miércoles, 31 de agosto de 2011

Triunfo Arciniegas / La botella del alma


Triunfo Arciniegas
LA BOTELLA DEL ALMA

En Jardín conocí a una vieja loca que guardaba el alma en una botella. Vivía en una casa blanca de puerta y ventanas rojas a la entrada del pueblo. Allí llegué en busca de Nefertiti Codorniz, que debía devolver a sus padres viva o muerta, con o sin su novio, un músico de pacotilla, lo más pronto posible. La carta de su madre me ardía en la maleta.
         De eso vivía antes de casarme: de buscar cristianos. Antes de El Gato Azul, el bar que nos mantiene, paga los gustos de mi mujer y el estudio de los muchachos. Conozco más de la mitad del país como la palma de mi mano, y la mayoría de sus pensiones de mala muerte. En algunas me decían: "¿Usted otra vez por acá?" Y se acordaban de mi nombre y mi origen.
         No sabía nada de Jardín, otro pueblo borrado del mapa, cuando alguien dijo: "En Jardín vieron a tu Nefertiti". Hice un par de preguntas, apreté la pata de conejo y me puse en camino.
         -Más allá de Remedios, en la zona cafetera –dijeron.
         Ya era de noche cuando me acerqué a la primera puerta de Jardín que encontré abierta, con mis últimos alientos y los pies maltratados: había caminado horas y horas desde el puente, donde el bus me dejó, por una carretera polvorienta y descuidada. Sólo pasó un camión que me bañó y me dejó  tosiendo en una nube. Tropecé y cojeé el resto del camino. Tres muchachos apedreaban un murciélago que apenas aleteaba. Tuve ganas de preguntarles qué les había hecho el animal pero luego pensé que eran tres y yo sólo un pobre negro. Seguí pensando lo que venía pensando. Los gozosos comentarios que oí en el bus: los espíritus operaban a los viejos durante el sueño y no dejaban cicatrices. Juguetones, movían las sillas, desordenaban los cuadros y la ropa, se bebían el agua del vaso en la mesita de noche. La caja de dientes amanecía seca y feliz dentro del vaso. Alguien despertaba desnudo en un potrero. Otro desenterraba morrocotas de su jardín. A una señora le creció una pelota de piedra en el vientre. Después de nueve meses, como la pelota seguía creciendo y nadie se hacía responsable, la mujer invocó a los espíritus y amaneció plana como una tabla. Volví a pensar en el murciélago, en los últimos aleteos.
         Detrás de la mesa reposaba la vieja, gorda y vestida de negro, cantando con los ojos cerrados. Fascinado por el espectáculo me detuve en el umbral, me recosté y la maleta soltó una nube de polvo al caer. La mujer abrió los ojos y me invitó a seguir. Sobre la mesa, la botella de su alma, verde, alargada, lisa, y en su pico, ensartado, el cabo de vela que nos alumbraba. Por superstición, tan sólo se acostaba al consumirse la vela. La imaginé dormida con un dedo en el pico de la botella. Me contó la historia de su alma, de cómo se le había salido del cuerpo al cruzar el río y cómo la engañó para que al menos se metiera en la botella ya que tanto asco le tenía a su cuerpo, porque qué hacía por ahí su alma vagando como una loca, como una cualquiera, mientras me indicaba el baño, el jabón con que me embadurné no sólo la cara sino el cuello, los brazos y las axilas, la toalla limpia, mientras me acercaba uno y otro plato oloroso y rico. "También detesto este cuerpo, gordo y flojo, quisiera estar en otro, al menos esta noche", confesó, dándole toda la razón a su alma. Con gestos patéticos trataba de explicarme qué significaba permanecer en su cuerpo.
         -Es como encerrarse en un baúl que sólo puede abrirse desde afuera -dijo.
         Apareció una mujer coja en la puerta. "El alma le pesa más de un lado", me diría la vieja luego. La vimos mirándonos, los ojos y los labios brillantes. Se espantó y huyó. "Metralleta todavía putea", me dijo la vieja. "Se la pasa persiguiendo borrachitos."  A las dos o tres de la mañana todavía podía encontrármela en el parque. Alguna noche la cogían gratis entre varios. Los muchachos la pateaban y le escondían los chiros no más por oírla gritar. De cuando en cuando paría una criatura que tarde o temprano olvidaba frente a alguna puerta.
