martes, 12 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y Paz / Los Siervos de Dios

 


León Tolstói

LOS SIERVOS DE DIOS

Traducción de Lydia Kúper


Quinta parte

XIII

    Había anochecido cuando el príncipe Andréi y Pierre llegaron a la puerta principal de Lisie-Gori. Al acercarse, el príncipe Andréi hizo observar con una sonrisa a Pierre el revuelo que su presencia había suscitado en la entrada de servicio. Una viejecita encorvada, que llevaba una mochila a la espalda, y un hombre de mediana estatura, de largos cabellos y vestido de negro, echaron a correr hacia el portón de salida en cuanto vieron la carretela. Dos mujeres corrieron detrás de ellos, y los cuatro, sin perder de vista el carruaje, entraron corriendo y asustados por la puerta de servicio.
    —Son los Siervos de Dios, que María protege— explicó el príncipe Andréi—. Seguramente creyeron que llegaba mi padre. Es en lo único que mi hermana no lo obedece: mi padre manda siempre echar a esos peregrinos, pero ella los recibe.


    —¿Qué significa Siervos de Dios?— preguntó Pierre.
    El príncipe Andréi no tuvo tiempo de contestar. Le salieron al encuentro los criados y él preguntó por su padre y si lo esperaban.
    El viejo príncipe estaba todavía en la ciudad y se lo esperaba de un momento a otro.
    El príncipe Andréi condujo a Pierre a los aposentos —siempre ordenados y limpios— que le reservaban en la casa de su padre y se dirigió a la habitación del niño.
    —Visitemos ahora a mi hermana— dijo a Pierre una vez que hubo vuelto. —Todavía no la he visto. A estas horas procura esconderse y está con su gente de Dios. Se avergonzará, pero que se aguante; así tendrás ocasión de verlos. Te aseguro que es curioso.
    —¿Quiénes son los Siervos de Dios?— preguntó Pierre.
    —Ahora lo verás.
    Efectivamente, la princesa María se ruborizó, su rostro se cubrió de manchas y se mostró turbada cuando entraron. En el diván de la acogedora habitación con lamparillas encendidas ante los iconos y un samovar sobre la mesa estaba sentado junto a la princesa un hombre joven de nariz larga y larga cabellera, vestido con hábitos monacales.
    En el sillón próximo había tomado asiento una viejecilla flaca y arrugada, de dulce rostro infantil.
    —André, ¿por qué no me has hecho avisar? — le reprochó afectuosamente la princesa, poniéndose delante de los peregrinos como una clueca en defensa de sus polluelos. Cuando Pierre le besó la mano, le dijo: —Muchas gracias por la visita. Estoy contenta  de que hayas venid. 
    Lo conocía de cuando todavía era un niño y ahora su amistad con Andréi, su infortunio conyugal y, sobre todo, su expresión bondadosa y sencilla la predisponían a su favor. María lo miraba con sus bellos ojos radiantes y parecía decirle: “Lo aprecio mucho, pero, por favor, no se ría de los míos. Después de las primeras frases de saludo se sentaron.
    —¡Ah! También está aquí Ivánushka— dijo el príncipe Andréi, señalando al joven peregrino.
    —¡André!— dijo la princesa con voz suplicante.
    —Tienes que saber que es una mujer — dijo Andréi a Pierre.
    —¡André, por el amor de Dios!— repitió la princesa.
    La actitud irónica del príncipe Andréi frente a los peregrinos y la inútil defensa que hacía de ellos su hermana demostraban que semejante polémica era habitual entre ellos.
    —Pero, mujer, si todavía tendrías que agradecerme el que explique a Perre tu amistad con ese muchacho—dijo el príncipe André.

    —¿De veras?  — preguntó Pierre con seria curiosidad (por la cual le quedó especialmente agradecida la princesa). Y a través de los lentes miró el rostro de Ivánushka, quien, comprendiendo que se hablaba de él, se volvió hacia ellos mirando a todos con ojos maliciosos.

