domingo, 10 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / El duelo

 

Ilustración de Igor Karash


León Tolstói

     EL DUELO

Traducción de Lydia Kúper

Cuarta parte

IV

    Pierre estaba sentado frente a Dólojov y Nikolái Rostov. Como de costumbre, comía y bebía con avidez. Pero quienes lo conocían bien notaban que se había producido aquel día un gran cambio en su persona. Guardó silencio durante toda la comida; entornados los ojos y fruncido el ceño, miraba en derredor o a veces, con la mirada perdida en el espacio, se frotaba el puente de la nariz. Su rostro estaba triste y sombrío: se habría dicho que ni veía ni escuchaba nada de cuanto ocurría a su alrededor, sumergido en algún pensamiento tan penoso como difícil de resolver.


    El problema que lo atormentaba era la alusión de la princesa, en Moscú, a la intimidad de Dólojov con su mujer y una carta anónima recibida aquella mañana, donde se le decía —con la vileza festiva propia de todas las cartas anónimas— que veía mal, aunque usara lentes, ya que las relaciones de su mujer con Dólojov no eran secretas más que para él. Pierre no creyó en absoluto ni las alusiones de la princesa ni la carta, pero le resultaba violentísimo mirar en aquel momento a Dólojov, sentado delante de él. Cada vez que por casualidad se encontraba con los bellos e insolentes ojos de Dólojov, en Pierre nacía algo monstruoso y terrible que lo forzaba a esquivar cuanto antes aquella mirada. Recordando el pasado de su mujer y sus relaciones con Dólojov, Pierre se daba cuenta de que la carta podía ser verdad, o al menos podía serlo, o parecerlo si no se tratara de su mujer. Recordaba que Dólojov, repuesto en su grado y destino después de la campaña, al volver a San Petersburgo había acudido a su casa. Utilizando su antigua amistad de cuando habían sido compañeros de francachelas, Dólojov fue en su busca, y Pierre lo había alojado y le había prestado dinero. Recordaba ahora el desagrado de Elena, que se quejaba sonriente de que Dólojov viviera en su casa, las cínicas alabanzas que el huésped hacía de la belleza de su mujer y que, desde entonces hasta su viaje a Moscú, no se había separado de ellos ni un solo instante.
    “Sí, es un hombre muy guapo —pensaba Pierre—, y además lo conozco. Para él supondría un particular placer difamar mi nombre y burlarse de mí, precisamente porque hice tanto por él y lo he recibido en mi casa. Comprendo qué especial sabor debe de tener para él este engaño, si fuera verdad… sí, si fuera verdad. Pero no lo creo; no debo, no puedo creerlo.” Y recordaba la expresión del rostro de Dólojov en sus momentos de crueldad, de cuando ató al policía a la espalda del oso y lo arrojó al agua o cuando, sin razón alguna, desafió a un hombre y mató de un pistoletazo al caballo de un coche de punto. Veía esa expresión a menudo en el rostro de Dólojov cuando lo miraba. “Es un espadachín —se decía—. Para él, matar a un hombre no supone nada. Debe parecerle que todos lo temen y eso le produce placer. Debe pensar que también yo le tengo miedo. Y, en efecto, se lo tengo.” Y al llegar a esos pensamientos, de nuevo se despertaba en su ánimo aquel sentimiento terrible y monstruoso.
    Dólojov, Denísov y Rostov, sentados frente a Pierre, se mostraban muy alegres. Rostov charlaba animadamente con sus compañeros, de los cuales uno era un bravo húsar y el otro un famoso espadachín, un camorrista que, de vez en cuando, lanzaba una mirada burlona sobre Pierre, quien sorprendía en aquella fiesta por su aspecto distraído, sombrío y su corpulencia. Rostov lo miraba sin ninguna simpatía, porque Pierre, para un húsar como Rostov, no era más que un civil muy rico, casado con una mujer bellísima, un blando; es decir, no era nada. Se unía a esto que Pierre, distraído y absorto en sus pensamientos, no había reconocido a Rostov ni contestado a su saludo. Cuando comenzaron los brindis a la salud del Emperador, Pierre, pensativo, no se levantó ni tomó la copa.
    —¿Qué le pasa?— le gritó Rostov, mirándolo con irritación. —¿No ha oído? ¡A la salud de Su Majestad el Emperador!
    Pierre suspiró; se levantó dócilmente, vació su copa y, esperando a que todos estuvieran sentados de nuevo, se volvió con una sonrisa bondadosa a Rostov.
    —¡No lo había reconocido!
    Pero Rostov seguía con sus “hurras” y ni siquiera se dio cuenta.
    —¿Por qué no reanudas esa amistad?— preguntó Dólojov a Nikolái.
    —¡Bah! ¡Es un imbécil!— dijo Rostov.
    —Hay que mimar a los maridos de las mujeres guapas— dijo Dólojov.
    Pierre, sin entender lo que decían, se daba cuenta de que estaban hablando de él. Se sonrojó y volvió la cara.
    —¡Bueno! Ahora, a la salud de las mujeres guapas— dijo Dólojov. Y la expresión seria, pero con una sonrisa en la comisura de los labios, se volvió hacia Pierre. —¡Pierre, a la salud de las mujeres guapas y de sus amantes!
    Pierre, con los ojos bajos, bebió sin mirar a Dólojov y sin contestarle. El lacayo, que distribuía la cantata de Kutúzov, colocó un ejemplar delante de Pierre, como invitado más importante; Pierre quiso coger el papel, pero Dólojov, inclinándose hacia delante, se apoderó de la hoja y se puso a leer. Pierre miró a Dólojov; sus pupilas se estrecharon: algo terrible y monstruoso que lo había turbado durante todo el banquete se adueñaba de él. Dobló su corpachón a través de la mesa y gritó:

