en la cueva del dragón y se la trajo, gordita y rosadita, porque el dragón le daba de comer, le daba vitaminas, la abrigaba entre las piernas. Venía encantada, jubilosa, entre las nubes, como si no se percatara de las flores que arrojábamos a su paso, de los gritos de bienvenida, de la envidia de las muchachas. El príncipe reventaba de orgullo, imagínense la hazaña, y él solito, con su espada y nada más. Pero no se casó: la princesita estaba preñada. El rey se enojó, se emputó en serio, tan viejo, con taquicardia y todo, y el príncipe desapareció del palacio antes de perder la cabeza. Se le vio en el bar de Osiris, sumergido en el vaso de cerveza y en bocas de alquiler. Se largó para siempre una noche sin luna, en el brioso corcel de la estrella negra en la frente. Ya no tan esbelto, tan radiante, tan invencible. Yo misma lo vi, señores, borracho y vomitado, frente a la catedral en ruinas y bajo una corona de polillas, con la princesita en los ojos. Lamentaba la suerte del dragón, viejo y enamorado, que apenas opuso resistencia y recibió la muerte como otra herida de amor mientras imaginaba el rostro del heredero. Yo misma oí el rumor de los cascos de plata que se alejaban para siempre. Y en cuanto a la princesa, era cierto: bien preñada estaba. La vimos en los jardines reales, retozando, cantando y arrojando piedrecitas al espejo del estanque de los cisnes. Estaba, porque ya parió, un dragoncito, señores, el heredero del reino, un dragoncito.



Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro

martes, 26 de abril de 2011

Muñeca de piel


Triunfo Arciniegas
MUÑECA DE PIEL

Es rara la muñeca. Abre y cierra los ojos con asombro: tiene párpados. Es difícil explicar estas palabras: asombro, párpados. Los párpados son conchas de piel que cubren momentáneamente los ojos. Ventanas. Piel es la envoltura delicada, caliente y microscópicamente porosa que recubre el cuerpo por entero. Bello acabado. El cuerpo es una sola pieza indivisible. Si se le puya con un alfiler reacciona de inmediato. De frente o de espaldas, despierta o dormida. Porque duerme. Descansa. El manual especifica: “La piel siente”. Consideramos que se trata de un juguete demasiado complicado o sofisticado para nosotros, pero sin duda fascinante. Ox “enloquece” –otra palabra del complicado folleto de instrucciones– porque la muñeca le despierta los “instintos”. Sumisa y suave, perfectamente diseñada, parece entendernos, aunque en determinadas situaciones pretende desobedecernos. Pero no puede desobedecernos. Es más, esta palabra ha sido excluida de los diccionarios por obsoleta. Conviene que no desobedezca nuestro ritual lúdico por su propio bien o supervivencia: la piel duele. El alfiler, el calor, el frío, la presión. De acuerdo al folleto de instrucciones, sólo son inmunes al óxido. Su expresión de mansedumbre y derrota confirma nuestra sabiduría. Es rara la muñeca indudablemente. “No requiere cuerda manual ni programación ni tratos especiales.” Su mantenimiento se reduce a zanahorias, duraznos y diversas hierbas sin dueño que se encuentran fuera de las ciudades. OX 13-512 quiere pasar todo el tiempo con la muñeca y descuida el mantenimiento del laboratorio.
Tres días y tantas tareas. Una vez conocidos todos sus aspectos externos, su cuerpo y su conducta, es hora de adentrarnos en los misterios respiratorios, circulatorios, sanguíneos, en el sistema óseo, en la complejidad de los músculos y tendones. Aunque nos libra de la rutina, una operación semejante puede conducirnos al agotamiento y nos exige lubricación extra, programación doble, imprevistos ajustes en la maquinaria. La maquinaria es lo que el folleto de instrucciones considera organismo en la muñeca de piel.
Nada más tres días. Hace unos minutos perdió los movimientos. “No es reajustable ni reprogramable”, advierte el folleto de instrucciones. Sólo es desechable. Un juguete de esta categoría no debería ser desechable debido a su alto costo o al menos debería incluir cierta garantía, dos o tres meses como mínimo. De todos modos es una pérdida lamentable porque nos divertíamos cada vez que extraía de una cavidad secreta una pulpa rosada y húmeda y emitía sonidos maravillosos. Pasaremos el informe respectivo al departamento de quejas. Ox padece descontroles graves.
La siguiente exigencia es otro juguete muy semejante. Sólo se diferenciará del anterior por la elástica protuberancia de carne envuelta en piel que puede endurecerse o ablandarse según se manipule o no (véase nuevas instrucciones) y que en ciertas condiciones permite el acoplamiento o sistema primitivo de reproducción entre dos juguetes. Uno de ellos, luego de la unión, formará dentro de su cuerpo un nuevo juguete. Fascinantes estos animales. Pero de todos modos qué falta de seriedad en nuestras fábricas, sólo experimentamos tres días con la muñeca de piel. Le brotó por las cavidades secretas, por los orificios de la nariz, por las orillas de los ojos, por los orificios de los oídos, ese líquido caliente, rojo, cuyo nombre todavía no localizo en el folleto de instrucciones. Creo haberlo visto en la página 66, renglón 3, al final del renglón 3.


