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miércoles, 11 de septiembre de 2019

Casa de citas / Graham Greene / El secretario del club



Graham Greene
EL SECRETARIO DEL CLUB


Pero en ese momento entró el secretario del club. Era un hombre de larga barba canosa y chaleco manchado de sopa, con el aspecto de un poeta victoriano pero que, en realidad, escribía libritos de recuerdos melancólicos de los perros que había tenido. Siempre fiel había sido uno de los éxitos de 1912.

Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, p. 58

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa

domingo, 25 de agosto de 2019

Casa de citas / Graham Greene / El odio

Ilustración de Sylvain Coulombe 


Graham Greene
EL ODIO


El odio es muy semejante al amor físico; tiene sus crisis y luego sus períodos de calma. (p. 56)



La pena y desengaño son como el odio: afean al hombre con la compasión de sí mismo y la amargura. (p. 135)



Yo no sufro: odio. Odio a Sarah porque era una puta, odio a Henry porque ella optó por él, y le odio a usted y a su Dios imaginario porque usted la apartó de todos nosotros. (p. 157)



Si la odio tanto como la odio a veces, ¿cómo puedo quererla? ¿Se puede realmente querer y odiar a la vez? ¿O será sólo a mí mismo a quien realmente odio? Odio los libros que escribo con una habilidad trivial y nimia, odio el espíritu profesional, que me empuja a seducir a una mujer a quien no quiero por la información que puede procurarme, odio a este cuerpo que gozó tanto pero fue inadecuado para expresar lo que el corazón sentía, y odio mi espíritu suspicaz, que lanzó a Parkis tras su rastro, que espolvoreó los timbres de las puertas, escudriñó los cestos de papeles, robó sus secretos. (p.158)



Mi odio era tan mezquino como mi amor. (p. 159)



Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa

sábado, 24 de agosto de 2019

Casa de citas / Graham Greene / Preferiría estar muerto

Julianne Moore (Sara Miles) y Ralph Fiennes (Maurice Bendrix)
El fin de la aventura