    —¡No se atreva a tocarlo!
    Al oír aquel grito y ver a Pierre en aquella actitud, Nesvitski y su vecino de la derecha, asustados, se volvieron con viveza a Bezújov.
    —Cálmese, cálmese, no lo tome así— susurraron.
    Dólojov miraba a Pierre con sus ojos claros, alegres y crueles, con una sonrisa que parecía decir: “Esto sí que me gusta”.
    —No se lo daré— dijo con voz tajante.
    Pálido, con los labios temblorosos, Pierre le arrancó el papel.
    —Usted… usted es un miserable. ¡Lo desafío!— dijo, apartando su silla y poniéndose en pie.
    Mientras hacía todo aquello y pronunciaba tales palabras, Pierre sintió que la cuestión de la culpabilidad de su mujer, que lo venía atormentando los últimos días, se resolvía afirmativa y definitivamente. La odiaba y se sentía desligado de ella para siempre. Denísov aconsejó a Rostov que no se mezclara en aquel asunto, pero Nikolái aceptó ser padrino de Dólojov y, después del banquete, convino con Nesvitski, padrino de Bezújov, las condiciones del duelo. Pierre volvió a su casa y Rostov, Denísov y Dólojov permanecieron en el club hasta bien entrada la noche oyendo a los zíngaros y cantantes.
    —Entonces, mañana en Sokólniki— dijo Dólojov en el portal del club, al despedirse de Rostov.
    —¿Estás tranquilo?— preguntó Rostov.
    Dólojov se detuvo.
    —Te explicaré en dos palabras todo el secreto del duelo. Si vas a batirte y te ocupas de escribir tu testamento y cartas cariñosas a tus padres, si piensas que pueden matarte, no eres más que un idiota y te matarán de seguro. Pero si vas con la firme intención de matar al contrario cuanto antes, y con la mayor puntería, entonces todo se resuelve bien. Como me decía un cazador de osos de Kostromá, ¿quién no tiene miedo al oso? Pero cuando uno está frente a él, desaparece todo temor y uno sólo piensa en que la bestia no se escape. Pues bien, lo mismo digo yo. A demain, mon cher.


    Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Pierre y Nesvitski llegaron al bosque de Sokólniki, donde ya se encontraban Dólojov, Denísov y Rostov. Pierre tenía todo el aspecto de un hombre a quien preocupaban consideraciones muy distintas del duelo. Su rostro aparecía demacrado y amarillento como si no hubiese dormido en toda la noche. Miraba distraídamente en derredor y entornaba los ojos, como si hubiera un sol demasiado fuerte. Dos cosas lo absorbían exclusivamente: la culpabilidad de su mujer, sobre la cual ya no tenía duda tras la noche de insomnio, y la inocencia de Dólojov, quien en realidad no tenía razón alguna para respetar el honor de un hombre extraño a él. “Tal vez en su lugar yo también habría hecho lo mismo —pensaba Pierre—. Sí, seguramente lo habría hecho. Entonces, ¿para qué este duelo, este asesinato? O lo voy a matar, o será él quien me hiera en la cabeza, en el codo o en la rodilla. Debería irme de aquí, huir, desaparecer”, se decía. Pero cuando lo acosaban tales ideas, con un gesto tranquilo y distraído, que imponía respeto a los demás, preguntaba: “¿Falta mucho? ¿Está todo preparado?”.
    Cuando todo estuvo dispuesto, hincaron los sables en la nieve para indicar la línea en donde debían detenerse los adversarios y, cargadas ya las pistolas, Nesvitski se acercó a Pierre.
    —No cumpliría con mi deber, conde— dijo con tímida voz, —y no justificaría la confianza que pone en mí y el honor que me ha hecho eligiéndome como padrino, si en este momento grave, gravísimo, no le dijera toda la verdad. Creo que no hay motivos bastante serios para que se derrame sangre… Usted no tenía razón… obró en un momento de arrebato…
    —Sí, lo sé, una estupidez terrible…— dijo Pierre.
    —Entonces, permítame que les haga saber que lamenta lo ocurrido. Estoy convencido de que nuestros adversarios aceptarán sus excusas— dijo Nesvitski (quien, como todos los que toman parte en semejantes cuestiones, no creía aún que se llegaría al duelo). —Es mucho más noble, y usted lo sabe, conde, confesar el error propio que llevar las cosas hasta un extremo irreparable. No ha habido ultraje ni de una parte ni de otra; permitidme que hable…
    —¡No! ¿Para qué?— dijo Pierre. —Eso no cambia nada… ¿Está todo dispuesto? Dígame únicamente dónde debo ir y cómo debo disparar— añadió con una sonrisa afable y poco natural. Tomó la pistola y preguntó el modo de usarla, porque hasta entonces nunca había tenido en sus manos un arma y no quería confesarlo.
    —¡Ah, sí, eso es! Lo había olvidado— añadió.
    —No hay excusa que valga. Ninguna excusa— decía Dólojov a Denísov, que también por su parte hacía tentativas de conciliación; y se acercó al sitio indicado.
    El duelo iba a tener lugar a ochenta pasos del camino donde aguardaban los trineos, en un pequeño calvero cubierto de nieve blanda y rodeado de pinares. Los adversarios estaban a cuarenta pasos uno del otro. Los padrinos contaron los pasos, dejando sus huellas en la nieve profunda y blanda desde el lugar donde se encontraban los adversarios hasta los sables de Nesvitski y Denísov, que servían de barrera, clavados a diez pasos uno de otro. La niebla y el deshielo continuaban; a cuarenta pasos de distancia no se veía nada. A los tres minutos todo estaba dispuesto, pero nadie dio la señal de comenzar. Todos guardaban silencio.