lunes, 25 de abril de 2011

La mujer cometa


Mujer que vuela
Acrílico y esmalte acrílico sobre tela
David Garza

Triunfo Arciniegas
LA MUJER COMETA

Siempre queríamos subir desnudos a la loma. Desnudos y sucios, con las uñas sucias y estropeadas. Pero mamá, furiosa, los brazos cruzados y los ojos rojos, se atravesaba en la puerta hasta que nos decidíamos por los zapatos luminosos, las ropas limpias y la sonrisa rosada. Siempre mamá. Y las uñas recortadas y limpias. Como siempre, mamá. Siempre vestidos y contentos a elevar la mujer desde la loma. La extraíamos de la caja, le arrancábamos los periódicos y la inflábamos con la boca hasta casi reventar. Era agotadora la tarea. Pero nos fascinaban sus pechitos blancos sin pezones, su redonda y suave cintura, las largas piernas, sus veinte uñas pintadas de rojo. Acariciaba disimuladamente su piel brillante, el vientre liso, los pies pequeños, los graciosos dedos. Entonces, cuando el aire comenzaba a separarla de la tierra, como el inocente Príncipe Azul acabando de besar a la Bella Durmiente, se despertaba y nos miraba con ternura, entreabriendo su boquita pintada. El viento y sus delicados dedos ponían en orden los largos cabellos. Y comenzaba a jadear a medida que subía; más arriba, gritaba, chillaba, se reía. Se sacudía violenta, con ganas de escapar, pero nosotros envolvíamos la cuerda entre los dedos. La cuerda no nos arrancaría los dedos. No tenía importancia que se nos ensangrentara la cuerda si la mujer gozaba la dulzura de volar. Se escondía entre las nubes; nadie supo qué cosas haría entonces, se acariciaría las largas piernas o se mordería los dedos y los labios o fabricaría extraños peinados con sus largos cabellos. Halábamos con fuerza cuando el viento parecía derribarnos y las nubes se destrozaban. Que no se reventara la maldita cuerda, que no perdiéramos nuestra hermosa mujer. Y de las nubes destrozadas surgía la mujer como un náufrago invencible. Sólo caía, fatigada y dichosa, cuando se nos hacía de noche. Sus mejillas encendidas alumbraban el camino de regreso. Antes de abrir la puerta, en el jardín penumbroso, la desinflábamos, la envolvíamos en los periódicos y la encerrábamos en la caja. Ya estaba dormida y silenciosa, las largas pestañas recogidas y la boquita sellada, como muerta de frío la hermosa. Atábamos la caja con una cinta roja, poníamos en orden los cabellos y los pensamientos y acomodábamos el rostro para mamá. Siempre mamá. Abríamos la puerta como perros regañados. Mamá nos revisaba los zapatos luminosos, las ropas limpias y la sonrisa rosada, siempre seria y siempre rabiosa, y las uñas recortadas y limpias, y hasta la otra tarde nos guardaba la caja en su alcoba. Sólo entonces podíamos jugar desnudos.


sábado, 23 de abril de 2011

El dragón viejo

Cocodrilo de pan
Pamplona, 2011
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Triunfo Arciniegas
EL DRAGÓN VIEJO