Graham Greene
PREFERIRÍA ESTAR MUERTO*


 "Querido señor: —comenzaba la carta—. Celebro poder informarle que yo y mi chico hemos entrado en contacto con la criada del Nº 17. Esto ha permitido a la investigación ir más de prisa, ya que a veces puedo echar un vistazo a la agenda de compromisos y también registrar todos los días el cesto de los papeles, obteniendo así indicios como el documento que incluyo y que le agradeceré me devuelva con las observaciones del caso. La persona en cuestión también lleva un diario desde hace algunos años, pero la doméstica, a la que para mayor seguridad me referiré en lo sucesivo como "mi amigo", no me ha dejado aun consultarlo, pues la persona lo guarda bajo llave, circunstancia que quizá pueda parecer un tanto sospechosa. Aparte del importante documento adjunto, la persona parece pasar gran parte de su tiempo en no cumplir con los compromisos que figuran en la agenda, la que puede ser considerada como una pantalla, dicho sea sin el menor deseo de pensar mal ni de parecer predispuesto en contra en una investigación de este orden, donde la verdad es lo único que importa en beneficio de todos los interesados."
 No es la tragedia lo único que nos hiere: lo grotesco tiene también sus armas, ignominiosas y ridiculas. Hubo momentos en que sentí deseos de estrujar los informes evasivos e inútiles de Mr. Parkis y de hacérselos tragar en presencia misma de su chico. Era como si en mi propósito de atrapar a Sarah (pero ¿con qué finalidad? ¿Para hacer daño a Henry o a mí mismo?) hubiera dejado a un payaso entrar dando volteretas en nuestra intimidad. Intimidad: la palabra misma olía a informe de Mr. Parkis. ¿No escribió una vez: "Aunque no tengo ninguna prueba directa de qué haya habido realmente intimidades en Cedar Road 16, la persona mostraba un propósito evidente de engañar"? Pero esto fue más adelante. Por el actual informe lo único nuevo que supe era que en dos ocasiones Sarah, que, según la agenda, tenía cita con el dentista y con la modista, no había acudido a ellas, si es que realmente habían existido, escapando así a Mr. Parkis. En seguida, al dar vuelta a la última página dei informe, escrito con tinta violeta y la letra menudita de Mr. Parkis, en papel barato de block, vi la letra clara y resuelta de Sarah. No creí que la reconocería tan súbitamente al cabo de casi dos años.
 Era sólo un pedazo de papel prendido con un alfiler al dorso de la última página y aparecía marcado con una gran A en lápiz rojo. Debajo de la A, Mr. Parkis había escrito: "Importante, para posibles actuaciones ulteriores, que todas las pruebas documentales sean devueltas para su archivación." El pedazo había sido rescatado del cesto de papeles y alisado cuidadosamente, como habría podido hacerlo la mano de un amante. Y seguramente debía estar dirigido a un amante: "No necesito escribirte ni hablarte, tú lo sabes todo de antemano, sin que yo lo diga; pero cuando se ama, se siente la necesidad de utilizar todos los medios que se han venido utilizando. Sé que estoy empezando a amar, pero desearía ya abandonarlo todo, todo lo que no eres tú, y únicamente el temor y la costumbre me lo impiden. Querido..." Esto era todo. Aquello me miraba descaradamente desde el papel, haciéndome sentir hasta qué punto había olvidado cada línea de las notas que en otro tiempo me dirigiera. ¿Acaso no las habría conservado de haber declarado en alguna de ellas su amor tan abiertamente como en ésta, en lugar de haberme escrito siempre "entre líneas", como ella decía, sin duda por temor a que no las guardara con el cuidado debido? Pero este amor de ahora había hecho saltar la jaula de las líneas. No había podido resignarse a permanecer encerrado entre ellas. Había una palabra convenida, de cifra secreta, que recordaba: "cebollas". Esta palabra representaba cautamente en nuestra correspondencia la pasión. El amor era designado como "cebollas"; incluso hacer el amor era "cebollas". "Desearía ya abandonarlo todo, todo lo que no eres tú..." y las "cebollas", pensé con rencor, las cebollas: tal habría sido el estilo en mi tiempo.
 Escribí "sin comentarios" al pie del pedazo de papel, lo metí en un sobre y se lo devolví a Mr. Parkis; pero cuando me desperté por la noche pude recitarme de memoria el párrafo entero y la palabra "abandonarlo" tomó a mis ojos las más diversas imágenes físicas. Acostado, sin poder dormir, un recuerdo tras otro me aguijaban, llenándome de odio y de deseos: su cabellera esparcida sobre el piso y el escalón crujiente, un día en el campo, tendidos en el fondo de una zanja invisible desde el camino, en que se veía a través de la fronda de sus cabellos el rebrillar de la escarcha sobre el suelo duro y un tractor que a nuestro lado pasó en el momento mismo del espasmo sin que el conductor volviera un instante la cabeza hacia nosotros. ¿Por qué el odio no matará el deseo? Habría dado cualquier cosa por dormirme. El pensar siquiera en la posibilidad de un sustitutivo habría sido comportarme como un colegial. Pero tiempo hubo en que traté de encontrar un sustitutivo y no sirvió de nada.
 Sarah y yo solíamos tener largas discusiones sobre los celos. Yo me sentía celoso hasta del pasado, al que ella se refería francamente a medida que iba saliendo a la superficie: aventuras sin significación (salvo quizá la del deseo inconsciente de obtener aquel espasmo final que Henry desgraciadamente no había conseguido proporcionarle). Sarah era tan leal con sus amantes como lo era con Henry, pero lo que debería haberme servido de consuelo (pues indudablemente también sería leal conmigo) no hacía sino irritarme. En un tiempo solía reírse de mi irritación, negándose simplemente a creer en su propia belleza, y me irritaba también que no tuviera celos de mi pasado, ni de mi futuro posible. Yo no admitía que el amor pudiera adoptar otra forma que el mío: medía el amor por la magnitud de mis celos, y desde luego, con arreglo a esta norma, resultaba que no me quería lo más mínimo.