V
   
     —Y bien, comencemos— dijo Dólojov.
    —Por mí…— dijo Pierre, siempre con la misma sonrisa.
    La situación inspiraba temor. Aquello, que había empezado con tanta facilidad, ya no podía detenerse, seguía adelante, por sí mismo, independientemente de la voluntad de los hombres, y debía llegar a su término. Denísov fue el primero en adelantarse a la línea.
    —Como los adversarios se niegan a una reconciliación— dijo, —podemos comenzar: tomen las pistolas y, a la voz de tres, vayan acercándose. ¡Uno!… ¡Dos!… ¡Tres!— gritó después con irritación, y se hizo a un lado.
    Los dos rivales avanzaron por el sendero de nieve pisada, viendo dibujarse entre la niebla la figura del contrario. Durante su avance hacia la barrera podían disparar cuando quisieran.
    Dólojov iba despacio, sin levantar la pistola. Miraba fijamente hacia el rostro del adversario con sus ojos azules, claros y brillantes; en su boca, como siempre, aparecía algo semejante a una sonrisa.
    A la voz de “¡tres!”, Pierre avanzó rápidamente separándose del sendero y hundiéndose en la nieve. Mantenía el brazo derecho extendido, sujetando la pistola, como si temiera matarse con el arma, muy echada la mano izquierda hacia atrás para no ceder al impulso de apoyar en ella el brazo armado, lo que no se podía hacer, según sabía. Avanzó seis pasos por la nieve, fuera del sendero, miró hacia sus pies, echó una rápida ojeada a Dólojov y, apretando el dedo como le habían enseñado, disparó. Pierre, que no esperaba un estampido fuerte, se estremeció; sonrió por la impresión y se detuvo. Al principio, el humo, especialmente espeso a causa de la niebla, le impidió ver; pero el disparo que esperaba no sonó y sólo oyó los pasos rápidos de Dólojov; su silueta apareció entre el humo. Con una mano se apretaba el costado izquierdo y con la otra sostenía la pistola bajada. Su rostro estaba pálido. Rostov corrió hacia él y le preguntó algo.
    —No… no— dijo Dólojov entre dientes. —No ha terminado aún— y tambaleándose, dio algunos pasos más, llegó hasta el sable y cayó sobre la nieve.
    Su mano izquierda estaba ensangrentada. La limpió en la guerrera y se apoyó en ella, con el rostro pálido, contraído y tembloroso.
    —Por fa…— comenzó, pero no podía terminar la frase, —por fa… vor…— concluyó con un esfuerzo.
    Pierre, conteniendo a duras penas los sollozos, corrió hacia el herido, y estaba ya a punto de atravesar el espacio que separaba las dos líneas cuando Dólojov gritó:
    —¡A la barrera!
    Pierre comprendió de qué se trataba y se detuvo junto al sable. Sólo los separaban diez pasos. Dólojov hundió la cara en la nieve y la mordió con avidez; levantó después la cabeza, hizo un esfuerzo y consiguió sentarse, buscando un buen punto de apoyo. Tragaba nieve, sus labios temblaban, pero no dejaba de sonreír; sus ojos brillaban por el esfuerzo y la cólera; levantó la pistola y apuntó.
    —Póngase de lado. Cúbrase con la pistola— dijo Nesvitski.
    —¡Cúbrase!— gritó el propio Denísov a Pierre, sin poder contenerse, aunque era padrino de su adversario.
    Pierre, con una sumisa sonrisa de pena y arrepentimiento, muy separadas las piernas y los brazos, ofrecía a Dólojov su amplio pecho y lo miraba tristemente. Denísov, Rostov y Nesvitski cerraron los ojos; coincidieron el disparo y la exclamación de rabia de Dólojov:
    —¡Fallé!— gritó, y se derrumbó de bruces sobre la nieve.
    Pierre se llevó las manos a la cabeza, dio la vuelta y salió hacia el bosque. Caminaba sobre la nieve, pronunciando en alta voz palabras incomprensibles:
    —¡Qué estupidez!… ¡Qué estupidez!… La muerte… la mentira…— repetía con el ceño fruncido.
    Nesvitski lo detuvo y lo condujo a su casa.
    Rostov y Denísov se llevaron al herido.
    Dólojov iba con los ojos cerrados en el trineo, sin responder a cuanto le preguntaban. Pero al entrar en Moscú pareció reanimarse y, levantando la cabeza con esfuerzo, tomó la mano de Rostov, sentado junto a él. La expresión completamente distinta de su rostro, llena de exaltada ternura, sorprendió a Rostov.
    —¿Qué, cómo estás?— le preguntó.
    —¡Mal! Pero no se trata de eso, amigo mío— dijo Dólojov, con voz entrecortada. —¿Dónde estamos? Ya lo sé, en Moscú… Lo mío no importa. Pero a ella la he matado… la he matado… No lo soportará…
    —¿Quién?— preguntó Rostov.
    —A mi madre… a mi ángel, a mi ángel adorado…
    Dólojov apretó la mano de su amigo y rompió en sollozos.
    Cuando se hubo calmado un poco explicó a Rostov que vivía con su madre y que si ella lo veía en aquel estado no podría soportarlo. Rogó a Rostov que fuera a prevenirla.
    Rostov lo precedió para cumplir su encargo. Con gran sorpresa supo que Dólojov, aquel pendenciero, aquel espadachín, vivía con su vieja madre y una hermana jorobada y era el más cariñoso de los hijos y el mejor de los hermanos.