         -Venía por un plato de sopa -dijo la vieja, esculcándome con los ojos-. Te tuvo miedo, no hay mucho negro por aquí.
         -No soy más que un pobre negro.
         Le dije quién era, un cristiano que vivía de buscar personas desaparecidas con el olfato de perro que Dios le dio. Las perseguía hasta el fin del mundo, hasta el convento o el burdel, hasta el monte, la clínica o la peor calle de la turbulenta ciudad, hasta donde veía muchas veces por vez primera el rostro de carne y hueso que harto había escudriñado en una fotografía desteñida o donde el rastro se interrumpía brutalmente. Estos casos eran los peores porque mis clientes se encaprichaban con la esperanza absurda, un dato falso, lo que fuera, y era duro darles la fatal noticia. Cuando el olor del vivo se quebraba, no había nada que hacer. Nunca localicé una cosa muerta y no siempre había una tumba para demostrar que uno hizo hasta lo imposible.
         La primera persona que encontré fue mi hermana, loca de nacimiento, una morena de piernas lindas y mejor cuerpo para su desgracia, que se voló antes de los quince con el trapecista del circo que nos divirtió cosa de un mes. Me fue muy fácil localizarlos a pesar del sigilo con que ocultaron sus amores de feria. Los encontré solazándose en el más alto de los trapecios. Apreté mi pata de conejo y di gracias a Dios. El tipo no se dejó agarrar pero a mi hermanita le di una paliza de mil demonios y se la llevé a mamá del cuero de la jeta. De nada valió porque a finales de octubre apareció otro circo: se enamoró del payaso, que gustaba de estas niñas. Esta vez demoré como seis o siete meses porque el payaso se cambió de cara, quiero decir, dejó el oficio, y luego la dejó a ella, mi hermanita, en la cocina de una venta de sancocho. Allí la encontré, mugrienta y fea, llena de mocos. Nos vinimos despacio y sin cueriza porque tenía una barriga de padre y señor mío. Nos dejó el crío y se casó en Venezuela con un ciclista, les va bien.
         La gente se enteró de mis pesquisas. No tardé en encontrar una anciana desmemoriada, el gato del tío Luis, un marido alcohólico, dos o tres muchachas de sangre caliente, el loco Peralta con una bala que cada tres meses lo devolvía a las odiseas, una bala del ejército en la cabeza no es buena consejera, y así me vi en este oficio. A otros nunca nadie los encontró porque ya no eran de este mundo. A otros muchos, que acababan con la reputación de uno.
         -Como en las películas: los atrapas y cobras la recompensa.
         Le expliqué a la vieja que no buscaba forajidos sino personas comunes y silvestres que alguien requería. No trabajaba con la policía y era eficaz como un perro. La gente creía que ganaba mucho dinero. Una vez le dediqué siete semanas a un marido y lo encontré en la frontera con una negra grande y tres criaturas. Cuando rendí el informe respectivo, la esposa, ofuscada y como con ganas de matarme, me pagó con su ropa. Tuve que mandarla a arreglar porque el marido era más gordo que yo. La verdad sea dicha, todos eran más gordos.
         La vieja no sabía nada de Nefertiti pero me sentí feliz, intrigado por la historia de su alma, que adornaba con numerosos detalles. Con perversidad se apartaba una y otra vez del tema para hablar de los muchachos. Me zafé los zapatos, eructé con delicia y me adormecí hasta que la silla crujió y me sobresalté. “Se besan en la boca”, dijo la vieja. La interrumpí para saber de los espíritus y me confesó que le habían salvado un seno. Creí que me lo mostraría cuando extendió su mano para rascarse la axila. "No hay cicatriz ni dolor. Sólo te acuestes y amaneces con la salud recobrada." No sé si había concluido la historia de su alma cuando se me cerraron los ojos. Sentí su respiración en la mejilla. Me ofreció una cama, tan celestial como la comida.
         -Déjame ver el pie –dijo.