 Las discusiones seguían siempre el mismo patrón y, si me refiero a una ocasión en particular, es porque esta vez terminó en acción, una acción estúpida que no condujo a nada, como no fuera a esta duda que me asalta siempre que me pongo a escribir, la sensación de que quizá era ella y no yo quien tenía razón.
 Recuerdo que esta vez le dije acerbamente:
 —Esta es la consecuencia de tu anterior frigidez. Las mujeres frígidas nunca son celosas; simplemente porque no logran compartir la emoción ajena.
 Me irritó que no intentara defenderse.
 —Es posible que tengas razón —asintió—. Yo lo único que deseo es que seas feliz. No quiero verte descontento. Admito, pues, todo lo que pueda hacerte feliz.
 —Lo que deseas es un pretexto. Si me acuesto con otra mujer, razón para que tú, por tu parte, te acuestes con quien te parezca, ¿no es así?
 —No hay tal cosa. Lo que deseo es verte feliz, eso es todo.
 —¿Incluso me ayudarías, si viniera al caso?
 —Quizá.
 La inseguridad es lo peor que puede sentir un amante. A veces, hasta el matrimonio más rutinario y sin deseo es preferible. La inseguridad tuerce el sentido de todo y envenena la confianza. En una ciudad acosada cada centinela es un traidor en potencia. Ya en los tiempos anteriores a Mr. Parkis me había esforzado en desenmascararla y más de una vez la pillé en pequeños embustes y en evasivas que en realidad no significaban sino el temor que me tenía.
 Yo agrandaba las mentiras e infidelidades, y aun en las palabras más evidentes me empeñaba en leer un sentido oculto. Pues la simple idea de que otro hombre pudiese tocarla me era ya insoportable. Lo temía de continuo y el movimiento más casual de sus manos cuando,hablaba con otros hombres me parecía intencionado y revelador de una secreta intimidad.
 —¿Y tú, no preferirías también verme feliz que desgraciada? —me preguntó, con una lógica intolerable.
 —Preferiría estar muerto o verte muerta —afirmé— antes que con otro hombre. Yo soy un ser normal y quiero como los seres humanos. Pregunta a cualquiera. Todos te dirán lo mismo... si realmente están enamorados. Todos los enamorados son celosos.
 Estábamos en mi cuarto. Habíamos venido a una hora prudente del día, una tarde de fines de primavera, para hacer el amor; por una vez teníamos varias horas por delante, y he aquí que, en vez de hacer eí amor, malgastaba el tiempo en pelearme con ella. Sarah se sentó en la cama y dijo:
 —Lo siento. No quería irritarte. Supongo que tienes razón.
 Pero yo no me di por contento. En aquel momento la odiaba y deseaba creer que ella no me quería; deseaba eliminarla a toda costa de mi organismo. ¿Qué agravio, me pregunto ahora, podía constituir el que me amara o no? Me había sido fiel durante casi un año, me había dado más placer del que habría podido esperar razonablemente, había sobrellevado mis malos humores, y ¿qué le había dado yo en cambio aparte de algunos momentos fugaces de placer? Yo había entrado en esta aventura con los ojos bien abiertos, sabiendo que algún día tenía que terminar, y sin embargo, cuando la sensación de inseguridad, la creencia lógica en el futuro inevitable me envolvía como una ola de melancolía, no se me ocurría otra cosa que hostigarla y molestarla, como si quisiera apresurar el porvenir, franquearle ya la entrada, a manera de un huésped prematuro y temido. Mi amor y mi temor hadan las veces de conciencia. Si los dos hubiéramos creído en el pecado, apenas nos habríamos conducido de otro modo.
 —Tú misma tendrías celos de Henry —aseguré.
 —De ninguna manera. No seas absurdo.
 —Si vieses tu matrimonio en peligro...
 —Mal podría estarlo —replicó frunciendo el ceño.
 Inmediatamente tomé su respuesta como un insulto y, sin decir palabra, bajé la escalera y salí a la calle. ¿Será éste el final?, me preguntaba, haciéndome la escena a mí mismo. No hay que volver atrás. Si puedo eliminarla de mi organismo, no me será difícil hacer un matrimonio de amistad, bien tranquilo. Quizá entonces, como nó estaré bastante enamorado, no me sentiré celoso y viviré seguro. Y mi compasión de mí mismo y mi odio iban dé la mano a través del prado comunal, ya en la penumbra del crepúsculo, como idiotas sin guardián.
 Cuando empecé a escribir dije que ésta era una historia de odio, pero no estoy convencido de que así sea. Acabo de levantar mis ojos del papel y he visto mi propio rostro en un espejo cercano a mi escritorio y no he podido menos de pensar: ¿tiene el odio realmente este semblante? Pues me trajo a las mientes la cara que todos hemos visto en la niñez, devolviéndonos nuestra imagen desde el cristal del escaparate de la tienda, las facciones empañadas por nuestro aliento, mientras miramos con un tal deseo las cosas brillantes e inasequibles que contiene.
 Debió ser en mayo de 1940 cuando tuvo lugar esta discusión. La guerra nos había ayudado en cierto sentido, y de ahí que haya llegado a considerar la guerra como un cómplice inseguro y mal afamado de nuestra aventura. (Deliberadamente solía poner bajo mi lengua la soda cáustica de esta palabra", "aventura", con su insinuación de un comienzo y un final). Supongo que Alemania, por aquella época, había invadido los Países Bajos. La primavera tenía como un cadáver el olor dulzón de la ruina inminente, pero sólo dos hechos tenían importancia en aquel momento para mí: Henry había sido trasladado a Previsión Social y trabajaba hasta tarde; mi patrona se había mudado al sótano por temor a los bombardeos y ya no espiaba el piso de arriba por encima de la barandilla, en acecho de los visitantes indeseables. Mi vida no había sufrido la menor alteración, a causa de mi cojera (tengo un pie ligeramente más corto que el otro como resultado de un accidente de la niñez) sólo cuando comenzaron los bombardeos me sentía en el deber de actuar como guarda. Por el momento era como si hubiese vivido al margen de la guerra.
