Triunfo Arciniegas
ESCRITORES DE CAFÉ
31 de enero de 2021
En alguna reunión o en la calle, alguien soltó una frase brillante y Oscar Wilde la alabó de inmediato. "No tardará en ocurrírsete", comentó el amigo que lo acompañaba. Cuando García Márquez publicó "El ahogado más hermoso del mundo", Álvaro Cepeda Samudio le dijo: "Ese cuento es mío".
Seguramente Cepeda Samudio contó la anécdota del ahogado en una reunión, en una borrachera, donde fuera, y García Márquez la oyó en persona o la supo por alguien más, y empezó a darle vueltas en la cabeza. Seguramente la idea es de Cepeda Samudio, la semilla de la historia, pero la escritura, el tratamiento estético, el árbol con hojas, flores y frutos le pertenece a García Márquez. Las ideas vuelan pero hay que estirar la mano para atraparlas y, sobre todo, darles forma. Cepeda nunca escribió la historia. Tan desordenado como era, sin duda alguna montones de ideas se perdieron con su muerte. Un escritor de menor talla pudo tomar la idea y escribir un cuento que no valiera la pena. Así que es por García Márquez que hoy sabemos la historia del ahogado y leemos un cuento maravilloso, una obra maestra.
La idea de "El general en su laberinto", la obra sobre el último viaje de Simón Bolívar por el río Magdalena, era de Álvaro Mutis, quien nunca la escribió. En esta ocasión García Márquez fue caballeroso. Habló con su amigo del alma, le pidió permiso para escribir la novela y, por supuesto, se la dedicó. Como en Ciudad de México eran más o menos vecinos, me lo imagino yendo a la casa de Mutis con las mismas intenciones de un asaltante de bancos. "Fue un zarpazo certero después de un acecho de diez años", dice García Márquez en las páginas de los agradecimientos.
El texto parece afirmar que la idea no es de quien la concibe sino de quien la publica. Como los inventos, que pertenece a quien primero los registra. Lo demás es cuestión de ética. No se puede demandar una idea. Se puede demandar un texto cuando existe otro publicado anteriormente, pero sería absurdo demandar a alguien por una idea que nos ronda y nunca hemos concretado.
Existe una divertida especie que podríamos llamar los escritores de café. O de cocteles. Los imagino arreglándose para salir a disfrutar del coctel y pastorear el ego. Allí hablan de sus proyectos de escritura y critican los libros que nunca han leído porque no tienen tiempo debido, entre otras cosas, a los cocteles. Vuelven a casa felices y ebrios mientras la vida pasa y sus ideas duermen en el limbo de los imposibles.
Los escritores de café se reúnen a menudo para hablar de sus grandes libros, de las historias que nunca escribirán. Vuelven famoso el sitio que frecuentan. El dueño les concede trato preferencial: son buenos clientes. Ríen, se divierten, poseen el don de la amistad y en la mesa todos son buenas personas. A veces uno habla mal de otro a sus espaldas o se olvida de pagar un préstamo o no devuelve un libro, pero son males menores, y la amistad sigue en pie. Seguramente sueltan ideas magníficas pero nunca tienen el tiempo para escribirlas. Deben acudir al café.
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