         Acostado, le hablé de la tal Nefertiti mientras me sobaba el pie. No, no la conocía en carne y hueso, sólo su gato en la ventana. Me estaba dando problemas la muchacha. Falsas historias me habían conducido a lugares inverosímiles para perjuicio del bolsillo y la paciencia, porque todo tiene un límite. Ya no sabía si creer o no en el rastro de su olor esquivo, que con asombrosa frecuencia se mezclaba con aromas de macho, si se trataba de una tonta o de una bruja, si estaba frío o caliente. Era una loca la muchacha, una coqueta, que terminaría mal tarde o temprano, más bien temprano. No andaba con tapujos ni disimulos. El primero de la lista fue el profesor de matemáticas. Nefertiti le enviaba papelitos con problemas de raíz cuadrada y citas nocturnas, se le atravesaba en los corredores y soltaba frases de doble sentido a sus amigas para armar el avispero, y todo cuando apenas le brotaban los pechos, hasta que la esposa del profesor la mechoneó en la calle. "Esa cuca pelada", dijo mi madre. El amorío con el policía fue más descarado. Nefertiti se besaba en la ventana del gato con aquel policía cara de palo y se le trepaba a la motocicleta. Luego se enredó con un camionero de Río de Oro que nadie conocía. Seguro le dijo en la primera esquina: “Súbete”. Y ella ni corta ni perezosa. El camionero le mandaba la mano al primer descuido, para su alborozo, y se la llevaba a paseos cada vez más largos y deliciosos. La gente murmuraba y ella como si nada. Murmuraba del camionero borracho, con la espalda y el pecho en carne viva, la camisa abierta y los botones arrancados, y del policía al borde del suicidio. Esa Nefertiti, no tenía remedio. Les daba a probar de su miel y luego los dejaba muertos de hambre. El policía atropellaba borrachos sin misericordia para cobrarse los desprecios. El profesor perdió el puesto porque la cacheteó en plena clase. El camionero echó a rodar el camión en el Alto de las Palomas y se quebró ambas piernas. Después se supo de otro loco por ella, el músico Faustino Lara, que soplaba la flauta en la banda municipal y en cada soplo se le escapaba el alma. Nefertiti era bonita pero no se daba a respetar. Doña Agripina de Codorniz sufría lo indecible, a veces la encerraba pero la muchacha se negaba a probar bocado y la madre tenía que abrirle otra vez las puertas para que ella abriera las piernas. El señor Codorniz se hacía el que no se enteraba. La muchacha llegaba tarde, riéndose, un poco ebria. Un hombre la traía hasta la esquina, no siempre el mismo, y la sobaba un rato antes de soltarla. Se pintaba mucho y enseñaba los hombros y las piernas. Después no la vieron más y era que se había ido con el músico. Esos olores, me dije cuando ya buscaba el rastro, el día menos pensado acaban en un prostíbulo.
         -De muchacha fui muy loca -suspiró la vieja-. Pero nunca cobré.
         Estiró la cobija para cubrirme el pie, con dulzura, como si se tratara de un pájaro dormido.
         -Quedaste como para bailar con la Cenicienta –dijo.
         Me acarició la frente con sus dedos de algodón y me dormí. En el sueño seguí preguntando por Nefertiti Codorniz, alguien me dijo que se la robó el negro Argemiro, que no fregara más porque vivían contentos. Insistí en hablar con ella y me corrieron a piedra.  "El negro la estranguló", gritó alguien. Entonces apareció el negro, triste, con pico y alas, pero no sabía nada de la muchacha. Estaba sucio el negro, las alas estropeadas, las patas heridas, a la sombra de un matarratón. Vi un sapo mirando la luna, de pronto ya era de noche. Otro sapo saltó a su lado. Más sapos, docenas, centenares de sapos alrededor del charco, y todos mirando la luna. Ninguno sabía de Nefertiti. Sólo mi abuela, con un sapo en la mano y unos ojos de lástima, me decía: "Ay, muchacho, se te va desgastar del alma de tanto buscarla". Sentada en un sillón majestuoso, con ropas reales y una coronita de muchas piedras, pero descalza, la abuela señaló un camino de herradura con el hueso del índice. Me alejaba del charco cuando llegaron unos muchachos blancos de sombra fina a apedrear los sapos. Entonces desperté: aún se oían las pedradas.
         -Los muchachos -dijo la vieja, junto a la cama. No la vi pero su voz era nítida y firme-. Quieren quebrarme el alma.