 Aquella tarde, al llegar a Piccadilly, me sentía desbordar aun de odio y de desconfianza. Sentía la necesidad a toda costa de hacer sufrir a Sarah. Pensé en llevarme a casa a una mujer cualquiera, para acostarme con ella en la misma cama en que había hecho el amor con Sarah; era como si supiese que el único modo de hacerle daño a ella era hacerme daño a mí mismo. En aquel momento las calles estaban sombrías y quietas, aunque en el cielo sin luna se movían de un lado a otro los rayos de los reflectores y se podía oír el zumbido de los cazas nocturnos. No se distinguían las caras de las mujeres de pie en las puertas de las casas y a la entrada de lo refugios todavía no utilizados.
 Tenían que hacer señales con sus linternas eléctricas como gusanos de luz. Durante todo el trayecto de Sackville Street arriba las lucesitas se encendían y se apagaban de continuo. Involuntariamente me pregunté qué estaría haciendo Sarah. ¿Se habría ido a casa o estaría esperando mi posible regreso?
 Una mujer encendió un instante su linterna y me preguntó:
 —¿Vienes conmigo, buen mozo?
 Sacudí negativamente la cabeza y seguí andando. Un poco más arriba de la calle había una muchacha hablando con un hombre. Como iluminara su rostro para que él la viera alcancé a distinguir una criatura joven, morena, todavía no echada a perder: un animal que aún no se daba cuenta de su cautiverio. Pasé de largo, pero a los pocos pasos volví hacia ella, en el momento en que el hombre la dejaba.
 —¿Un trago? —le pregunté.
 —¿Y luego, vendrás conmigo a casa?
 —Sí.
 —En ese caso tomemos antes un trago, si quieres, pero que sea de prisa.
 Entramos en el bar al extremo de la calle y pedí dos whiskys, pero mientras ella bebía el suyo apenas si pude ver su cara a causa de la de Sarah. Era más joven que Sarah, por los diecinueve, más bonita incluso se habría dicho, menos echada a perder, pero simplemente porque había menos que echar a perder. Al cabo de un instante comprendí que su compañía me era tan indiferente como la de un perro o un gato. Me contó que tenía un departamento precioso en un último piso, unas pocas casas más abajo, el monto del alquiler, la edad que tenía, dónde había nacido y que había trabajado en un café todo un año. Me aseguró que no se iba ni mucho menos con cualquiera, pero que en seguida se daba uno cuenta de que yo era un caballero. Me dijo que tenía un canario llamado Jones, nombre de la persona que se lo había regalado y que era muy difícil obtener hierba cana en Londres. Yo pensaba: si Sarah está aún en mi cuarto podría telefonearle. Me pareció oír a la muchacha rogarme que, si yo tenía un jardín, no me olvidara de su canario: "¿No le parecerá a usted mal que se lo pida, verdad?"
 Mirándola por encima de mi vaso de whisky pensé qué extraño era que no sintiese por ella el menor deseo. Era como si, de repente, después de todos los años anteriores de promiscuidad, hubiese crecido. Mi pasión por Sarah había extinguido para siempre lo que sólo era lujuria. Nunca ya podría volver a gozar con una mujer a la que no quisiera.
 Sin embargo, indudablemente, no era el amor lo que me había traído a aquel bar; todo el tiempo, desde que salía de mí casa, había venido diciéndome que era el odio, como me lo digo aún, al escribir ahora sobre ella, tratando de sacármela de mis adentros para siempre, pues a menudo me he dicho también que si ella se moría, podría olvidarla fácilmente.
 Salí del bar, dejando a la muchacha con su whisky todavía por terminar y un billete de una libra, para consuelo de su dignidad profesional, y caminé por New Burlington Street arriba hasta un teléfono público. Como no llevaba linterna conmigo tuve que encender fósforo tras fósforo hasta poder marcar el número entero. En seguida oí el tono de llamada y pude imaginarme el.teléfono sobre mi escritorio y el número exacto de los pasos que tendría que dar Sarah para llegar a él, si estaba sentada en un sillón o echada sobre la cama. No obstante, lo dejé sonar medio minuto en el cuarto vacío. Luego telefonee a casa de ella y la criada me dijo que aún no había vuelto.
 La vi en pensamiento atravesando el prado en medio de la oscuridad, lo que no dejaba de ser un poco expuesto en aquellas tiempos. Consultando mi reloj pensé que, de no haber sido un idiota, aún habríamos podido pasar tres horas juntos. Me volví a casa, solo, y traté de leer un libro, pero todo el tiempo estaba con un oído en el teléfono, al que nadie llamó. Mi orgullo me impidió telefonear de nuevo a Sarah. Al fin me fui a la cama y tomé una dosis doble de soporífero, de modo que lo primero que oí por la mañana fue la voz de Sarah en el teléfono, hablándome como si tal cosa. Fue de nuevo una paz perfecta hasta que mi demonio, sugiriéndome que aquellas tres horas perdidas no tenían para ella la menor importancia, me hizo colgar bruscamente el auricular.
 Nunca he comprendido por qué mucha gente que admite la enorme improbabilidad de un Dios personal se resiste a admitir un demonio personal. ¡He conocido tan íntimamente la manera con que este demonio actúa en mi imaginación! Ninguna afirmación de Sarah pudo jamás contra sus dudas arteras, aunque por lo general aguardaba a que ella se hubiese ido para insinuarlas. Él nos sugería nuestras peleas mucho antes de que tuvieran lugar: más aun que enemigo de Sarah era enemigo del amor, y ¿acaso no es esto lo que se supone es el demonio? Por mi parte se me ocurre que si existiera un Dios de amor, el demonio trataría de destruir incluso la más endeble, la más defectuosa imitación de ese amor. ¿Cómo podría no temer que la costumbre del amor se desarrollara, y cómo podría no tratar de arrastrarnos a todos a la traición, a ayudarle a aniquilar el amor? Si hay un Dios que nos utiliza y modela sus santos en la materia que somos, también el diablo puede tener sus ambiciones, puede soñar en adiestrar incluso a una persona como yo, incluso al pobre Parkis, a ser sus santos, "dispuestos con un fanatismo de segunda mano a destruir el amor doquiera lo encontremos.