Papá acostumbraba llevarme en sus viajes. Recuerdo la impaciencia, el cosquilleo de la noche anterior, mamá alistando la ropa, su cara enrojecida de soplar la plancha, el chisporroteo del carbón como el inicio de una fiesta que nadie festejaba. Quería dormir porque, al abrir los ojos un instante después, papá daba los últimos toques al bigote con unas tijeras de muñeca, y eran las cuatro de la mañana. Me vestía con la ropa de los domingos, me lavaba la cara casi a la manera de los gatos y me peinaba con los dedos.
         En cualquier momento oíamos la corneta del bus que nos llevaría a Pamplona. Un hombre fornido, casi un enano, cargaba los costales de herradura amontonados junto a la puerta. Con un esfuerzo violento lanzaba el bulto al hombro, salía a la calle, subía la escalera del bus y lo acomodaba en la parrilla, entre bultos de yuca y plátano, piñas y naranjas, a veces una cesta erizada de crestas de pollo o una cabra amarrada. Papá me encargaba el maletín con el cuchillo y la linterna: nunca salía de casa sin cuchillo. Iba hasta la cama a decirle adiós a mamá, recibía su bendición y partíamos. En el bus, tres o cuatro personas y papá se saludaban sin darse la mano; recogeríamos a otras cuantas en sus casas antes de salir de Málaga, todavía de noche.
         Casi nunca veía el amanecer. Me quedaba dormido contra mi padre hasta que nos deteníamos a desayunar en el restaurante de Zoila, junto a un río de piedras grandes y blancas, en Cerrito. El agua era toda espuma. Orinaba desde el puente.
         Luego seguíamos, kilómetros y kilómetros, siempre subiendo, hacia el páramo, perseguidos por la nube de polvo. Ya nadie hablaba. Casi todos cabeceaban. Mientras nos cruzábamos con campesinos de ruana y sombrero, en bicicleta, me entretenía en el paisaje y no volvería a dormir un solo momento. Era la eternidad: el ronroneo del bus, los árboles que pasaban y pasaban, el humo de las casas, los trigales. A medida que subíamos, los árboles, las casas y los trigales escaseaban  y luego desaparecían. Por un instante, si el día era claro, Málaga se adivinaba en la lejanía. Aún me veo fascinado por la desolación del páramo, el espectáculo de la niebla y, no siempre visible, la nieve de las montañas distantes. El viento raspaba mi cara hasta que alguien pedía que cerrara la ventanilla. Si alguna vez el bus se varaba, estirábamos las piernas en pleno páramo y nos acordábamos de los bandidos. La gente se frotaba las manos y humeaba al hablar.
         En una época  fueron famosos los bandidos del páramo. Despojaban a los pasajeros hasta de la ropa. Los imagino temblando en calzoncillos. Los bandidos, con racimos de pollos colgados de los hombros, con sus antifaces de fiesta, corrían a perderse detrás de las montañas. Otro arrastraba entre maldiciones una cabra terca que se negaba a abandonar al dueño. Me contaron que para acabar con la plaga camuflaban dos o tres policías entre los pasajeros. El ejército hizo su parte. En el anfiteatro de Málaga vi uno de aquellos bandidos, descalzo y sin camisa. Una bala le había volado media oreja. No le vi más heridas pero estaba muerto de pies a cabeza, tan duro y frío como una piedra. Se hablaba de los bandidos del páramo con frecuencia aunque el peligro había pasado. Sin embargo, de regreso, mi padre ocultaba en los costales el dinero de la venta de la herradura, decía que si los bandidos me preguntaban dijera que él lo llevaba en el bolsillo, y me enseñaba unos cuantos billetes. Arrojaba los costales al piso pero durante todo el viaje no les quitábamos el ojo.
         Llegábamos a Pamplona al mediodía. La primera vez que la vi me asombró el viento que doblegaba a los árboles. Hasta entonces no conocía su rugido de gigante atormentado. La gente caminaba echada hacia adelante para que el viento no se la llevara a los cielos. Papá me dejó en el parque con los cinco costales. Sólo Sansón saldría corriendo con un costal de cien juegos de herraduras a las costillas, pero alguien debía cuidar. Había pasado horas y horas de mi vida junto a aquellos costales en uno y otro pueblo. Treinta años después saboreo sus nombres como si los inventara: Concepción, Cerrito, Molagavita, Pangote, Enciso, Capitanejo, Carcasí, San José de Miranda.
         Aquella primera vez me emocionó el viento y me sobrecogió la peladura de las montañas. Salpicada de iglesias, a menudo visitada por la niebla y la lluvia, Pamplona estaba en el fondo de una taza de montañas raspadas. Un niño se me acercó y me preguntó de dónde venía. Quería saber cómo era mi pueblo y no acerté a explicarle. El niño sólo conocía a Pamplona, y Málaga era muy distinta, tibia y toda empedrada. Pronto se aburrió. No lo olvidaría en el resto de mi vida. Le faltaba el meñique de la mano izquierda pero no me atreví a preguntar. El niño parecía no darse cuenta.
         Papá volvió contento. Había vendido todo y no necesitábamos seguir a Ragonvalia, donde estaban mis primos. Para consolarme me compró unas revistas de Kalimán, Mickey Mouse y Superman. En ese entonces me encantaba Superman y envidiaba a los pájaros. Atrapaba azulejos y los vendía en la plaza de mercado. Para volar repetía hasta el cansancio fórmulas mágicas que nunca funcionaron. No entendí por qué al tipo nunca le fallaron en el Teatro Bolívar, el mismo escenario de las películas mexicanas que hicieron la educación sentimental de papá. Los domingos me enviaba a la función matinal y para él, acompañado de mamá, reservaba la función doble de la tarde. Solía esperarlos en la puerta, aferrado a los barrotes. Si la abrían antes, conseguía ver los últimos dos o tres minutos de una película. A veces, entre semana, papá me invitaba a la función nocturna. O eran pistoleros que se mataban por una mujer o enmascarados gordos, con capa, que peleaban en el ring y en todas partes, pero cuyos golpes no hacían sangrar a nadie. O jinetes sin cabeza y vampiros que me perseguían el resto de la noche.