         Las obscenidades de los muchachos. Antes de volver a dormir pensé que era extraño soñar con la abuela. Mantenía un recuerdo vago porque la conocí de muy niño. Papá insistía cuando me llevaba a saludarla: "Pídele la bendición a la abuela". Recorría la casa apoyando ambas manos en las paredes, con la cabeza envuelta en un trapo blanco, hasta que resbaló en el jardín y no dejó la cama nunca más. Murió con la espalda en carne viva, gritando a Teodora para que le alcanzara la bacinilla o le preparara unas sopas de chocolate. Nunca soñaba con la abuela mientras buscaba a alguien. Consideré que estaba a punto de encontrar a Nefertiti Codorniz y apreté la pata de conejo. Esta vez no soñé. Alcancé el sosiego. Una extraña felicidad me despertó y salí a recorrer el pueblo. Ya no cojeaba. Era día de mercado, compré una docena de naranjas. Me ofrecieron grillos tostados y los masticaron en mi presencia. “Te ponen como un toro”, dijeron. “Tu mujer lo agradecerá.” No me arriesgué a probar el manjar.  Gracias, más luego. Un niño se entretenía al sol con un rompecabezas de plástico. Lo resolvía en cinco minutos. Me pareció fácil. Le pedí permiso y no fui capaz en media hora. Aceptó tres naranjas. La gente, que ya conocía de quien era huésped, me dijo que la mujer estaba loca. La noticia me hizo sonreír. Después oí del muchacho estrangulado en el río. Oí también de una tal Rosita Hurtado. Cuando el duende la maltrataba, amanecía con el cuello amoratado, señales de gato en los brazos y los muslos, así durmiera con sus padres. Le dijeron que lo marcara, con los dientes o con una navaja, para reconocerlo luego. Nunca pudo. Enmudecía al verlo, malicioso entre la gente, visible sólo para Rosita, que se quedaba tiesa y con ansias. "Hechizada", como decían.  Después se casó, tuvo tres niños, uno por año, y se le veía feliz.  "El duende se aburrió", explicó el padre Jaramillo. Andaba con otra el duende. Con otras. De estreno.
         -Ya sabemos de tu Nefertiti -me dijeron en la venta de pescado-. Anda con otro, un boxeador de Paloquemao.
         Les dije que no, que no era mi mujer y que andaba con un músico. "El músico ya no sopla, mi negro, si quieres te llevo donde él para que lo veas."  Me llevaron en mula hasta una casa abandonada, como a diez kilómetros de Jardín, en lo más alto y enmarañado del monte. Daba lástima aquel muchacho, soplador de flauta dulce. Se iba a morir. No le pregunté nada para no torturarlo. Le brillaban los ojos como a un gato. "Faustino", dije, y ni siquiera parpadeó. Volvimos a Jardín esa misma tarde. Por el camino hablaron de la tal Rosita Hurtado, ahora viuda y preñada. Se nos atravesó un borracho, arreado por tres policías encarnizados, su cara chorreando sangre. Metralleta cantaba en un escaño del parque. Por la tronera del único zapato que usaba se le asomaban los dedos sucios, las uñas mal pintadas. El niño había cambiado el rompecabezas por un trompo que estaba aprendiendo a bailar. Volví a la casa de la mujer que guardaba su alma en la botella, una de esas que los muchachos llenaban de luciérnagas, y después de una cena suculenta me dijo que me acostara, que por la mañana me diría dónde estaba la muchacha. Soñé con ella, con Nefertiti, y de nuevo con la abuela, esta vez vestida de payaso, gritándome cosas que no le entendía. Porque volaba lejos en una escoba, abrazado a la espalda de Nefertiti, y el viento nos despellejaba como una naranja. Desperté empapado, volví a dormir y a volar. Así, volando y despertando y volviendo a dormir, alcancé el alba.
         Me levanté a lavarme la cara y los brazos. Acababa de secarme cuando la vi, la tal Nefertiti Codorniz, sentada y atenta, conmovida. Delgada y bonita, la flor viva de su boca. La vieja contaba la historia de su alma mientras Nefertiti le daba vueltas a mi pata de conejo. Esperé que la historia terminara para decirle que debía llevarla a casa, que en la maleta traía una carta de su pobre madre. Me miró muy bonito la condenada, dijo que ya era hora de dejar de ser tan loca, que nos casáramos y montáramos un bar con un buen pianista y unas muchachas desnudas.