*Libro Segundo, Capítulo II

Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, pp. 48-55

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa

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viernes, 23 de agosto de 2019

Casa de citas / Graham Greene / La felicidad nos aniquila




Graham Greene
LA FELICIDAD NOS ANIQUILA*


 El sentimiento de la desdicha es mucho más fácil de sobrellevar que el de la felicidad. En el sufrimiento nos parece tener conciencia de nuestra propia existencia, aunque sea en la forma de un monstruoso egotismo: este dolor mío es individual, este nervio que se retuerce es mío, me pertenece solamente a mí. La felicidad en cambio nos aniquila: perdemos nuestra identidad. Las palabras del amor humano han sido empleadas por los santos para describir su visión de Dios: de igual modo, supongo, podríamos nosotros emplear las de plegaria, meditación, contemplación, para explicar la intensidad del amor que sentimos por una mujer. También nosotros hacemos renuncia de la memoria, del entendimiento, de la inteligencia, y también sentimos la privación, la noche oscura y a veces, como compensación, una especie de paz. El acto mismo del amor ha sido descrito como la muerte chica, y también los amantes sienten a veces la paz chica. Es curioso verme escribiendo estas frases como si hubiese amado lo que en realidad odio. En ocasiones no reconozco mis propios pensamientos. ¿Qué sé yo de frases como "la noche oscura" o la plegaria, yo que sólo tengo una plegaria? Las he heredado, simplemente, como un marido a quien la muerte deja en la inútil posesión de unas ropas de mujer, de unos frascos de perfumes, de unos tarros de pomadas... Y, sin embargo, hubo esta paz...
 Tal se me aparecen hoy aquellos primeros meses de la guerra. ¿O fue una falsa paz lo mismo que una falsa guerra? Ahora parece como si hubieran tendido brazos de reposo y de seguridad sobre todos aquellos meses de incertidumbre y de espera, pero incluso la paz, supongo, debió estar veteada en aquel tiempo de malentendidos y suspicacias. Así como el primer día volví a casa con un sentimiento, no de júbilo, sino tan sólo de tristeza y de resignación, así, una y otra vez, hube de volver con la certeza de ser uno entre tantos, aunque por el instante fuera el favorito. Aquella mujer a la que quería con tal obsesión que si me despertaba por la noche inmediatamente surgía su imagen en mi espíritu, ahuyentando definitivamente el sueño, parecía consagrarme todo su tiempo. Sin embargo, yo no lograba tener confianza en ella: en el acto del amor podía sentirme seguro y dominante, pero, en cuanto me quedaba a solas, no tenía más que mirarme en el espejo para ver la duda, en la forma de un rostro con arrugas y un pie rengo. ¿Por qué yo?
 Siempre había ocasiones en que no podíamos encontrarnos, citas con el dentista o el peluquero, reuniones que tenía que dar Henry, ocasiones en que estaban juntos a solas. De nada me servía decirme que en su propio hogar no tendría la oportunidad de hacerme traición (con el egotismo de los amantes empleaba yo esta palabra con su sugestión de un deber inexistente) mientras Henry trabajaba en las pensiones de las viudas o —pues no tardaron en uncirlo a otro tema— en la distribución de las máscaras antigás y el modelo reglamentario de las fundas de cartón; pues ¿acaso no sabía yo que era posible hacer el amor en las circunstancias más peligrosas, si realmente había el deseo de hacerlo? La desconfianza crece con el éxito del amante. Precisamente la segunda vez que nos encontramos íntimamente fue en una de esas situaciones que yo había calificado de imposibles.
 Me desperté con la tristeza de su última advertencia cautelosa todavía en el oído, pero no habían pasado tres minutos de espera cuando su voz en el teléfono la disipó por entero. Ni antes ni después he conocido ninguna mujer con una capacidad semejante para cambiar de arriba abajo la atmósfera, simplemente con unas palabras por teléfono, y bastaba que entrase en la habitación o pusiera su mano sobre mi brazo para crear ese sentimiento de confianza absoluta que desaparecía en cuanto me separaba de ella.
 —¡Hola!—dijo—. ¿Estabas durmiendo?
 —No. ¿Cuándo puedo verte? ¿Esta mañana?
 —Henry está con un resfrío muy fuerte, y se ha quedado en casa.
 —Si pudieras venir aquí...
 —Tengo que quedarme para atender el teléfono.
 —¿Todo eso porque está resfriado?
 La noche anterior había sentido amistad y compasión por Henry, pero éste se había convertido ya en un enemigo odioso y grotesco, al que hay que exterminar.
 —Es que se ha quedado completamente afónico.
 Sentí un deleite maligno en lo absurdo de, su enfermedad: ¡un funcionario afónico, susurrando inútilmente sobre las pensiones de las viudas!
 —¿No hay modo alguno de que nos veamos?
 —Claro que sí.
 Por un instante el teléfono permaneció mudo y creí que habían cortado. "¡Hola, hola!", vociferé. Pero todo se había reducido a que Sarah había estado pensando cuidadosamente en la cuestión a fin de darme una contestación precisa.
 —A la una le llevaré a Henry una bandeja con la comida. En seguida podríamos tomar nosotros unos sandwiches en mi gabinete. Le diré que quieres comentar la película de anoche, o la novela que estás escribiendo.
 Y apenas cortó la comunicación cortó también el sentimiento de confianza y me dejó pensando en las veces que ya antes habría planeado las cosas de aquel mismo modo.