         Estaba feliz con las revistas y ya no me importaba regresar a casa desde Pamplona, cuando papá dijo que visitáramos al viejo Manuel, su maestro. No sabía de quién hablaba y por el camino me explicó algunas cosas. El viejo lo acogió en su casa después de una paliza de misiá Candelaria, mi abuela, y le enseñó el oficio de la herrería mucho antes de que yo naciera. Subíamos por las gradas de una calle de tierra cruda, maltratada por los caminos del agua, entre perros malhumorados y niños con el ombligo al aire. Papá espantó una gallina que pretendía picotearme el maletín. "En diciembre te compro la bicicleta", dijo. Entonces vi las cometas, alborotadas y llenas de colores, y agosto entró a mis pulmones. Quise que los meses pasaran volando. Seguimos subiendo con la respiración agitada y la lengua afuera. Me dolían las rodillas y sentía las orejas mojadas. Papá esperaba cada vez que me sacaba más de tres escalones. Decidió ayudarme con el maletín y los costales. Torcimos por una callecita estrecha y mal empedrada hasta la herrería donde el viejo trabajaba solo. Se dieron un abrazo. "Maestro Manuel", dijo papá. Tenían mucho tiempo sin verse y muchas cosas por decirse. El viejo acarició mi cabeza e hizo algunos chistes. Le ofreció a papá una silla destartalada, le preguntó por una novia, cierta loca que bailaba como un trompo, explicó que debía terminar un trabajo urgente, y papá, quitándose el saco, se ofreció como ayudante. Lo vi remangarse la camisa y soplar. Le dijo al viejo que ya no se usaba el fuelle sino el ventilador eléctrico. Detalló sus experimentos mecánicos, precisó el tamaño y el número de aletas, la posición adecuada del tubo del aire, los materiales y los precios. Los vi machacar un hierro amarillo con regocijo, como niños, sobre la música del yunque. La porra de papá y el martillo del viejo subían y bajaban por turno, con fuerza, mientras balanceaban el tronco, estiraban y encogían los brazos, como dos bailarines consumados que no admiten equivocaciones. Emocionados, empapados de sudor, decidieron celebrar el encuentro. "Doña Carmen, cervezas", gritó el viejo desde la puerta de la herrería. En pantuflas, una vieja trajo el par de cervezas de inmediato y el maestro Manuel le pidió que se las anotara. Me dijo que fuera con ella a pedir lo que se me antojara. Coca-Cola, pan y queso. La vieja abrió un cuaderno, mojó en la lengua la punta del lápiz y escribió unos números. Contemplaba las mujeres de los almanaques cuando oí el grito destemplado del viejo Manuel: "Doña Carmen, mándeme otra dos con el pelado". Llevé las cervezas, aunque las primeras todavía estaban a mitad de camino. El viejo hablaba del difunto Jeremías, que en paz descanse. Pequeño y barrigón, colorado y calvo, sólo le quedaba cabello alrededor de las orejas y en la nuca. Las cejas parecían una reunión de alfileres, un gusano quemador que separaba los ojos de la frente. La nariz de payaso y el bigote de cola de conejo me hacían reír. Balanceaba el tronco como los enanos. Por sus movimientos rápidos y la curva de sus piernas de pistolero del Oeste, cualquiera diría que había pasado la vida montando a caballo. Pensé que no me extrañaría verlo en la pantalla del Teatro Bolívar. Acabaron las cervezas y, como aún les quedaba conversación, más historias de vivos y difuntos, me mandaron por otras.
         Una perra que casi raspaba el suelo con su barriga erizada de tetas entró al taller y se acomodó debajo de la forja. "Como todas las perras, le gusta el calorcito", dijo el viejo con regocijo. "La preñan todos los años."  Más colorado que antes, se reía.
         Al anochecer, del fondo de la casa vino una muchacha negra y bonita, descalza, que el viejo presentó como su mujer. Le palmoteó las nalgas, riéndose. "Soy un dragón viejo pero todavía boto candela", dijo, alborozado, y la negra nos enseñó el resplandor de sus dientes. Papá lo acusó de viejo sinvergüenza. Yo nunca había visto un culo tan grande.
         Al principio papá no la miró, luego no le quitaba los ojos de encima. La mujer como que se dio cuenta. Pidió permiso para retirarse. "Tenemos pescado esta noche", anunció el viejo. Encendió un tabaco y entonces sí me pareció un dragón. Como pistolero causaba risa, pero como dragón tenía su encanto. Le regocijaba echar humo. Al fin y al cabo, igual que papá, había pasado su vida junto al fuego. Papá y él estuvieron de acuerdo en que eran un par de diablos y que se pasearían por el infierno como Pedro por su casa.
         Al rato volvió la negra para anunciar la cena. Se había pintado la boca y lucía unas candongas doradas, pero seguía descalza. Ya estaban borrachos cuando nos sentamos a comer. El viejo se quedó dormido en la mesa. Papá y la mujer lo llevaron a la cama. Papá se demoró en volver. Abandoné el pescado, aburrido de escupir espinas, me lavé las manos y leí dos veces las aventuras de Superman. Papá tocó mi hombro y dijo que regresaríamos al otro día. Que nos quedábamos a dormir.
         La muchacha nos guió a un cuarto de paredes desnudas y señaló una cama pequeña. Me quité los zapatos y me acomodé al rincón.  "Duérmete", dijo papá y se acostó encima de la cobija, con un brazo de almohada. Dijo algo que no entendí y soltó la risa mientras se manoseaba el bigote. No pude dormir y oí cuando la mujer entró. Me quedé quieto, hablaron pasito y salieron del cuarto. Me quedé dormido esperando a papá. Entre sueños lo sentí volver, acomodarse una y otra vez. Entonces, con su tibieza, dormí profundo. Elevaba una cometa de estrella cuando vi venir la pelota de colores montaña abajo. Por atraparla, solté la cometa. Abrazaba la pelota y veía estremecerse a la cometa, que caía y caía, lejos. Papá debería estar sacudiéndome desde hacía rato cuando desperté.  "Nos vamos", dijo. Me acomodé los pelos con los dedos, tomé los costales vacíos y el maletín y cerré la puerta. Aún era de noche. Cuando atravesábamos el taller, papá se acordó de algo, sacó la linterna del maletín y soltó el chorro de luz debajo de la forja. "Anoche parió la perra", dijo. Conté los cachorros, dos negros y otro negro con patas blancas. Hubiera querido llevarme uno, el combinado, pero sabía que era muy pronto y se me moriría por el camino. "Después de que abran los ojos", dijo papá. Quitó la tranca y salimos a las últimas estrellas. Ajustó la puerta y, al terminar la callecita empedrada, vimos a Pamplona, abajo, enroscada y dormida. Papá tomó el maletín y echó adelante. Troté para alcanzarlo. En el parque, bebiendo café, nos amaneció.
         Papá reconoció un camión y le hizo señas al conductor, un gordo de bigotes, que se detuvo y nos llevó. Papá se quedó dormido casi en seguida. Durmió todo el camino. Sólo se despertó un rato para comer carne asada en el restaurante de Zoila. Compró un pan en forma de cocodrilo. El gordo no quería cobrarnos pero papá insistió y le entregó un billete doblado.
         Papá tocó y abrió Adelaida. Papá le acarició la cabeza mientras ella se apartaba para que pasáramos. Alguien llamó desde la calle y papá fue a saludarlo. Álvaro me arrebató el maletín y sacó el cocodrilo de pan. Adelaida preguntó qué más traíamos y le dije que un perro. Se le agrandaron los ojos. Abrió el maletín y metió la mano. Luego metí las mías y saqué un perro que ella no pudo ver. Lo arrullé. Adelaida siguió esculcando, huyó con mis revistas y la perseguí. Mamá estaba en la cocina. Papá se acercó sigiloso y la abrazó, también a mi otro hermano en la barriga. Mamá se volteó y le besó el bigote.