sábado, 27 de agosto de 2011

Triunfo Arciniegas / Cerdos en el viento

Animals
Pink Floyd
Triunfo Arciniegas
CERDOS EN EL VIENTO

De repente el cielo fue asaltado por bellos, rosados y angelicales cerdos que sonreían de oreja a oreja. Hechizado por el espectáculo multicolor de sus alas, un niño los confundió con mariposas gordas y quiso saltar para atraparlas. El periódico los consideró una flor de escándalo que revienta un día gris en una ciudad gris. Una vieja de pañoleta y bigotes se persignó y corrió a la iglesia a prepararse para el fin de los tiempos. Tropecé y se me regaron los panes del desayuno frente al almacén de bicicletas.
         En tres palabras: el mundo cambió. Nunca antes fue tan fácil ni tan barato recobrar la alegría. Uno miraba al cielo y le daban unas ganas locas de reír. Por ese entonces había peleado con mi mujer y vivía solo, sin afanes, sin rabias. Exprimí cinco naranjas mientras recordaba unos versos de Neruda, bebí el jugo con huevos de codorniz en la ventana, y por fin me decidí a escribir la novela tantas veces postergada.
         Era estúpido, era inconcebible un cielo lleno de mariposas gordas en pleno festival, pero también gracioso. Nadie se explicaba. Nadie preguntó y nadie explicó al principio. No había tiempo para complicaciones. Bastaba levantar la cara para espantar la pena. Casi volábamos.
         Después del regocijo vinieron las preguntas. ¿Por qué, luego de tanto tiempo en el barro y las porquerizas, a los cerdos les daba por vivir en el aire? ¿A qué se debía semejante ataque espiritual? Los estudiosos acudieron a los empolvados libros de metafísica y no encontraron la respuesta. Los sacerdotes y las Hermanitas de la Caridad del Divino Señor invocaron al Espíritu Santo y, cuando éste no acudió, los solicitantes dieron por entendido que el Espíritu Santo ignoraba la respuesta. El presidente de la república escribió a los científicos de los Estados Unidos pero allí ni siquiera sabían que existían los cerdos voladores, ese fenómeno no se presentaba en países tan avanzados. Se conocía una canción de Pink Floyd sobre los cerdos en el viento pero todo el mundo sabía que se trataba de la fantasía de un cuarteto de locos que deliraba con la música más deliciosa de este mundo. Los cantantes callejeros, los ciegos que van por el mundo pidiendo una moneda con una aporreada guitarra de cinco cuerdas y el hilo de su voz chillona, extasiados, alabaron las últimas maravillas del cielo. Se decía que Dios se había sobrado con la última de sus criaturas y que ahora por fin el mundo estaba terminado. Y en verdad la gente miraba como si fuese el primer día de la creación. Al principio, porque luego apareció la mano negra de la duda. Una mano peluda que acariciaba la garganta en el cuarto oscuro de los pensamientos.
         ¿Por qué el hombre tenía que estar cuestionándolo todo? Qué maldita manía.
         La novela se atascó en la mitad del cuarto capítulo. Mi mujer vino a golpear a la puerta una noche cualquiera. Había llorado. Había reflexionado. Decidimos intentar de nuevo una vida en común. Como era viernes, salimos a parrandear y terminamos borrachos y abrazados en una mesa de La Viuda Alegre, donde todo el mundo se saludaba de beso. Más de uno llamó por su nombre a mi mujer. Alguien deslizó una mano por su espalda hasta muy abajo y acepté que habíamos estado demasiado tiempo separados.
         Demoré un poco para darme cuenta que la gente ya no levantaba la cara para espantar la pena sino para hacer otra pregunta. Una pregunta más en su enredada vida. Otra arruga en la frente. El espectáculo de los cerdos voladores perdió su gracia. Cuando los cerdos realizaban sus asambleas aéreas, pues practicaban con fervor la democracia, el cielo se tapaba peor que con un manto de nubes. La gente maldecía cuando los cerdos no dejaban pasar el sol. Los niños chillaban porque en la ventana un cerdo intentaba alegrarles el rato y la mamá acudía con la escoba del espanto y luego el marido con el revólver de tumbar ladrones y entonces el cerdo se iba con su sonrisa de ángel a otra parte. Los viernes en la noche no faltaba ningún cerdo al baile de gala y era tal el alboroto que la gente perdió la paciencia. En realidad, nadie soportaba tanto cerdo vanidoso, lleno de harapos pintorescos, y retorciéndose en el aire como si se estuviera destrozando por dentro. Nadie entendía su regocijo de vivir en el viento. Mi mujer maldecía. Le dolía la cabeza todo el tiempo.