 Cuando llegué a su casa y toqué el timbre me sentía en el estado de ánimo de un enemigo, o de un detective, vigilando sus palabras como Parkis y su chico vigilaron sus idas y venidas pocos años más tarde; pero en cuanto se abrió la puerta se restableció la confianza.
 En aquel tiempo no se trató un instante de quién quería a quién: el deseo era mutuo y conjunto. Henry comió en su bandeja, sentado en la cama contra las dos almohadas y vestido con su batón de lana verde, mientras nosotros, en el gabinete de abajo y con la puerta entornada, hacíamos el amor sobre el duro entarimado, sin otro sostén que un simple almohadón. Llegado el momento, tuve que ponerle suavemente la mano sobre la boca, para amortiguar el extraño lamento de entrega, triste y ronco, por temor a que Henry pudiera oírlo desde arriba.
 ¡Pensar que hubo un momento en que había esperado abrir con ganzúa su cerebro! Tendido en el suelo a su lado, sin apartar los ojos de ella, como si no debiera volver a verla —su cabellera de un castaño indefinido como un charco de licor derramado, la respiración jadeante como si acabara de correr una carrera, y, semejante a una joven atleta, yaciera en el agotamiento del triunfo...
 En ese momento crujió la escalera. Durante un instante ambos permanecimos inmóviles. Los sandwiches estaban sobre la mesa, intactos, y los vasos vacíos. Sarah susurró: "Está bajando la escalera". En seguida, se sentó en un sillón, con un plato en el regazo y un vaso al lado.
 —Suponte —sugerí— que hubiese oído algo.
 —No se habría dado cuenta de lo que era.
 Debí poner cara de incredulidad, pues explicó con melancólica ternura:
 —¡Pobre Henry!, ni una sola vez ha ocurrido en estos diez años Pero, de todas maneras, no estábamos tan seguros, y permanecimos escuchando en silencio hasta que la escalera crujió de nuevo.
 Mi voz me pareció a mí mismo rajada y falsa mientras decía, quizá demasiado alto:
 —Me alegro que le gustara la escena de la cebolla.
 En ese momento, Henry se asomó por la puerta, con una bolsa de agua caliente en su funda de franela gris.
 —Hola, Bendrix —susurró.
 —No debiste haber bajado —le riñó Sarah.
 —No quería molestaros.
 —Estábamos hablando de la película de anoche.
 —Espero que no les habrá faltado nada —y echó una ojeada al clarete que me había servido Sarah—. Debiste haberle dado del 23 —protestó con su voz sorda, y se retiró silenciosamente con la bolsa de goma entre los brazos.
 —¿Te importa? —pregunté a Sarah al quedarnos solos. Pero ella sacudió la cabeza. Realmente no sabía a punto cierto lo que había querido decir con la pregunta. Quizá pensé que había podido sentir cierto remordimiento al ver a Henry; pero Sarah tenía una capacidad asombrosa para eliminar los remordimientos. A diferencia del resto de nosotros, era invulnerable al sentimiento de culpa. A su juicio, lo hecho estaba hecho; el remordimiento moría con el acto. Le habría parecido poco razonable que Henry, de habernos pescado in fraganti, se hubiera irritado por más de un instante. Dicen que los católicos quedan libertados en el confesionario de las manos muertas del pasado; en este sentido no cabe duda que se la habría podido considerar una católica nata, aunque en el fondo creía tan poco en Dios como yo. O tal pensé entonces, y me pregunto ahora.
 Si este libro mío no logra seguir un camino derecho es porque realmente me siento perdido en una región extraña, de la cual no tengo mapa alguno. A veces incluso me pregunto si nada de lo que estoy escribiendo es verdad. Aquella tarde sentía una confianza tan absoluta cuando, súbitamente, sin que yo se lo preguntara, me declaró: "Nunca he querido nada ni a nadie como te quiero a ti." Era como si, sentada en aquel sillón, con un sandwich a medio comer en la mano, se entregara tan totalmente como lo hiciera cinco minutos antes sobre el suelo. La mayoría vacilamos en hacer una afirmación tan terminante; recordamos y prevemos y dudamos. En ella no había la menor duda. Sólo el instante contaba. Se dice que la eternidad no es una extensión de tiempo sino una ausencia de tiempo, y a veces me parecía como si su abandono llegase a ese extraño punto matemático de infinitud, un punto sin dimensiones, que no ocupara espacio alguno. ¿Qué importaba el tiempo: todo ei pasado y los otros hombres que pudo de tiempo en tiempo (y aquí tropezamos de nuevo con la palabra) haber conocido, ni todo el futuro en que pudiera hacer la misma afirmación con el mismo sentimiento de verdad? Cuando le contesté que yo también la quería de ese modo, el embustero era yo y novella, pues yo jamás perdí la conciencia del tiempo: para mí el presente nunca es ahora: siempre es el año pasado o la semana que viene.
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 Ella no mentía cuando decía: "Ningún otro; eternamente." No hay contradicciones en el tiempo, eso es todo; no existen en el punto matemático. Ella tenía mucha más capacidad de amor que yo. Yo no podía bajar el telón sobre el momento, no podía olvidar y no podía no temer. Hasta en el momento del amor era como un policía acumulando pruebas respecto a un crimen que aún no había sido cometido, y cuando más de cuatro años después abrí la carta de Parkis todas las pruebas estaban allí, en mi memoria, agravando mi amargura.