miércoles, 20 de abril de 2011

Triunfo Arciniegas / Caperucita Roja

Little Red Riding Hood
Tara Jacoby
Triunfo Arciniegas
CAPERUCITA ROJA

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos,  siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
         Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella  hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
         -¿Qué se te ofrece?  ¿Eres el lobo feroz?
         Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
         -Quiero regalarte una flor, niña linda.
         -¿Esa flor?  No veo por qué.
         -Está llena de belleza -dije, lleno de emoción.
         -No veo la belleza -dijo Caperucita-. Es una flor como cualquier otra.
         Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le dí alcance.
         -Mira mi reguero de lágrimas.
         -¿Te caíste? -dijo-. Corre a un hospital.
         -No me caí.
         -Así parece porque no te veo las heridas.
         -Las heridas están en mi corazón -dije.
         -Eres un imbécil.
         Escupió el chicle con la violencia de una bala.
         Volvió a alejarse sin despedirse.
         Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. "Bonito disfraz", me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
         Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
         -¿Vas a la escuela? -le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
         -Estoy de vacaciones -dijo-. ¿O te parece que éste es el uniforme?
         El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
         -¿Y qué llevas en el canasto?
         -Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
         Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer?  ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar?  Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
         -Corta un pedazo.
         Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
         -Es un experimento -dijo Caperucita-. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.
         Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
         Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
         -La receta funciona -dijo-. Voy a venderla.
         Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
         -Cómete a la abuela.
         Abrí tamaños ojos.
         -Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
         No podía creerlo.
         Le pregunté por qué.
         -Es una abuela rica -explicó-. Y tengo afán de heredar.
         No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
         Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
         Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita?  Sólo soy el lobo de la historia.
         Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
         Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

Triunfo Arciniegas
Caperucita Roja y otras historias perversas
Bogotá, Panamericana Editorial, 1997