         Los cerdos, que ya no regresaron al barro, se bañaban con espuma de mar y pedacitos de nube, porque un mar y una nube siempre estaban a la mano. Ya no más desperdicios sino tréboles, ostras y otras delicadezas. Se les volvió la piel de manzana y pronto fueron más hermosos que los pájaros. Los pintores se volvieron locos por pintarlos y en los museos bajaron las madonas y los ángeles para colgar los cerdos celestiales.
         Los pájaros se murieron de envidia y rabia. Los cerdos ahora vivían en los árboles, en sofisticados lechos de terciopelo. Ya casi no tocaban tierra. Estaban felices.
         Pero no el resto del mundo. A la gente le molestaba que no respetaran los semáforos, que no se fregaran la vida buscando un taxi o yendo a la casa en un atestado bus urbano, que no se aburrieran en las oficinas, que no hicieran cola para pagar impuestos, que no se les acabaran los zapatos. El espectáculo de los cerdos voladores, de pronto y por razones que se acumularon como moscas en llaga de pordiosero, se transformó en ofensa pública.
         Con mi mujer vivía en una sola pelotera. Extrañaba los días felices del jugo de naranja y los primeros capítulos de la novela. Mi mujer quería que me dedicara de una vez por todas a vender autos usados. Quería que trabajara más, que viviéramos en un apartamento más grande y que nos fuéramos de vacaciones a Margarita. Nunca entendí su fascinación por la playa y los espacios abiertos. Siempre detesté ese amontonamiento de gente desnuda, tirada al sol, asándose como pollos. Sólo quería levantarme tarde, leer, escribir el resto de la novela. Mi mujer alegaba que a los treinta y cinco ya no servía para escribir novelas, que pensara en nuestro futuro y que si seguía tan desjuiciado volvería a vivir con su madre.
         Después de una exhaustiva campaña de televisión y prensa, se llegó a la conclusión que hizo respirar de alivio a todo el mundo: los cerdos no podían continuar en el territorio de los aviones y las nubes. Muy bien, dijeron algunos, pero cómo evitar que siguieran allí, quién subiría a bajarlos. Se les ocurrió enlazarlos pero ningún cerdo se dejaba. Se les ocurrió sorprenderlos a piedra pero los cerdos habían adquirido cierta elegancia de trapecistas. Se les ocurrió perseguirlos a tiros pero los cerdos se pusieron fuera de alcance. Después de tantos fracasos, alguien propuso la solución: recortarles las alas. Los atraparon dormidos en los árboles y cerdo que amanecía sin alas era cerdo que no volaba más.
         Fue una masacre de alas espantosa. Las cámaras de televisión se regodearon con tanta pluma ensangrentada. El cielo se despobló a una velocidad de vértigo. Sólo quedaba tal cual cerdo en el viento, como una mancha, que los mutilados veían desde tierra con un dolor en el costado. Los cerdos no recuperaron las alas y todos sus hijos nacían desalados. Se crearon cuerpos de seguridad para arrancarle las alas al recién nacido que, por accidente, cayera en tal provocación. El mundo volvió a ser lo que era.
         Mi mujer regresó con su madre y yo reanudé la novela. Esta vez pude terminarla. Después de escribir la última página, me acerqué a la ventana con el jugo de naranja y supe que más allá del viento continuaban los sobrevivientes.
         En un patio vecino, a la luz de la luna, una mujer canta la triste canción de los cerdos que extendieron sus alas de escándalo sobre el duro rostro de las ciudades. Nadie entendió. "¿Quién puede soportar tanto amor?", canta una y otra vez la mujer en el patio. Los cerdos escribieron sus penas con hilos de seda en la misma dureza del aire. La voz sube al cielo y se quiebra en pedacitos de luz. Agonizaron en silencio, escondieron la cara entre las orejas y desaparecieron. Se fueron a los desiertos y los páramos a contemplar la soledad, más allá del aire de las ciudades. La canción asegura que volverán cuando los tiempos sean menos duros.
         Entre tanto, en la espera, a veces un cerdo, untado de barro y desdicha, levanta los ojos al cielo y deja caer una lágrima.