*Libro Segundo, Capítulo I

Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, pp. 44-48

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa

jueves, 22 de agosto de 2019

Casa de citas / Graham Greene / Nuestro amor




Graham Greene
NUESTRO AMOR


Era como si nuestro amor fuera un animalito en una trampa y desangrándose; lo único procedente era apartar la vista y retorcerle el cuello.

Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, p. 34

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
Graham Green / El fin de la aventura / Reseña de Vargas Llosa

miércoles, 21 de agosto de 2019

Casa de citas / Graham Greene / La cebolla y el deseo


Graham Greene
LA CEBOLLA Y EL DESEO *

 Los celos, o tal he creído siempre, existen sólo con el deseo. Los autores del Antiguo Testamento eran aficionados a emplear las palabras "un Dios celoso" y quizá era su manera tosca y oblicua de expresar la creencia en el amor de Dios por el hombre. Pero supongo que hay distintas clases de deseo. Mi deseo ahora estaba más cerca del odio que del amor, y Henry —pues tenía razones para creer lo que Sarah me había dicho una vez sobre el particular— hacía tiempo que había dejado de sentir un deseo físico por ella. Sin embargo, me parece que en aquellos días estaba tan celoso como yo. Su deseo era simplemente de compañerismo: por primera vez se sentía excluido de la confianza de Sarah; preocupado y casi al borde de la desesperación, no sabia lo que estaba pasando o iba a pasar. Vivía en una terrible inseguridad. En este sentido, su trance era peor que el mío. Yo tenía la seguridad de no poseer nada. No podía tener más de lo que había perdido, mientras él tenía aun la presencia de ella en la mesa, el ruido de sus pasos en la escalera, el abrir y cerrar de las puertas, el beso en la mejilla. Dudo que, ahora, hubiese mucho más que eso; pero aun así, ¡qué ración para un hambriento! Sin embargo, lo que hacía peor la cosa es que él había gozado en otro tiempo de la sensación de seguridad que yo nunca tuve. Es más, en el momento mismo en que Mr. Parkis se iba, atravesando el prado comunal, Henry ni siquiera sabía que Sarah y yo hubiésemos sido amantes. Y, al escribir esta palabra, mi cerebro vuelve, irresistiblemente contra mi voluntad, al punto mismo en que comenzó el sufrimiento.
 Toda una semana transcurrió después del beso apresurado que le había dado la primera vez en Maiden Lane antes de que volviera a telefonearle. Durante la comida, había dicho de pasada que, como a Henry no le gustaba, apenas iban al cine. Estaban dando en Warner una película sacada de un libro mío, y así, parte por vanidad, parte porque me parecía que, aunque no fuera sino por cortesía, el beso debía tener una continuación, parte también porque aun continuaba interesándome la vida conyugal de un modesto funcionario, invité a Sarah a venir conmigo.
 —¿Supongo que es inútil decirle a Henry que nos acompañe?
 —En efecto.
 —¿Quizás podría venir a cenar con nosotros a la salida?
 —En este momento está abrumado de trabajo. Un condenado liberal ha anunciado para la próxima semana una interpelación en la Cámara sobre la cuestión de la viudas.
 Puede decirse que un liberal —rae parece recordar que un gales, de nombre Lewis— fue para nosotros una ayuda eficaz aquella noche.
 La película no era buena y, a veces, hasta resultaba sumamente penoso ver situaciones que me habían parecido tan reales cuando las escribí, deformadas en los clisés habituales de la pantalla. Me arrepentí de haber traído a Sarah, en vez de haberla llevado a cualquier otra parte. Al principio, como es natural, le había dicho: "Eso no es en modo alguno lo que yo escribí", pero no podía continuar diciéndolo todo el tiempo. Ella, en un arranque de conmiseración, me tocó el brazo, y desde ese momento permanecimos con las manos tomadas en el ademán inocente que emplean lo mismo los niños que los amantes. Súbita e inesperadamente, aunque sólo por unos minutos, la película pareció cobrar vida. Olvidé que el libreto era mío, y por una vez siquiera mis propias palabras, y me sentí sinceramente conmovido por una breve escena que transcurría en un restaurant. El amante había pedido un biftec con cebolla y la mujer titubeaba un instante en comer la cebolla porque a su marido no le gustaba el olor; el amante se sentía herido e irritado porque comprendía lo que había detrás de aquella vacilación, que le traía a las mientes el beso inevitable cuando eíla volviera a su casa. La escena había salido bien. Yo había querido dar la impresión del amor en un simple episodio de la vida cotidiana, sin retórica de acción ni de palabras, y lo había logrado. Durante unos pocos segundos me sentí feliz; aquello era escribir, lo único que realmente me interesaba en el mundo. Sentí deseos de volver inmediatamente a casa, para releer la escena. Tenía entre manos una nueva obra. ¡Qué lástima haber invitado a comer a Sarah Miles!
 Poco después, sentados a una mesa en Rule y encargada ya la comida, Sarah exclamó:
 —Había una escena que, cuando menos, está en su libro.
 —Efectivamente.