VI

    Últimamente Pierre se había visto muy raras veces a solas con su esposa. Lo mismo en San Petersburgo que en Moscú, su casa estaba siempre llena de invitados. La noche siguiente al duelo con Dólojov no se dirigió a su alcoba, como frecuentemente hacía, sino que permaneció en el enorme despacho de su padre, el mismo donde había muerto.
    Se echó en el diván; deseaba dormir para olvidarlo todo, pero no podía. Un huracán de ideas, sentimientos, recuerdos, turbaban su ánimo, impidiéndole no sólo dormir, sino ni siquiera estar quieto un instante; tuvo que abandonar el diván y caminar a pasos rápidos por la habitación. Unas veces recordaba los primeros tiempos de su matrimonio, a su mujer con los hombros desnudos, la mirada lánguida y apasionada; al instante, junto a ella aparecía la cara del bello Dólojov, con gesto insolente y burlón, igual que lo había visto en el banquete; y el mismo rostro de Dólojov, pero pálido, tembloroso y dolorido, tal como era al desplomarse en la nieve.
    “¿Qué ha ocurrido? —se preguntaba—. He matado al
amante. Sí, eso es: he matado al amante de mi mujer. Así es. ¿Por qué? ¿Cómo he llegado a eso?” Y una voz interior le contestaba: “Porque te casaste con ella”.
    Y volvía a preguntarse:“Pero ¿por qué soy culpable? Porque te casaste sin amor; porque te has engañado a ti mismo y la has engañado a ella”. Y volvía a recordar muy a lo vivo aquella tarde, después de la cena en casa del príncipe Vasili, cuando pronunció las palabras que no querían salir de sus labios: “Te amo”. “Todo proviene de ahí… Entonces ya sentía, sí, lo sentía, que no estaba bien, que no debí decirlo, no tenía derecho a hacerlo.
    Y así resultó.”
    Recordó también su luna de miel y el recuerdo lo hizo sonrojarse. Pero lo que sobre todo lo avergonzaba y hería era el recuerdo vivo de aquella vez, poco después de su matrimonio, cuando a mediodía, en batín de seda, había salido de la alcoba al despacho y se encontró con el administrador, que lo saludó respetuosamente, mirando con leve sonrisa su cara y su batín, una sonrisa con la que parecía sumarse —siempre respetuoso— a la felicidad de su jefe.
    “¡Cuántas veces me he sentido orgulloso de ella! Orgulloso de su majestuosa belleza, de su tacto mundano —pensaba—; estaba orgulloso de mi propia casa, donde Elena recibía a todo Petersburgo, y de su belleza inaccesible… ¡Pensar que me enorgullecía de eso! A veces pensaba que no la comprendía; con frecuencia, al pensar en su carácter, me creía culpable de no entenderla, de no comprender esa tranquilidad de siempre, esa constante satisfacción y ausencia de emociones y deseos. Ahora sé bien cuál es la palabra que descifraba aquel enigma. Es una mujer pervertida."          
    Formulada esa palabra, todo quedaba claro. Anatole venía a pedirle dinero prestado y la besaba en los hombros desnudos. Ella le negaba el dinero, pero consentía que la besara. Su padre excitaba en broma sus celos, y ella decía con tranquila sonrisa que no era tan tonta como para sentirlos. «Que haga lo que quiera», decía refiriéndose a mí. Una vez le pregunté si no sentía síntomas de embarazo; se echó a reír con desprecio y replicó que no era tan idiota como para desear hijos, y que de mí no los tendría nunca.”