Triunfo Arciniegas
El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos


miércoles, 24 de agosto de 2011

Triunfo Arciniegas / Muñeca de piel

Ilustración de Nicoletta Ceccoli
Triunfo Arciniegas
MUÑECA DE PIEL

Es rara la muñeca. Abre y cierra los ojos con asombro: tiene párpados. Es difícil explicar estas palabras: asombro, párpados. Los párpados son conchas de piel que cubren momentáneamente los ojos. Ventanas. Piel es la envoltura delicada, caliente y microscópicamente porosa que recubre el cuerpo por entero. Bello acabado. El cuerpo es una sola pieza indivisible. Si se le puya con un alfiler reacciona de inmediato. De frente o de espaldas, despierta o dormida. Porque duerme. Descansa. El manual especifica: “La piel siente”. Consideramos que se trata de un juguete demasiado complicado o sofisticado para nosotros, pero sin duda fascinante. Ox “enloquece” –otra palabra del complicado folleto de instrucciones- porque la muñeca le despierta los “instintos”. Sumisa y suave, perfectamente diseñada, parece entendernos, aunque en determinadas situaciones pretende desobedecernos. Pero no puede desobedecernos. Es más, esta palabra ha sido excluida de los diccionarios por obsoleta. Conviene que no desobedezca nuestro ritual lúdico por su propio bien o supervivencia: la piel duele. El alfiler, el calor, el frío, la presión. De acuerdo al folleto de instrucciones, sólo son inmunes al óxido. Su expresión de mansedumbre y derrota confirma nuestra sabiduría. Es rara la muñeca indudablemente. “No requiere cuerda manual ni programación ni tratos especiales.” Su mantenimiento se reduce a zanahorias, duraznos y diversas hierbas sin dueño que se encuentran fuera de las ciudades. 0X 13-512 quiere pasar todo el tiempo con la muñeca y descuida el mantenimiento del laboratorio.
Sólo tenemos tres días con ella. Una vez conocidos todos sus aspectos externos, su cuerpo y su conducta, es hora de adentrarnos en los misterios respiratorios, circulatorios, sanguíneos, en el sistema óseo, en la complejidad de los músculos y tendones. Aunque nos libra de la rutina, una operación semejante puede conducirnos al agotamiento y nos exige lubricación extra, programación doble, imprevistos ajustes en la maquinaria. La maquinaria es lo que el folleto de instrucciones considera organismo en la muñeca de piel.
Nada más tres días. Hace unos minutos perdió los movimientos. “No es reajustable ni reprogramable”, advierte el folleto de instrucciones. Sólo es desechable. Un juguete de esta categoría no debería ser desechable debido a su alto costo o al menos debería incluir cierta garantía, dos o tres meses como mínimo. De todos modos es una pérdida lamentable porque nos divertíamos cada vez que extraía de una cavidad secreta una pulpa rosada y húmeda y emitía sonidos maravillosos. Pasaremos el informe respectivo al departamento de quejas. Ox padece descontroles graves.