 —¿La de la cebolla?
 —Justo.
 Y en ese momento colocaron sobre la mesa un plato con cebolla. Involuntariamente, pues aquella noche no me había pasado por el espíritu desearla, pregunté:
 —Y a Henry, ¿tampoco le gusta la cebolla?
 —No puede aguantarla. Y a usted, ¿le gusta?
 —Sí.
 Entonces ella me sirvió y luego se sirvió.
 ¿Es posible enamorarse comiendo cebolla? No parece probable y sin embargo podría jurar que fue en ese mismo momento cuando me enamoré de Sarah. Claro está que no se trataba simplemente de las cebollas; era aquella sensación súbita de una mujer individual, de una franqueza que más tarde había de hacerme a menudo tan feliz y tan desgraciado.
 Avanzando la mano por debajo del mantel la puse sobre su rodilla, y en seguida vino la de ella a reunirse con la mía, manteniéndola donde estaba.
 —Es un excelente biftec —dijo; y su respuesta me sonó a poesía:
 —El mejor que he comido nunca.
 No hubo ni persecución ni seducción. Dejamos en nuestro plato la mitad del biftec, y terciada la botella de clarete, y salimos a Maiden Lane con la misma intención en el espíritu de ambos. Exactamente en el mismo lugar que la vez anterior, ante el portal y la reja, nos besamos.
 —Estoy enamorado —le dije.
 —Yo también.
 —No podemos ir a casa.
 —No.
 Tomamos un taxi junto a la estación de Charing Cross y le dije al chofer que nos llevara a Arbuckle Avenue. Tal era el nombre que habían dado entre ellos a Leinster Terrace, la fila de hoteles que bordeaba el lado de la estación de Paddington, con nombres lujosos: Ritz, Carlton y el resto. Las puertas de estos hoteles estaban abiertas siempre y se podía obtener una habitación en cualquier momento del día por una hora o dos. Hace una semana fui a echar un vistazo al lugar. La mitad de él había sido hecha añicos por las bombas, y el sitio en que hicimos el amor aquella noche era puro aire. Era el Bristol; había en el hall un helécho en maceta y una encargada de pelo azulado nos llevó al cuarto mejor, un cuarto de estilo edwardiano, con una gran cama dorada de, matrimonio, cortinas de terciopelo rojo y un espejo de cuerpo entero. (La gente que venía a Arbuckle Avenue nunca quería camas gemelas.) Recuerdo perfectamente los detalles más insignificantes: la encargada que me preguntó si pensábamos pasar la noche; los quince chelines que costaba la habitación, sólo por unas horas; la estufa eléctrica que sólo funcionaba mediante monedas de un chelín (que no teníamos ni ella ni yo), pero no recuerdo otra cosa: ni lo que hicimos ni la cara que puso Sarah esta primera vez; solamente que los dos estábamos nerviosos e hicimos el amor bastante mal.
 La cosa no tenía importancia. Lo importante era haber empezado. Entonces teníamos la vida por delante. ¡Ah!, hay también otra cosa que recordaré siempre. En la puerta misma de nuestro cuarto ("nuestro" al cabo de media hora), en el momento de besarla de nuevo y decirle lo que me repugnaba la idea de que tuviera que volver al lado de Henry, me dijo:
 —No te preocupes. Está ocupado con las viudas.
 —Me exaspera el pensar que va a besarte.
 —No lo hará. No hay nada que deteste más que la cebolla.
 La acompañé a su casa. La luz del despacho de Henry se veía por debajo de la puerta. Subimos la escalera y en su gabinete permanecimos unos instantes tomados de la mano, apretados el uno contra el otro, sin fuerzas para separarnos.
 —Henry nos habrá oído, subirá, en el momento menos pensado puede aparecer —dije.
 —Le oiríamos subir —repuso ella, y añadió con una pavorosa lucidez—: hay un peldaño que siempre cruje.
 No era hora de quitarme el abrigo. Nos besamos y en ese momento oímos el crujido del peldaño. Cuando Henry entró contemplé con tristeza la cara impasible de Sarah, que dijo:
 —Te estábamos esperando para que nos ofrecieras algo de beber.
 —Naturalmente —asintió Henry—. ¿Qué prefiere usted, Bendrix?
 Contesté que cualquier cosa, y solamente un trago, pues tenía que trabajar en casa.
 —Creía que no trabajaba usted nunca de noche.
 —¡Bah!, esto no cuenta. Es una simple reseña.
 —¿Sobre algún libro interesante?
 —No demasiado.
 —Me gustaría tener esa capacidad suya de expresar lo que siente. Sarah me acompañó hasta la puerta de calle, y allí nos besamos de nuevo. En ese instante era Henry y no Sarah quien me inspiraba simpatía. Era como si todos los hombres pasados y futuros proyectasen su sombra sobre el presente.
 —¿Qué te pasa? —me preguntó Sarah, que tenía una intuición especial para sentir lo que había detrás de un beso, el menor susurro interior.
 —Nada —repliqué—. Mañana por la mañana te telefonearé.
 —Sería mejor que yo te llamase a ti —dijo ella.
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 Cautela que no pudo menos de hacerme pensar: "¡Qué ducha debe ser en esta clase de asuntos!", y recordé el peldaño que siempre —"siempre" había sido la palabra empleada— crujía.

*Libro Primero, Capítulo VII

Graham Green
El fin de la aventura
Sur, Buenos Aires, 1979, pp. 40-43

The 100 best novels No 71 / The End of the Affair by Graham Greene (1951)
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