    Recordaba después sus pensamientos y expresiones chabacanas y vulgares, a pesar de haber sido educada en el medio más aristocrático. “No soy una idiota…, anda, pruébalo tú mismo… allez vous promener” , acostumbraba decir. Con frecuencia, al ver en los ojos de los hombres viejos y jóvenes y de las mujeres el efecto que producía, Pierre no alcanzaba a comprender por qué no la amaba. “Nunca la he amado —se decía—; sabía que era una mujer pervertida, aunque no quería confesármelo.”
    “Y ahora Dólojov yace en la nieve, se esfuerza por sonreír y tal vez muera, respondiendo con una fingida bravata a mi arrepentimiento.”
    Pierre era uno de esos hombres que, a pesar de su aparente debilidad de carácter, no buscan confidentes para sus propias penas. Las sufría, solo, en su intimidad.
    “Ella es la única culpable de todo, de todo —se repetía—. Pero ¿qué se desprende de ello? ¿Por qué me he ligado a una mujer así? ¿Por qué le dije te amo, si era mentira, o algo peor que mentira? Soy culpable y debo soportar… pero ¿qué? ¿El deshonor de mi nombre, la infelicidad de mi vida? Todo es absurdo: el deshonor, el honor: no es más que convencionalismo. No depende de mí.
    “Mataron a Luis XVI porque ellos decían que había perdido el honor, que era un criminal —pensó de pronto—.
    Y desde su punto de vista tenían razón, lo mismo que la tenían quienes murieron por él como mártires y quienes después hicieron de él un santo. Más tarde, dieron muerte a Robespierre porque era un déspota. ¿Quién tiene entonces razón? ¿Quién es el culpable? Nadie. Vive mientras tengas vida, mañana morirás, lo mismo que yo, hace una hora, podía haber muerto. ¿Vale, pues, la pena atormentarse, cuando la vida no es más que un segundo en comparación con la eternidad?”
    Pero cuando se creía tranquilizado por semejantes razonamientos, surgía en su imaginación ella y los instantes en que él expresaba más intensamente todo su falso amor. Sentía entonces que la sangre se le agolpaba en el corazón y necesitaba levantarse, moverse, rasgar y romper cuanto se le ponía a mano. “¿Por qué le diría te amo?”, volvía a preguntarse. Tras haberse hecho esa pregunta por décima vez, recordó la frase de Moliere: “Pero qué diablos iba a hacer en aquella galera?", y se rió de sí mismo.
    Por la noche llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que preparara las maletas para marchar a San Petersburgo. No podía vivir con ella bajo un mismo techo, no podía imaginar cómo hablaría ahora con ella. Decidió marchar al día siguiente y dejarle una carta anunciándole su intención de separarse de ella para siempre.
    A la mañana siguiente, cuando el ayuda de cámara le trajo el café, Pierre estaba echado en el diván y dormía con un libro abierto entre las manos.
    Despertó; asustado, miró en derredor largamente, sin comprender dónde se hallaba.
    —La señora condesa pregunta si su Excelencia está en casa— dijo el ayuda de cámara.
    Pierre no había tenido todavía tiempo de pensar en la respuesta cuando la condesa apareció con su batín de raso blanco recamado en plata, peinada con sencillez (dos grandes trenzas rodeaban en diadème su bellísima cabeza). Entró tranquila y majestuosa; tan sólo en su marmórea frente, un poco abultada, había una arruguita de cólera. Siempre con la misma calma, no quiso hablar delante del ayuda de cámara. Estaba al corriente del duelo y venía precisamente por ello. Esperó a que sirviera el café y los dejara. Pierre la miró tímidamente a través de sus lentes, y como una liebre rodeada de perros que, con las orejas gachas, se encoge sin moverse a la vista del enemigo, intentó reanudar su lectura, aunque comprendía que eso era absurdo e imposible; y de nuevo la miró con timidez.