domingo, 17 de abril de 2011

El jardín del unicornio


Triunfo Arciniegas
EL JARDÍN DEL UNICORNIO

Sin lugar a dudas, mi mujer es un animal peligroso. Los  amigos me festejan la frase: la toman en broma. Todos mis años haciendo lo que me venía en gana y ahora, desde hace tres, lo que le viene en gana a ella. Aunque en casa se hace su soberana voluntad, sé qué no vive contenta. Terminará por largarse, cerrando nuestro dulce calvario. No importa qué haga para conservarla porque de  todos modos terminará amontonando las muñecas en la vieja maleta de su madre y una tarde de éstas encontraré la carta de tibios garabatos debajo de la almohada.  Temo su ausencia, temo que la casa vacía me aplaste, y cada vez que abro la puerta y la veo, sorprendido, experimento cierta felicidad. Aplacar su deseo es la única manera de arrancarle un poco de ternura; gime, llora, grita como una loca y me deja la espal­da en carne viva. Por eso digo que es un animal peligroso. Grita barbaridades de camionero, se dice que es mi perra y me persigue la oreja con furia vangoghiana. Definitivamente es un animal peligroso. No soporta los retrasos, para empezar, aunque nunca aparezca cuando la espero en un parque, sin paraguas y muerto de hambre; siempre perdemos el comienzo de las películas y siempre llegamos cuando ya no nos esperan. Me descuida pero no suelta la cuerda. Reclama con minuciosidad el itinerario de mis días y sus preguntas tramposas pretenden hacerme caer. No voy muy lejos, no me da tiempo de nada. Conoce todos los teléfonos para cerciorarse de mi paradero. Si chasquea los dedos aparezco batiendo la cola y lamo su mano. Le soy fiel por comodidad o, como dicen los amigos, por instinto de conservación. Por otra parte, debo admitirlo, no caen muchas con esta cara de burro y el arte de la seducción es el arte de la palabra, el sosiego y la magia, del acecho y el zarpazo, de detalles, de calculadas esperas, del cielo no cae ninguna, amores fáciles sólo en las películas. Ojalá las mujeres me persiguieran como lo hacen en su imaginación: como mosca vuelo de orgía en orgía. Ni raja ni presta el hacha, quiero decir, ni me mantiene ni deja que encuentre quien me mantenga, ni hacha ni presta la raja, dirían mis amigos. De todos modos, venía diciendo que no soporta que llegue tarde y debo inventar disculpas cada vez más ingeniosas o verdades a medias o verdades enteras que generalmente no acepta. Cuanto más grande es la mentira más difícil de susten­tar, y sostener, claro, aunque es ésta precisamente la que deja los mejores resultados por el momento. Habla poco pero siempre me asombra su terquedad para desmigajar mis argumentos. Esta vez, debido al cansancio, prefiero la verdad: me entretuve negociando un unicornio. Ofrecí hasta ciento cincuenta pesos pero no bajaron de doscientos cincuenta. No me pareció caro pero tampoco andaba muy deseoso de un unicornio, sólo quería darle la sorpresa al ángel de mis tormentos. De pronto una sorpresa funciona. La otra noche, para disculpar la borrachera, aparecí con un precioso gatito negro de diez pesos en el bolsillo: fue maravilloso mientras el gato nos acompañó. Porque luego, mientras le explicaba que el día menos pensado lo veríamos otra vez junto al plato de leche, que estos animales son unos vagabundos desagradecidos por naturaleza, me estrellé contra el muro de silencio y tedio: una fuerza ciega y peligrosa que me envuelve y me acorrala como un huracán. Cuando se pone así le molesta hasta mi manera de caminar, de masticar, de peinarme, no puedo cantar en el baño o arrastrar la silla al sentarme. Entro a otra estación en el infierno, la mujer se cierra día y noche, en cuerpo y alma. En pocas palabras, se vuelve insoportable. Después del gato, fracasé con el canario, también con el par de loritos y la ardilla que arruinó los muebles: a todos encontró defectos y a todos descuidó hasta tal punto que me vi en la necesidad de remitírselos a distintos vecinos antes de que su propia mano los pasara por la silla eléctrica. El cine, el restaurante y el vino sólo me dan una noche de tregua, y el bolsillo no alcanza para tantas treguas. Quiere una cosa, quiere otra, al rato no la quiere, la detesta; como el vestido verde que vimos a las tres de la mañana, un poco borrachos y felices. Me suplicó, me prometió esto y lo otro, me juró y al amanecer la sabiduría de su lengua me convenció. La desnudez es un arma invencible. Amorosa, ansiosa y entregada, la mujer es el remedio de toda desgracia. Por la tarde la desperté con el paquete en la mano, balanceando el dolor del precio con la intensidad del gozo: ya no se acordaba. Aunque las piernas se le veían muy bonitas y el trasero se le redondeaba con delicia, no usó más de dos veces ese vestido verde. Así es. Me exige  que le traiga el unicornio para creerme, y cuando exige, por Dios que sí, exige en serio: un índice erguido señala la puerta. Encuentro la tienda cerrada. Por fortuna, el dueño vive cerca y se compadece al verme mojado de lluvia y muerto de hastío: doscientos pesos. Hablamos de caprichos bajo su paraguas, nos estrechamos la mano como viejos amigos, que vuelva cuando quiera, los conejos son más baratos. Es un hermoso unicornio de quinientos pesos que no le teme a la lluvia, delicado, tan manso que dan ganas de soltarle la cuerda. Entramos al bar de Osiris mientras pasa la lluvia. Un borracho melancólico se queda mirándonos: "Sólo le falta un clavel en la oreja", dice. Al fondo, junto al viejo que lee el periódico con la pipa en la boca y el hilo de saliva en la quijada, un hombre maduro murmura cosas al oído de una muchacha que se muerde los labios y dirige con el dedo una autopista de cerveza sobre el vidrio, del vaso rebosante de espuma al pocillo humeante; el dedo se confabula con otro para tomar uno a uno los cubitos de azúcar y soltarlos en el humo; su otra mano envuelve la quijada y acaricia el rostro con lentitud. "O una corbata amarilla", dice el borracho. Los cabellos de la muchacha se desgajan al rostro y el cuerpo del hombre se retuerce en el territorio de los cuchillos. Osiris dibuja una cabeza de caballo, tomo el lápiz y le agrego un cuerno largo y fino, retorcido como un tornillo, casi entre las cejas, para regocijo de Osiris, quien me sonríe y pestañea como una vaca, imaginándolo entre las piernas. Pronto rechazo una oferta de cuatrocientos pesos, ni por quinientos lo daría, el aguardiente me abriga el cuerpo, el mundo gira. Una negra de teticas de golondrina se vuelve loca por el unicornio pero debo negárselo. Me gustan esos pantalones ajedrezados, qué daría por un jaque mate, el trasero, una obra maestra que bambolea con gracia, me gusta toda: la imagino de alambre dulce para los retorcimientos. Esa mano, envolviendo como una seda el cuerno pulimentado, me alborota la lujuria y es preciso volver a casa antes de caer en la tentación. Las uñas pintadas destrozan las gotas de lluvia que no resbalan del pelaje. Para colmo, ten piedad de mí, Señor, la negra me invita a conocer las fotografías de unicornios que adornan su alcoba. Le digo que a ningún hombre le gustan las fotografías de unicornios en la alcoba y se retuerce, se recoge y se lame, feliz e insinuante, casi se arranca los botones: me pregunto qué cosa me unté esta mañana. El hombre maduro se levanta y se abotona el saco, deja un billete nuevo junto a la cerveza sin terminar. Su tierna amiga sacude la cabeza para acomodar los cabellos y se levanta mientras el hombre retira la silla. Los imagino retorcidos y anudados, no tengo remedio. "Bonito animal", comenta el hombre, casi tocándolo, y desde la puerta corre cubriéndose la cabeza con un brazo. Una araña desparramada sobre el hombre, un hombre corre bajo la araña. La muchacha se recoge los cabellos en un ligero moño. Toca al animal, para darse suerte tal vez, y se decide. De prisa alcanza la puerta, se detiene para volver a mirarnos y nos dice adiós con la mano. Atraviesa la calle y encuentra al hombre en la esquina. Se muerden la boca bajo la lluvia, el hombre la abraza y desaparecen. Conservo la imagen de la muchacha: suéter gris sobre la blusa blanca, falda negra sin abertura a lo largo de los muslos, zapatos de tacón bajo y medias gruesas casi hasta las rodillas, como si todavía fuese a la escuela. Sentada a la orilla de una cama limpia, cerca de aquí, se sacará las medias salpicadas y surgirán los pies rosados. Después de secarle la cabeza, el hombre llevará sus besos desordenados hasta los peces tibios, contará los dedos, beberá una y otra vez la luz de las piernas en el altar de la adoración. Ella, en agonía, lo llamará y lo devorará. Osiris recoge el billete, el vaso y el pocillo y pasea en círculos el trapo rojo por el vidrio de la mesa. El viejo no despega los ojos del periódico ni la pipa de la boca, el borracho melancólico cabecea y se recorre con dedos torpes