La siguiente exigencia es otro juguete muy semejante. Sólo se diferenciará del anterior por la elástica protuberancia de carne envuelta en piel que puede endurecerse o ablandarse según se manipule o no (véase nuevas instrucciones) y que en ciertas condiciones permite el acoplamiento o sistema primitivo de reproducción entre dos juguetes. Uno de ellos, luego de la unión, formará dentro de su cuerpo un nuevo juguete. Fascinantes estos animales. Pero de todos modos qué falta de seriedad en nuestras fábricas, sólo experimentamos tres días con la muñeca de piel. Le brotó por las cavidades secretas, por los orificios de la nariz, por las orillas de los ojos, por los orificios de los oídos, ese líquido caliente, rojo, cuyo nombre todavía no localizo en el folleto de instrucciones. Creo haberlo visto en la página 66, renglón 3, al final del renglón 3.



viernes, 19 de agosto de 2011

La otra

Fotografía de Herb Ritts

Triunfo Arciniegas
LA OTRA

No me creía capaz de entregarme a otro hombre. Su vanidad de amo y señor le impedía aceptar que su mujer ante Dios y los hombres deseara un cuerpo que no fuera el suyo. No sé si por retarlo o por herirlo, le abrí las piernas al peor de todos después de una fiesta. Me sumergió en los placeres más oscuros, lamí y bebí su miel, acepté todo y aun supliqué más. Una experiencia tan intensa y perturbadora que cuando volví era otra. Debo confesar que le gustó la otra.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro


martes, 16 de agosto de 2011

La vida cotidiana


Triunfo Arciniegas
LA VIDA COTIDIANA

“Desaparece”, dice el mago, y su mujer responde: “Desaparéceme, el mago eres tú, atrévete”, y el mago no se atreve.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro


domingo, 14 de agosto de 2011

Devoción conyugal


Triunfo Arciniegas
DEVOCIÓN CONYUGAL

Se me ofreció como una perra y saciamos hasta el sudor los más oscuros deseos, pero se fue temprano porque, según dijo, debía prepararle el desayuno a su marido.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro

domingo, 7 de agosto de 2011

Ceremoniales

La dama del armiño
Leonardo Da Vinci
Triunfo Arciniegas
CEREMONIALES

Las esposas reciben en la noche el tibio esperma de los maridos borrachos, luego ronquidos hasta la herida del alba. Se lavan con sueño el sudor de los senos fatigados, se hurgan con asco, con descuido. Les duele la oscura matriz mientras limpian el piso arrodilladas, mientras recogen la porcelana rota, las camisas sucias, el polvo, y el insecto de la desdicha las carcome sin ruido. En el tedio o la siesta se consumen, las revistas monótonas, la radio en el buzón sentimental, el noticiero de las siete, el hueco que dejan los años. A las once piensan en los cuchillos. En la puerta alguien con torpeza golpea.

Triunfo Arciniegas
Noticias de la niebla
Ediciones Gato Negro