    Elena permaneció en pie, contemplándolo con una sonrisa despectiva. Cuando se quedaron solos preguntócon voz severa:
    —¿Qué significa eso? ¿Qué ha hecho?
    —¿Quién, yo?— preguntó Pierre.
    —¡Menudo valiente nos ha salido! Y bien, responda: ¿qué duelo ha sido ése? ¿Qué ha querido demostrar con ello? ¿Qué? Respóndame.
    Pierre se volvió pesadamente en el diván, abrió la boca, pero no pudo responder.
    —Ya que usted no me responde, se lo diré yo— continuó Elena. —Usted se cree cuanto le dicen. Le dijeron— al llegar a este punto se echó a reír —que Dólojov era mi amante— lo dijo en francés con la grosera precisión de su lenguaje, pronunciando la palabra “amante” como otra cualquiera —¡y usted lo ha creído! Y bien, ¿qué ha demostrado así? ¿Qué ha demostrado con ese duelo? Pues que es usted un tonto, que vous êtes un sot, pero eso ya lo saben todos. ¿Y qué consecuencias tendrá todo ello? Que yo me convierta en el hazmerreír de todo Moscú y que cualquiera diga que, borracho, enajenado, provocó a un hombre del que no tenía razón alguna para estar celoso— Elena iba levantando la voz y parecía cada vez más excitada —y que es mil veces mejor que usted en todos los sentidos…
    —Hum…Hum…— rezongó Pierre frunciendo el ceño, sin mirar a su mujer y sin moverse.
    —¿Y por qué pudo creer que era mi amante?… ¿Por qué? ¿Porque me gusta su compañía? Si usted fuese más inteligente y agradable, habría preferido la suya.
    —No hable conmigo… se lo ruego…— murmuró Pierre con voz ronca.
    —¿Por qué no voy a hablar? Puedo decir, y lo diré en voz alta, que hay pocas mujeres como yo que, con un marido como usted, no se buscarían amantes, cosa que yo no hice.
    Pierre intentó decir algo; la miró con ojos extraños, cuya expresión Elena no comprendió, y volvió a tumbarse. En ese momento sufría físicamente, sentía opresión en el pecho, le faltaba la respiración. Sabía que debía hacer algo para poner fin al sufrimiento, pero lo que deseaba hacer era demasiado terrible.
    —Es mejor que nos separemos— dijo con voz entrecortada.
    —¿Separarnos? Como quiera, a condición de que me dé un patrimonio— dijo Elena. —¡Separarnos! ¿Cree que así me asusta?
    Pierre saltó del diván y, tambaleándose, se lanzó sobre ella.
    —¡Te voy a matar!— gritó, apoderándose, con una fuerza que él mismo desconocía, del mármol de la mesa, y avanzó hacia su mujer amenazándola.
    El rostro de Elena expresó pavor. Lanzó un grito estridente y se apartó de un salto; el genio del viejo conde revivía en el hijo; sentía la atracción y el placer del furor. Lanzó contra el suelo el mármol, que se rompió violentamente, y con los brazos abiertos se acercó a su mujer gritando “¡Fuera de aquí!” con una voz tan espantosa que toda la casa oyó asustada su grito. Dios sabe lo que habría hecho Pierre en esos momentos si Elena no hubiera huido del despacho.
    Una semana más tarde Pierre hizo llegar a su mujer un poder para la administración de las fincas que poseía en la Gran Rusia, lo que representaba más de la mitad de su fortuna, y partió solo para San Petersburgo.


León Tolstól,
Guerra y paz, Cuarta parte




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