los labios gruesos y babosos. Ay, dos tetas tiran más que dos carretas, golondrina de mis veranos, desamparada en este mundo necesitado de sus maromas: alambre dulce que se retuerce en la magia del sudor. Ay, negra, riega sal en la herida. Mis imaginaciones son limitadas pero básicas: la saliva del delirio, la sabiduría de la lengua que abre las puertas del cielo, la miel y el sudor, soy un hombre débil. Le cambiaría el animal por unas caricias, pero quién podrá con mi mujer. La negra habla del horóscopo en mi hombro, como un viento suave, no puedo concentrarme, no entiendo, es Virgo y soy Cáncer, males que van juntos. La chica del afiche que me fascina y alguna vez negociaré con Osiris, tendida en la playa, una pierna estirada y otra en ángulo, el índice en la boca como un helado o como otra cosa que quiere probar, parece burlarse, reprocharme la estupidez. Porque mi mujer es un animal peligroso y sobre todo porque tengo que regresar. Y cuanto más tarde, peor, pienso, ante la persistencia de la lluvia, y el unicornio y yo nos echamos a la calle: se nos hace noche. Brinca de gozo, como un perrito, pero la cuerda es fuerte. Luce tan manso y sagrado como una oveja. Un clavel, dijo el borracho. Y una cinta alrededor del cuello. De pronto, cuando las cosas suceden más de prisa que en el pensamiento, pasa la lluvia y los niños ensayan barcos de papel en los riachuelos de la calle, mi mujer abre la puerta y corre a secar el unicornio con nuestra toalla y al instante le ofrece café. Los unicornios no toman café. Le sugiero que lo amarremos en el jardín porque, al fin y al cabo, para eso son los unicornios, para amarrarlos en el jardín, y me replica que el pobrecito se ensopará. No, qué tontería, les fascina la lluvia, todo el mundo lo sabe. No es más que un unicornio de jardín, no me explico el alboroto: todo lo demás es puro cuento. Al fin y al cabo, rezongando, acepta. Pero durante la noche, sin atarse la bata, a cada rato y sin permitirme ahondar en el sueño, va a la ventana y desde el éxtasis contempla al animal. Me habla de sus ojos de luna, se despierta con sus ojos de luna a las nueve de la mañana de este domingo inútil. El vecindario se alborota con el rumor del unicornio, qué bello, qué rosado, já, porque todo el mundo estaba harto de unicornios negros y deshilachados. Todo el mundo comenta cuánta falta le hacía el unicornio al jardín, hasta la señora del canario y el viejo de los loritos se acercan y, tonto y trasnochado, pienso que sí, cómo no, cuánta falta, señores. Se me quitan las ganas de pintar la cocina, de hojear el periódico, de escribirle a Vanessa. Qué despelote, loca se vuelve mi mujer con el unicornio, quién lo creyera, que una foto así, que otra así, no seas malo mijito, lindo domingo de fotógrafo. Tan loca que hasta se olvida de insistir que vuelva temprano, hasta no le importa que pierda unos minutos en el bar de Osiris, donde los amigos comentan que mi mujer no es un animal tan peligroso y piden raspadura de cuerno de unicornio para sus juegos eróticos y baba azul en un frasquito para la impotencia de un amigo que tengo y no conoces, y que no se te olvide, insisten hasta el aburrimiento, en ayunas, insisten felices, como si no supieran que durante el celo a los unicornios la baba se les oscurece a un morado de entrepierna, y el cuerno, amigos míos, se endurece como ya lo quisieran algunos a cierta hora, nadie raspa una cosa así, les discuto pero no aceptan, se ríen, me festejan las frases. Paso más tiempo con ellos, mis disparatados amigos, porque a la loca que tengo en casa ya no le importa que me emborrache y entremos a la casa cantando y me acueste con los zapatos puestos. Siempre está descalza ahora, sin brasier por toda la casa, una vieja camisa mía le sirve de vestido. Será dulce y sumisa conmigo si permito el unicornio dentro de la casa, en la alcoba luego, se ve tan desamparado el pobre en el jardín, fíjate que no le quedan hojas ni mucho menos flores, se nos va a morir. Con el tiempo, tan mansa ella, con tanta delicadeza sugiere que me quede en la sala, en el blando y delicioso sofá, y me parece bien porque no soporto la presencia del unicornio, los mansos ojos fijos en la carne. Pero dejémonos de pendejadas, las caricias terminaron con la traída del maldito animal. De pronto no le importa que venga a dormir, que no venga, que nadie saque la basura los martes y que las prendas se desparramen por todos los sitios imaginables de la casa. Los cuadros sin horizontalidad, la llave siempre abierta, la luz del baño encendida. Los trastos sin lavar, las pantuflas en ninguna parte, sin pañuelos ni medias limpios. La cama destendida, la sábana sucia y regada en el piso, entre flores mordisqueadas que nunca traje, colillas. Antes no fumaba. Antes sólo fumaba cuando bebíamos y a veces después del amor. Permanece tan distraída y distante que ya no existo para ella, a toda hora me manda de paseo. La negra muestra más interés por mí que por el tema de los unicornios y descubro las maravillas del ajedrez alrededor de su ombligo  mientras, soñolienta y plena, colmada de vida en el abandono de la casa, la mujer del unicornio sigue preparándome el desayuno. Se estira y bosteza en una confusión de pelos. "Me siento deliciosamente cansada", sonríe, huele y lame la yema de sus dedos. Sin pensarlo le digo que puedo desayunar en cualquier parte y acepta, soy un tesoro y recibo la lluvia de besos. El almuerzo no es muy bueno. Todavía está soñolienta, en bata o desnuda, oliendo a unicornio a esa hora y con los labios morados. Sólo en las noches se ve despierta y deseosa de charlar. Habla mucho mientras se baña. La escucho en las pausas del agua. Botellas vacías en el rincón de la cocina, migajas de pan en el mantel, ceniceros repletos sin comentarios de parte mía. Soy una visita agradable y discreta que retira una carta de Vanessa y los recibos por cancelar: evito la visión de su cuerpo enjabonado, que aún me hiere, le recuerdo la toalla cuando aparece mojada y sin bata, le cubro los hombros, soy una persona respetuosa. Enciende el cigarro y en su boca de pajarito sin pintar el humo es una perfección. El otro día soñé que en un potrero de tréboles mi mujer vomitaba nubes que luego la cubrían, en forma de caballo, para su escandaloso regocijo: Mujer preñada de nube, bonito título para una pintura. Oh, sí, me siento cansada, sonríe feliz y lejana, desbaratada. Hasta conseguí a alguien para enviar el mercado cada semana, hasta le ofrecí para el aseo una muchacha que rechaza porque mañana echará una limpiadita y dejé de comer del todo en esta casa, alguna vez café, nada más, gracias, un poco de azúcar, gracias. Y además, siete o nueve días atrás, saqué los libros, las fotografías y la cámara, las pinturas y los lápices, las cartas de Vanessa. Casi no la veo. La imagino en la ventana, lavada por la luz de la luna del jardín arrasado por el animal, tocándose el rostro, la mirada perdida y la maliciosa sonrisa que no se le desprende, como una Gioconda de plaza, la plenitud y el éxtasis conjugados, la imagino y me basta. O abrazándose mientras contempla la lluvia en el jardín. Casi nunca veo al unicornio. Su lengua es larga y morada y por debajo de la mesa lame los muslos de la mujer que, sonriente y dichosa, lo envía al dormitorio. Entonces me despido. Otra noche vuelvo y nadie abre la puerta, entro, sólo risas en la alcoba, me retiro con pasos de ladrón. En el jardín, mientras orino, contemplo la desolación: tallos  quebrados, flores desmigajadas, tierra revuelta y excremento de unicornio. Antes tapaba como los gatos. Me resulta difícil creer en la omnipresencia de Dios, al menos en este jardín inundado por el olor del unicornio. En toda la casa se respira este olor agrio y dulce que embriaga y adormece. Sacudo del miembro las últimas gotas. Estoy vacío, hasta del rencor y la vergüenza. Cierro la bragueta y recuerdo que antes, cuando ella era mi novia, iba a la esquina de su casa y orinaba, como un perro, borracho y coronado de polillas, alrededor del poste del alumbrado público. La espuma me hacía reír. Aún soy un perro, un perro triste que marca un territorio perdido, un perro en el jardín del unicornio. Podría decir que como este jardín desolado es mi vida pero no lo siento así. Orino un territorio ajeno y nada más. Dejo que el mundo pase con tal que me dejen vivir. Casi nadie ve al unicornio ahora pero todo el mundo opina que luce más bello. Por mi parte, cada vez que observo a la mujer mientras toma el café, los ojos cerrados con toda dulzura, un pie desnudo balanceándose, y el muslo que, apoyado en el otro, abre mi antigua bata hasta la herida, o cada vez que la recuerdo tomando el café con los ojos cerrados, extasiada por las caricias de una lengua morada, reconozco que está mucho más bella, más rosada, mansa como una oveja.                  