    No había motivo alguno para que la princesa María estuviera inquieta por los suyos. No parecían nada intimidados. La viejecilla seguía sentada en el sillón, tranquila e inmóvil, con los ojos bajos, mirando de reojo a los recién llegados; acababa de poner la taza de té en el plato boca abajo y al lado un terrón de azúcar mordisqueado en espera de que le ofrecieran más té. Ivánushka bebía en el platillo, mirando disimuladamente, con ojos picaros y femeninos, a los jóvenes.
    —¿Has estado en Kiev?— preguntó el príncipe Andréi a la vieja.
    —Sí, padrecito— respondió parlera la vieja. —En la misma Navidad tuve la dicha de comulgar cerca de las santas reliquias; ahora vengo de Koliazin, padrecito: hubo allí un gran milagro…
    —¡Vaya! ¿Y estuvo contigo Ivánushka?
    —Yo llevo mi camino, padrecito; me encontré con Pelágueiushka en Yújnovo— dijo Ivánushka, tratando de dar un tono varonil a su voz.
    Pelágueiushka interrumpió a su compañero, deseosa de contar lo que había visto.
    —Hubo un gran milagro en Koliazin, padrecito.
    —¿Qué, nuevas reliquias?— preguntó el príncipe Andréi.
    —Déjala, Andréi— intervino la princesa María. —No se lo cuentes, Pelágueiushka.
    —¿Por qué dices eso, madrecita? ¿Por qué no se lo voy a contar? Es bueno; es mi bienhechor, mandado por Dios. Me dio diez rublos, lo recuerdo bien. Cuando estuve en Kiev, Kirusha, el beato, me dijo: ¿por qué no vas a Koliazin? Kirusha es un verdadero hombre de Dios, va descalzo en invierno y verano. Pues me dijo: “No vas por tu camino, vete a Koliazin. Ha aparecido una imagen milagrosa; con la Virgen santísima. Nada más oírlo, me despedí de la buena gente y allá me fui…
    Todos guardaban silencio: la peregrina hablaba sola con voz mesurada, aspirando el aire.
    —Llegué, padrecito, y la gente me cuenta: “Hay un gran milagro: de una mejilla de la Virgen santísima brota óleo sagrado…”.
    —Bueno, bueno: lo contarás después— dijo ruborizándose la princesa María.
    —¿Me permite que le haga una pregunta?— dijo Pierre, volviéndose a la viejecita: —¿Lo has visto tú misma?
    —¡Claro que sí, padrecito! Sí, yo misma lo he visto, fui digna de ese honor. La cara le brillaba como la luz del cielo y de la mejilla de la Virgen caía gota a gota…
    —¡Pero esto es una superchería!— comentó ingenuamente Pierre, que había escuchado con gran atención a la peregrina.
    —¡Padrecito! ¿Qué dices?— exclamó asustada Pelágueiushka, volviéndose a la princesa en demanda de ayuda.
    —Así es como engañan al pueblo— añadió Pierre.
    —¡Jesús! ¡Señor!— se santiguó la peregrina. —No digas eso, padrecito. Así le pasó a un general que no temía a Dios y dijo una vez: “Los monjes engañan”, y nada más decirlo se quedó ciego. Y en sueños vio a la Virgen santa de Pechersk, que se le acercaba y le decía: “Cree en mí y te curaré”. Entonces empezó a pedir que lo llevaran a ella. Es verdad: lo vi yo misma. Guiaron al ciego a la imagen; se acercó, cayó de rodillas y dijo: “Cúrame y te daré todo lo que el Zar me ha concedido”. Lo vi yo misma, padrecito: de repente, en la imagen apareció incrustada una estrella y el ciego recobró la vista. Es un pecado hablar así y Dios lo castiga— dijo a Pierre en tono doctrinal.
    —¿Y cómo pudo la estrella pasar a la santa imagen?— preguntó Pierre.
    —Habrán ascendido a la Virgen a general— comentó sonriendo el príncipe Andréi.
    Pelágueiushka palideció y, de pronto, alzó los brazos al cielo:
    —Padre, padre, no peques, tienes un hijo— empezó a decir, y de pálida pasó a estar súbitamente roja. —Padre, ¿qué has dicho? ¡Perdónalo, Señor!— y dirigiéndose a la princesa María prosiguió: —¿Qué es eso, madrecita?
    Se había levantado y casi entre sollozos se dispuso a cargar con su mochila. Debía de ser para ella un motivo de vergüenza recibir favores en una casa donde se podían decir semejantes palabras; pero también le pesaba tener que privarse de ellos en adelante.
    —¡Vaya diversión que han encontrado! ¿Por qué han venido aquí?— dijo la princesa María.
    Pierre se adelantó hacia la vieja:
    —Era una broma, Pelágueiushka…— dijo. —Princesse, ma parole, je n'ai pas voulu l'offenser. [281] Era una broma; no lo tomes a mal— añadió, sonriendo tímidamente y con el deseo de reparar su culpa. —Te aseguro que sólo era una broma.
    Pelágueiushka se detuvo desconfiada; pero en el rostro de Pierre había un arrepentimiento tan sincero y el príncipe Andréi miraba tan tímidamente, ya a la vieja, ya a Pierre, que poco a poco se calmó.


XIV
   
    Tranquilizada la peregrina y animada a seguir hablando, se extendió acerca del padre Amfiloco, cuya vida era tan santa que sus manos difundían olor a incienso y de cómo los monjes que había encontrado en su última peregrinación a Kiev le habían dado las llaves de unas grutas donde, con una reserva de pan seco, había permanecido durante dos días junto a los bienaventurados.
    —Rezaba a uno, lo veneraba, y después me iba a otro. Dormía un poco y volvía a besar las reliquias; había tanto silencio, madrecita, y gozaba de tanto bienestar, que no sentía deseos de volver al mundo.
    Pierre la escuchaba con atenta seriedad. El príncipe Andréi salió de la habitación. Poco después, dejando que los peregrinos concluyeran de tomar su té, la princesa María condujo a Pierre al salón.
    —Es usted muy bueno— le dijo.
    —¡Oh! De verdad que no quería ofenderla… Comprendo muy  bien y aprecio en mucho esos sentimientos.
    La princesa María lo miró en silencio y sonrió con ternura.
    —Hace mucho que lo conozco y lo quiero como a un hermano— dijo. —¿Qué le ha parecido André?— añadió rápidamente para no darle tiempo a responder a sus cariñosas palabras. —Me tiene muy preocupada. Su salud mejora en invierno, pero en la pasada primavera se abrió su herida y el doctor le recomendó un tratamiento en el extranjero; me inquieta también mucho moralmente. No es como nosotras, las mujeres, que expresamos nuestro dolor en lágrimas, no las ocultamos. Todo lo guarda dentro, sin desahogarse. Hoy parece alegre y animado, pero eso se debe a su llegada. Raras veces está como hoy. ¡Si usted pudiera convencerlo de que fuera al extranjero a curarse! Necesita actividad, y esta vida ordenada y tranquila lo está matando. Los demás no se dan cuenta, pero yo lo veo.
    Cerca de las diez los criados salieron precipitadamente a la puerta principal al oír las campanillas del coche del viejo príncipe. También salieron Andréi y Pierre.
    —¿Quién es?— preguntó el viejo príncipe al notar la presencia de Pierre. —¡Ah! ¡Cuánto me alegro!— dijo al saber quién era. —¡Ven a darme un beso!
    El viejo príncipe estaba de excelente humor y recibió cariñosamente a Pierre.
    Antes de la cena el príncipe Andréi volvió al despacho y encontró a Pierre en acalorada discusión con su padre. Pierre afirmaba que llegaría un tiempo en que no habría más guerras. El viejo príncipe lo contradecía, irónico, pero discutía sin enfadarse.
    —Saca a la gente la sangre de las venas, ponles agua y entonces no habrá más guerras. Son desvaríos de mujeres— y dio una cariñosa palmada a Pierre.
    Luego se acercó a la mesa, donde el príncipe Andréi, quien, evidentemente, no deseaba intervenir en la conversación, examinaba los papeles traídos por su padre de la ciudad. El viejo príncipe se acercó a él y comenzó a hablar de sus asuntos.
    —El mariscal de la nobleza, conde Rostov, no ha enviado ni la mitad de los hombres que debía. Vino a la ciudad y se le ocurrió invitarme a comer. ¡Buena comida le di!…
    —Y mira esto otro… Bueno, querido— añadió el príncipe Nikolái Andréievich dirigiéndose a su hijo y dando de nuevo unas palmadas en el hombro de Pierre. —Tu amigo es un excelente muchacho, le he tomado cariño. Me estimula. Hay personas que dicen cosas muy juiciosas que nadie quiere escuchar, pero él dice tonterías y me estimula a mí, que soy un viejo. Bueno, idos, idos; puede que baje a cenar con vosotros, discutiremos otro rato. Quiere bien a mi tonta, la princesa María— gritó aún a Pierre desde la puerta.
    Sólo ahora, en Lisie-Gori, apreció Pierre todo el encanto y la fuerza de su amistad con el príncipe Andréi. Encanto que no se notaba tanto en sus relaciones personales con él como con sus familiares y demás habitantes de la casa. Pierre se sintió de pronto viejo amigo del severo príncipe Nikolái Andréievich y de la dulce y tímida princesa María, aunque apenas los conocía. Todos le habían tomado cariño. No sólo la princesa, atraída por la bondad con que Pierre había tratado a sus peregrinos, le dedicaba su más radiante mirada, sino también el pequeño príncipe Nikolái (como lo llamaba su abuelo), que sólo tenía un año, sonreía a Pierre y se dejaba coger en brazos. Mijaíl Ivánovich y mademoiselle Bourienne lo miraban con alegre sonrisa cuando Pierre discutía con el viejo príncipe.
    Este se presentó a cenar, en honor, evidentemente, de Pierre.
    Y durante los dos días que Pierre pasó en Lisie-Gori se mostró muy afectuoso con él y le ordenó que volviese a visitarlo.
    Cuando Pierre se marchó y todos los miembros de la familia se reunieron, la conversación recayó sobre el ausente, como suele ocurrir después de la partida de un conocido nuevo, y todos, lo que suele suceder muy raramente, hablaron bien de él.

León Tolstói
Guerra y paz, Quinta parte


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