viernes, 15 de abril de 2011

Triunfo Arciniegas / Noticias del invierno



Triunfo Arciniegas
NOTICIAS DE INVIERNO

En el vientre de la ballena, Jonás lee el periódico. El invierno azota a su país. No para de llover desde hace cuarenta días. Carreteras derrumbadas, pueblos enteros inundados, vacas patas arriba río abajo. Jonás avisa a la ballena que vayan al siguiente puerto.
                     
Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro


jueves, 14 de abril de 2011

Mientras mamá lava su cuerpo



Fotografía de Klaus Peter Nordmann
Triunfo Arciniegas
MIENTRAS MAMá LAVA SU CUERPO

Como todos los domingos, el niño patea la pelota de colores en la calle. La pelota se desliza sobre el cemento mientras mamá hace el amor, sube al andén como una babosa mientras mamá toma la bata y corre a lavarse, se ríe entre las hojas secas mientras el agua envuelve a mamá desnuda y dichosa. El niño la llama, la grita, la mima, y la pelota se niega desde la sombra de los árboles mientras mamá cierra la llave y se embadurna de jabón, entre las hojas secas mientras el agua se lleva el jabón del cuerpo desnudo de mamá. Cuando el niño atraviesa la calle corriendo y mamá sale del baño despacio, el auto ciego lo golpea, mamá deja la bata sobre la cama mientras papá enciende otro cigarrillo, lo avienta descalzo hasta los árboles, mamá escoge su vestido más hermoso para este domingo plácido mientras papá fabrica volutas de humo con dedicación de artesano, hasta un montón de hojas secas, mamá peina perezosamente sus sedosos cabellos mientras papá recuerda los senos de otra, recién vista en el cine, hasta una pelota de colores que disfruta la sombra de los árboles sobre un montón de hojas secas, mamá tararea esa linda canción hasta que papá arroja la colilla y la atrapa por la cintura, hojas secas que se quiebran bajo el peso del pequeño cuerpo, mamá olvida la canción.




Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro


miércoles, 13 de abril de 2011

Ofrenda

Mapplethorpe

Triunfo Arciniegas
OFRENDA


Es tan hermoso que hiere mirarlo. Se desnuda como un dios en los bares. Las mujeres que cada noche le arrojan su ofrenda de monedas, enferman de una melancolía incurable.


Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro

martes, 12 de abril de 2011

El enamorado

Ilustración de Triunfo Arciniegas
Triunfo Arciniegas
EL ENAMORADO

Oí la historia la otra noche en una reunión y todos nos reímos. El amor no correspondido resulta ridículo y risible, como los borradores de esas cartas apasionadas que leemos cuando la destinataria ya es un fantasma y el sentimiento ha desaparecido para siempre. El narrador, pequeño y gracioso, en el centro de la sala, se despelucaba precisando los detalles, las miradas, los cambios de voz, el llanto, los acechos. Según la versión breve de la historia, un hombre atormentado persigue a una mujer con desatada insistencia, alevosía y ventaja, se le aparece hasta en la sopa y los espejos y le manifiesta su amor de todas las maneras posibles, las mismas que conducen al final feliz de las películas. Pero en la vida de todos los días, la mujer, al verlo, sólo tiene ganas de gritar. El hombre, enceguecido, obsesionado, no puede detener la intensidad de sus floridas declaraciones. Después de mil aventuras trágicas y cómicas, es decir, patéticas, que nos arrancaron lágrimas y pataleos, el hombre la ve desde un autobús, se baja como loco y muere atropellado por una bicicleta. La mujer no se da cuenta. El semáforo cambia, ella gira la cabeza para echar hacia atrás el manojo de cabellos y cruza la calle. Años después se pregunta qué sería de aquel hombre tan fastidioso que casi la vuelve loca.



Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro