jueves, 7 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / La agonía del conde Bezújov

 


León Tolstói

LA AGONÍA DEL CONDE BEZÚJOV

Tolstoy / War and Peace / The Agony of Count Bezúkhov

Primera parte

XXVIII


    AL tiempo que en casa de los Rostov se bailaba en la sala el sexto inglés al son de los músicos que desafinaban a causa del cansancio y los cansados criados y cocineros preparaban la cena, deliberando entre sí cómo podían los señores comer tanto —se acababan de tomar el té y ahora iban a cenar—, en esos momentos el conde Bezújov sufría ya el sexto ataque, los médicos manifestaron que no había la menor esperanza, se confesó al enfermo y comulgó, hicieron los preparativos para la extremaunción y en la casa hubo la angustia de la espera y la confusión propias de estos momentos. Fuera de la casa, los empleados de pompas fúnebres se escondían entre los coches que llegaban esperando el lujoso encargo del entierro del conde. El comandante en jefe de Moscú, que recibía sin cesar noticias a través de sus ayudantes sobre el estado del conde, fue personalmente aquella tarde a despedirse de uno de los dignatarios del siglo de Catalina la Grande. Decían que el enfermo buscaba a alguien con la mirada y le llamaba. Y se mandó un criado en busca de Pierre y Anna Mijáilovna.


    El magnífico salón de recepciones estaba lleno. Todos se levantaron respetuosamente cuando el comandante en jefe que había pasado una media hora a solas con el enfermo salió de allí, respondiendo débilmente a las reverencias y tratando de irse lo más rápido posible sin detenerse ante las miradas de los médicos, los sacerdotes y los familiares. El príncipe Vasili, más delgado y pálido esos días, iba a su lado y todos vieron cómo el comandante en jefe le estrechaba la mano y le decía algo en voz baja.
    Después de haber acompañado al comandante en jefe, el príncipe Vasili se sentó solo en una silla doblando las piernas con el codo apoyado en la rodilla, y se tapó los ojos con la mano. Todos se dieron cuenta de que lo estaba pasando mal y nadie se le acercó. Después de estar un rato sentado es esa posición se levantó e inesperadamente con pasos rápidos, mirando alrededor con ojos asustados y enfadados, pasó a través del largo corredor hacia la parte trasera de la casa, a ver a la mayor de las princesas.
    Los que se encontraban en el poco iluminado salón intercambiaban entre sí atrevidos comentarios susurrando, y callaban a cada rato, mirando con ojos llenos de curiosidad e inquietud a la puerta que conducía a la habitación del moribundo, que emitía débiles ruidos cada vez que alguien entraba o salía por ella.
    —El límite de la vida humana está establecido y no puede traspasarse —le decía un viejo sacerdote a una dama que se sentaba a su lado y le escuchaba cándidamente.
    —¿No es un poco tarde para darle la extremaunción? —preguntó la dama añadiendo el título eclesiástico como si no tuviera opinión alguna sobre ese tema.
    —Es un gran sacramento, señora —respondió el sacerdote, pasándose la mano por la calva en la que quedaban unos cuantos mechones de pelo gris.
    —¿Quién era ese? ¿El mismo comandante en jefe? —preguntaban en el otro extremo de la habitación—. ¡Parece muy joven!
    —¡Pues tiene setenta! Dicen que el conde ya no reconoce. Quieren darle la extremaunción.
    La mediana de las princesas salió de la habitación del enfermo con los ojos llorosos y se sentó al lado de Lorrain, el joven y renombrado doctor francés, que estaba sentado bajo el retrato de Catalina la Grande acodado en la mesa en una graciosa postura.
    —Estupendo —dijo él respondiendo a una pregunta sobre el clima—, estupendo, princesa y es que además en Moscú uno se siente como en el campo.
    —¿No es cierto? —dijo suspirando la princesa—. Entonces, ¿puede beber?
    —Sí.
    El doctor miró su breguet.
    —Tome un vaso de agua hervida y eche un pellizquito —le mostró con un gesto de sus finos dedos lo que significaba un pellizquito— de crémor tártaro.
    —No se ha dado el caso —decía un doctor alemán a un ayudante de campo— de que alguien haya sobrevivido al tercer ataque.
    —¡Y qué hombre más apuesto era! —decía el ayudante de campo—. ¿Y a quién irá a parar su fortuna?
    —Ya se encontrarán voluntarios —contestó el alemán sonriendo.
    Todos miraban de nuevo a la puerta; esta chirrió y la mediana de las princesas, que ya había preparado la poción que Lorrain le había indicado, entró a llevársela al enfermo. El doctor alemán se acercó a Lorrain.
    —¿Puede durar aún hasta mañana por la mañana? —preguntó el alemán, en un pésimo francés.
    Lorrain, apretando los labios, negó severamente con el dedo, agitándolo delante de su nariz.
    —No pasará de esta noche —dijo él en voz baja, esbozando una discreta sonrisa de autosatisfacción dado que comprendía y sabía expresar claramente la situación del enfermo y se alejó.
    Entretanto el conde Vasili abrió la puerta de la habitación de la princesa. La habitación estaba casi a oscuras, solo ardían dos lámparas frente a los iconos y había un agradable olor a incienso y a flores. Toda la habitación estaba llena de pequeños muebles,
sinfoniers, estanterías y mesitas. Detrás de un biombo se advertía la blanca colcha de una alta y mullida cama. Ladró un perrito.
    —Ah, es usted, primo.
    Ella se levantó y se arregló el cabello, que siempre, incluso en aquel momento, era tremendamente liso, como si fuera uno solo con la cabeza y estuviera cubierto de barniz.

    —¿Ha sucedido algo? —preguntó ella—. Estoy ya tan asustada.
    —Nada, todo sigue igual, solo he venido a hablar contigo de un asunto, Katish —dijo el conde sentándose pesadamente en la silla de la cual ella se había levantado—. Siento haberte asustado —dijo él—. Bueno, siéntate aquí y vamos a hablar.
    —Pensaba que había sucedido algo —dijo la condesa y con su invariable tranquila y pétrea severidad se sentó delante del príncipe, lista para escucharle.
    —Bueno, ¿qué, querida mía? —dijo el príncipe Vasili tomando la mano de la princesa y tirando de ella hacia abajo según era su costumbre.
    Era evidente que ese «bueno, qué» encerraba un gran significado que ambos entendían sin necesidad de nombrar.
    La princesa con su recto y delgado talle excesivamente largo en comparación con las piernas, miraba al conde directa e impasiblemente con sus prominentes ojos grises. Alzó la mirada y suspirando miró a un icono. Su gesto podía interpretarse como una expresión de tristeza y piedad o como una expresión de cansancio y un deseo de un pronto descanso. El príncipe Vasili interpretó su gesto como una expresión de cansancio.
    —¿Piensas que para mí está siendo fácil? Estoy reventado como un caballo de postas y aun así debo hablar contigo, Katish, y muy seriamente.
    El príncipe Vasili calló y las mejillas empezaron a temblarle nerviosamente, ya la derecha, ya la izquierda, dando a su cara una expresión desagradable que nunca adoptaba cuando estaba en sociedad. Tampoco sus ojos eran los mismos de siempre, y miraban o bien con repentina insolencia o con temor.
    La princesa sostenía al perrito sobre las rodillas con sus delgadas manos, y miraba con atención a los ojos del príncipe Vasili, aunque era evidente que ella no iba a romper el silencio con una pregunta aunque tuviera que permanecer callada hasta el amanecer. La princesa había adoptado una de esas expresiones que se mantienen inmutables e independientes de las expresiones de la cara de su interlocutor.
    —Ves, mi querida princesa y prima, Ekaterina Seménovna —continuó el conde no sin una visible lucha interior—, en momentos como estos hace falta pensar en todo. Hace falta pensar en el futuro, en vosotras... Yo os quiero como si fuerais mis hijas, ya lo sabes.
    La princesa le miró inmóvil y con ojos inexpresivos.
    —Por supuesto también he de pensar en mi familia —continuó el príncipe Vasili sin mirarla y apartando enfadado una mesita—. Sabes, Katish, que vosotras las tres hermanas Mámontov y mi mujer somos los únicos herederos directos del conde. Sé lo difícil que te resulta pensar y hablar de estas cosas. Y para mí tampoco es fácil, pero amiga mía, yo ya tengo sesenta años, hay que estar preparado para todo. ¿Sabes que he mandado llamar a Pierre y que el conde señalando a su retrato lo llamaba a su lado?
    El príncipe Vasili miró interrogativamente a la princesa, pero no logró discernir si ella estaba considerando lo que le decía o si solamente le miraba.
    —No dejo de rogarle a Dios una cosa —respondió ella—: que le perdone y que permita a su hermosa alma abandonar este...
    —Sí, así es —continuó impaciente el príncipe Vasili, acariciándose la calva y acercando hacia sí con rabia la mesita que antes había apartado—, pero, en fin... en fin, de lo que se trata, tú misma lo sabes, es de que el invierno pasado el conde redactó un testamento por el que lega todos sus bienes a Pierre, en perjuicio de sus herederos directos y de nosotros.
    —¡No ha escrito pocos testamentos! —dijo la princesa tranquilamente—. Pero Pierre no puede heredar. Es ilegítimo.
    —Querida mía —dijo de pronto el príncipe Vasili, acercándose la mesa, animándose y comenzando a hablar más aprisa—, pero ¿y si el conde ha escrito una carta al emperador solicitando adoptar a Pierre? Entiende que por los méritos del conde su petición será atendida...
    La princesa sonrió, como sonríe la gente que piensa que saben más de un asunto que la persona que se lo narra.
    —Te diré más —continuó el príncipe Vasili, tomándole de la mano—, la carta ha sido escrita y aunque no se ha enviado el emperador ya sabe de su existencia. La pregunta estriba en si la carta ha sido destruida o no. Si no, tan pronto como todo acabe —el príncipe Vasili suspiró, dando a entender lo que encerraban para él las palabras «todo acabe»— y se descubran los papeles del conde se le entregará al emperador la carta y el testamento y su petición será atendida. Pierre, como hijo legítimo, lo heredará todo.
    —¿Y nuestra parte? —preguntó la princesa sonriendo irónicamente como si cualquier cosa pudiera suceder excepto eso.
    —Pero, mi querida Katish, está tan claro como la luz del día. Entonces él será el único heredero legítimo de todo y vosotras no recibiréis ni una mínima parte. Tú deberías saber, querida mía, si el testamento y la carta han sido escritos y si han sido destruidos. Y si por alguna razón fueron olvidados tú debes saber dónde están y encontrarlos, porque...
    —¡Solo faltaba eso! —le interrumpió la princesa sonriendo sardónicamente y sin cambiar la expresión de los ojos—. Soy una mujer y según usted todas las mujeres somos tontas, pero al menos sé que un hijo ilegítimo no puede heredar... Un bâtard —añadió ella, suponiendo que con esa traducción iba a demostrar definitivamente al príncipe su sinrazón.
    —¡Cómo es posible que no lo comprendas, Katish! Tú que eres tan inteligente, ¿cómo es que no comprendes que si el conde ha escrito una carta al emperador en la que le pide convertir a su hijo en legítimo, Pierre ya no será Pierre sino el conde Bezújov y recibirá toda la herencia? Y si la carta y el testamento no son destruidos a ti no te quedará nada excepto el.consuelo de haber sido virtuosa y todo lo que de ello deriva, nada más te quedará. Así será.
    —Sé que el testamento está escrito, pero también sé que es completamente inválido, y usted parece tomarme por una tonta integral —dijo la princesa con la expresión con la que hablan las mujeres que creen que han dicho algo muy agudo y ofensivo.
    —Mi querida princesa Ekaterina Seménovna —dijo el príncipe Vasili con impaciencia—, no he venido a verte para andar contigo en dimes y diretes sino para hablar contigo como una buena y verdadera pariente de tus propios intereses. Te digo por enésima vez que si la carta para el emperador y el testamento a favor de Pierre se encuentran entre los papeles del conde, entonces ni tú, mi palomita, ni tus hermanas sois las herederas. Y si a mí no me crees cree al menos a los expertos en la materia: acabo de hablar con Dmitri Onúfrievich (el abogado de la casa), él mismo me lo ha dicho.
    De pronto algo cambió en el pensamiento de la princesa: los finos labios palidecieron (la expresión de los ojos quedó igual) y la voz, en el momento en que habló, sonó tan estrepitosa que ella misma se sorprendió.
    —Eso estaría muy bien —dijo ella—. Yo no he querido ni quiero nada. —Arrojó a su perro de las rodillas y se arregló los pliegues del vestido—. Este es el agradecimiento, este es el reconocimiento que muestra hacia las personas que lo han sacrificado todo por él —dijo ella—. ¡Magnífico! ¡Muy bien! Yo no necesito nada, príncipe.
    —Sí, pero no eres solo tú, tienes hermanas —contestó el príncipe Vasili. Pero la princesa no le escuchaba.
    —Sí, ya lo sabía hace tiempo, pero se me olvidaba que no podía esperar nada de esta casa excepto bajeza, engaño, envidia, intriga, nada excepto ingratitud, la más cruel ingratitud.
    —¿Sabes o no sabes dónde está ese testamento? —preguntó el príncipe Vasili con una contracción de las mejillas aún mayor.
    —Sí, yo era tonta, todavía confiaba en la gente y los quería y me sacrificaba. Pero solo progresan los que son mezquinos y ruines. Ya sé de dónde procede esta intriga.
    La princesa quiso levantarse, pero el príncipe la sujetó de la mano. La princesa tenía el aspecto de una persona que de pronto acaba de decepcionarse de la humanidad entera; miraba a su interlocutor con rabia.
    —Todavía estamos a tiempo, amiga mía. Recuerda, Katish, que todo esto se hizo de forma inesperada, en el arrebato de cólera de un enfermo, y después se olvidó. Nuestra obligación, querida mía, es corregir su error, aliviarle en sus últimos momentos impidiendo que cometa esta injusticia, no dejarle morir con la idea de que ha hecho infeliz a las personas...
    —A las personas que siempre se han sacrificado por él —concluyó la princesa, intentando levantarse de nuevo, pero el príncipe no se lo permitió—, lo cual él no ha sabido nunca valorar. No, primo —añadió ella con un suspiro—, siempre recordaré que en este mundo no se puede esperar recompensa, no hay ni honor, ni justicia. En este mundo hay que ser malvado y astuto.
    —Escucha, tranquilízate; sé que tienes un gran corazón.
    —No, mi corazón es malvado.
    —Conozco tu corazón —repitió el príncipe—, valoro tu amistad y desearía que tú sintieras lo mismo hacia mí. Tranquilízate y vamos a hablar ahora que todavía queda tiempo, puede que nos quede un día o puede que una hora tan solo. Dime todo lo que sepas sobre el testamento, y lo más importante, dónde está, eso tú lo debes saber. Ahora mismo lo cogemos y se lo enseñamos al conde. Seguramente se olvidó de él y querrá destruirlo. Comprenderás que mi único deseo es cumplir su voluntad; es la única razón por la que he venido aquí. Estoy, aquí solo para ayudarle a él y a vosotras.
    —Ahora lo entiendo todo. Ya sé quién ha preparado esta intriga. Ya lo sé —decía la princesa.
    —Esa no es la cuestión ahora, querida mía.
    —Ha sido su protegida, su querida princesa Drubetskáia, Anna Mijáilovna, que no querría ni tener de doncella, esa mujer abominable y ruin.
    —No perdamos tiempo.
    —¡Ah, no me hable! El pasado invierno se metió en esta casa y le dijo al conde tales infamias, tales obscenidades de nosotras, especialmente de Sofía, que no puedo ni tan siquiera repetirlas. Tales cosas le dijo que el conde enfermó y no quiso vernos en dos semanas. Fue en esos días en los que escribió ese vil e infame documento, pero yo pensaba que ese papel no significaba nada.
    —De eso se trata. ¿Por qué no me lo dijiste antes de nada?
    —¡En la cartera labrada que guarda debajo de su almohada! Ahora ya lo sé —dijo la princesa sin responder—. Sí, si algún pecado he cometido, un grave pecado, es el odio que tengo a esa abominable mujer —dijo la princesa casi gritando, completamente demudada. ¿Y a qué viene ahora aquí? Pero ya se lo diré todo, todo. Llegará el momento.
    —Júrame que no te vas a olvidar a causa de tu justificado enfado —dijo el príncipe Vasili sonriendo débilmente—, que mil ojos envidiosos nos van a estar espiando. Tenemos que actuar, pero...

XXIX

    MIENTRAS que tenían lugar estas conversaciones en la sala de recepciones y en las habitaciones de la princesa, un coche con Pierre (al que se había ido a buscar) y con Anna Mijáilovna (que encontró necesario acompañarle) cruzaba por la puerta del patio de la casa del conde Bezújov. Cuando las ruedas del coche sonaron suavemente sobre la paja extendida bajo las ventanas, Anna Mijáilovna, dirigiéndose a su compañero de viaje con palabras consoladoras, descubrió que se había dormido en una esquina del coche y lo despertó. Al despabilarse, Pierre bajo del coche detrás de Anna Mijáilovna y solo en ese momento pensó en el encuentro con su padre moribundo, que le estaba esperando. Se dio cuenta de que se habían parado ante la puerta de atrás, no ante la principal, en el momento en el que se bajó del estribo dos hombres,vestidos con ropa villana, se separaron rápidamente de la puerta y se perdieron en las sombras. Deteniéndose, miró Pierre a las sombras de la casa y divisó a ambos lados más gente de esas trazas. Pero ni Anna Mijáilovna, ni el criado, ni el cochero, que no habían podido ver a esas gentes, les prestaron atención. «Así ha de ser, es necesario», se convenció a sí mismo Pierre y siguió a Anna Mijáilovna. Anna Mijáilovna ascendía con pasos rápidos por la escalera de piedra mal iluminada e iba llamando a Pierre, que se quedaba rezagado, este, aunque no entendiera por qué debía ir a ver al conde y aún menos por qué debía hacerlo por la escalera trasera, juzgando por la seguridad y el apresuramiento de Anna Mijáilovna, decidió para sí que eso debía ser absolutamente necesario. A mitad de la escalera casi fueron derribados por unas personas que bajaban con cubos, que golpeando con las botas, les salieron al encuentro. Estos se pegaron a la pared, para permitir el paso a Pierre y Anna Mijáilovna, y no mostraron ni la más mínima sorpresa al verlos.
    —¿Están aquí las habitaciones de las princesas? —preguntó a uno de ellos Anna Mijáilovna.
    —Aquí están —respondió el criado con voz alta y atrevida, como si ya todo estuviera permitido—, la puerta de la izquierda, señora.
    —Puede ser que el conde no me haya llamado —dijo Pierre cuando llegaron al descansillo—, me iré a mi habitación.
    Anna Mijáilovna se detuvo para esperar a Pierre.
    —Ay, amigo mío —dijo ella con el mismo gesto que había tenido hacia su hijo por la mañana, tocándole la mano—, créame que sufro tanto como usted, pero sea hombre.
    —¿Pero verdaderamente tengo que ir? —preguntó Pierre mirando cariñosamente a Anna Mijáilovna a través de las gafas.
    —Amigo mío, olvídese de las injusticias que ha podido cometer con usted. Recuerde que es su padre... y puede que esté agonizando. —Suspiró—. Enseguida he empezado a quererle a usted como a un hijo. Confíe en mí, Pierre. No me olvidaré de sus intereses.
    Pierre no entendía nada; se convenció de nuevo más firmemente aún de que todo eso era tal y como debía ser, y siguió dócilmente tras Anna Mijáilovna que ya abría la puerta.
    La puerta daba al recibidor trasero. En una esquina estaba sentado un viejo criado de las princesas que hacía calceta. Pierre nunca había estado en esa parte de la casa y ni siquiera sospechaba de la existencia de esas habitaciones. Anna Pávlovna preguntó, llamándola «querida» y «palomita», a una muchacha que pasaba llevando una redoma sobre una bandeja, sobre la salud de las princesas y condujo a Pierre más adelante, por el pasillo embaldosado. La primera puerta a la izquierda que salía del pasillo conducía a las habitaciones de las princesas. La sirvienta de la redoma, con las prisas (las mismas que acuciaban a todos en esos momentos en la casa), no había cerrado la puerta y Pierre y Anna Mijáilovna, al pasar al lado, no pudieron evitar mirar hacia dentro de la habitación en la que conversaban, sentados uno enfrente del otro, la mayor de las princesas y el príncipe Vasili. Al verlos, el príncipe Vasili hizo un gesto de impaciencia, la princesa se sorprendió y con rostro enfadado golpeó la puerta con todas sus fuerzas, cerrándola.
    Este gesto era tan distinto a la inmutable tranquilidad de la princesa y el pánico que se reflejaba en el rostro de príncipe Vasili era tan impropio de su suficiencia, que Pierre, deteniéndose, miró a través de las gafas con gesto interrogativo a su guía. Anna Mijáilovna no expresó sorpresa alguna, tan solo sonrió débilmente y suspiró, como mostrando que ella ya se esperaba algo así.
    —Sea usted hombre, amigo mío, yo velaré por sus intereses —dijo ella como respuesta a su mirada y siguió por el pasillo aún más deprisa.
    Pierre no sabía de qué se trataba y aún menos qué significaba velar por sus intereses, pero entendió que todo era como debía de ser. El pasillo les condujo a una sala mal iluminada, que daba a la sala de recepciones del conde. Era una de esas estancias frías y lujosas del ala principal de la casa. Pero en medio de esa habitación había una bañera vacía y la alfombra estaba salpicada de agua. Se encontraron con un criado y un sacristán con un incensario que salían de puntillas y que no les prestaron atención. Entraron en la sala de recepción bien conocida por Pierre que tenía dos ventanas italianas, una entrada al invernadero, un busto de gran tamaño y un retrato de Catalina la Grande de tamaño natural. La misma gente, prácticamente en las mismas posiciones, seguía allí sentada en la sala, intercambiando susurros. Todos callaron y miraron a Anna Mijáilovna, que entraba con su rostro pálido y lloroso, y al grueso Pierre, que con la cabeza gacha la seguía dócilmente.
    El rostro de Anna Mijáilovna expresaba la convicción de que el momento decisivo había llegado, y con las maneras de una dama peterburguesa atareada entró, sin abandonar a Pierre, en la habitación aún con mayor audacia que por la mañana. Creía que llevando consigo a ese joven que el moribundo deseaba ver, era seguro que iba a ser bienvenida. Con una rápida mirada observó a todos los que se encontraban en la sala y al advertir que se encontraba allí el confesor del conde, no se espantó, pero se hizo de pronto más pequeña y se acercó con leves pasos de ambladura hacia el sacerdote y recibió respetuosamente su bendición y la de otro sacerdote.
    —Gracias a Dios he llegado a tiempo —le dijo al sacerdote—; todos los parientes estábamos tan asustados. Este joven es hijo del conde —añadió ella en voz más baja—. ¡Qué terrible momento!
    Habiendo dicho estas palabras se acercó al doctor.
    —Querido doctor —le dijo—, este joven es hijo del conde... ¿Hay alguna esperanza?
    El doctor, en silencio y con un rápido movimiento, levantó los ojos y los hombros. Anna Mijáilovna, con idéntico movimiento, levantó los hombros y los ojos, casi cerrándolos, suspiró y se alejó del doctor hacia Pierre. Se dirigió a él con particular respeto y melancólica ternura:
    —Confía en su misericordia —le dijo, y señalándole un diván para que se sentara a esperarla, se dirigió sin hacer ruido a la puerta a la que todos miraban y también sin ruido la atravesó y la cerró tras de sí.
    Pierre, decidido a obedecer en todo a su guía, se dirigió al diván que ella le había mostrado. Cuando Anna Mijáilovna hubo desaparecido se percató de que las miradas de todos los que se encontraban en la habitación se dirigían a él, y que estas miradas encerraban algo más que curiosidad y compasión. Reparó en que todos susurraban señalándole con los ojos como con temor e incluso obsequiosamente. Le mostraban un respeto que nunca le habían mostrado. Una señora desconocida para él, que hablaba con los sacerdotes, se levantó de su sitio y le ofreció que se sentara; el ayudante de campo cogió un guante de Pierre que se le había caído al suelo y se lo dio. Los doctores callaron respetuosamente cuando pasó a su lado y se apartaron para dejarle sitio. Al principio Pierre quería sentarse en otro lado para no estorbar a la dama, quería coger el guante él mismo y rodear a los doctores, que en absoluto estorbaban su paso, pero se dio cuenta de pronto que eso no hubiera sido adecuado, se dio cuenta de que aquella noche era una persona que estaba obligada a cumplir terribles ceremonias que todos esperaban y por eso debía aceptar que todos le prestaran servicio. Cogió en silencio el guante que le ofrecía el ayudante de campo, se sentó en el sitio de la dama, colocando sus grandes manos en las rodillas, situadas simétricamente, en una tímida pose de estatua egipcia, y decidió para sí que todo debía ser exactamente así y que en esa tarde, para no perderse y no hacer tonterías, no iba a actuar según su propia iniciativa, sino que era necesario dejar su voluntad en manos de quienes le guiaban.
    No habían pasado ni dos minutos, cuando el príncipe Vasili con su caftán con tres condecoraciones entró en la sala majestuoso y llevando la cabeza muy alta. Parecía más delgado que por la mañana; sus ojos eran más grandes que de costumbre cuando miró a la sala y vio a Pierre. Se acercó a él, le tomó la mano (algo que antes nunca había hecho) y tiró de ella hacia abajo como si quisiera probar lo firme que era.
    Ánimo, ánimo, amigo mío. El desea verte. Está bien... —Y quiso irse. Pero Pierre consideró necesario preguntar:
    —¿Cómo está...? —y calló, no sabiendo si era adecuado llamar al moribundo conde; llamarle padre le daba vergüenza.
    —Tuvo otro ataque hace media hora. Ánimo, amigo mío...
    Pierre se encontraba con una confusión mental de tal envergadura, que al oír la palabra «ataque» pensó que se trataba del ataque de una persona. Miró perplejo al príncipe Vasili y después se dio cuenta de que con «ataque» se refería a la enfermedad. El príncipe Vasili le dijo algunas palabras a Lorrain al pasar a su lado y fue de puntillas hacia la puerta. No sabía cómo hacerlo y brincó torpemente con todo el cuerpo. Tras él iba la mayor de las princesas, después pasaron los sacerdotes, los sacristanes y algunas personas de servicio. Tras la puerta se oyó movimiento y, finalmente, con el mismo rostro pálido pero firme en el cumplimiento del deber salió Anna Mijáilovna y tocando a Pierre en la mano dijo:
    —La misericordia del Señor es infinita. Ahora van a darle la extremaunción. Vamos.
    Pierre fue hacia la puerta, pisando sobre la mullida alfombra, y reparó en que hasta el ayudante de campo, la dama desconocida y otra persona del servicio entraban también detrás suyo, como si ya no necesitaran pedir permiso para entrar en esa habitación.

XXX

   PIERRE conocía bien esa gran habitación dividida por arcos y columnas y toda revestida de tapices persas. En una parte de la habitación tras las columnas había una hermosa cama alta de madera, tras una cortina de seda, y en la otra parte un enorme retablo con iconos, la habitación estaba intensamente iluminada en tono rojo como sucede en las iglesias pequeñas durante los oficios nocturnos. Bajo la iluminada orla del retablo había una gran butaca volteriana y en ella, rodeado de unas almohadas de un blanco inmaculado, sin arrugar, que se veía que acababan de ser mudadas y cubierta hasta la cintura por una manta de un verde intenso, yacía la majestuosa figura, conocida por Pierre, de su padre el conde Bezújov, con la melena leonina enmarcando la ancha frente y con las mismas características y aristocráticas profundas arrugas de siempre en su hermoso rostro rojizo y bilioso. Yacía justamente debajo de los iconos; ambas manos, grandes y gruesas, descansaban sobre la manta. En la mano derecha, que descansaba con la palma hacia abajo, le habían colocado una vela entre los dedos índice y pulgar, que le ayudaba a sostener un criado que estaba colocado detrás de la butaca. Al lado se encontraban los sacerdotes con sus ropajes relucientes y grandiosos, con los largos cabellos alisados sobre ellos y con velas en las manos, oficiando despacio y solemnemente. Un poco más alejadas estaban las dos princesas menores llevándose los pañuelos a los ojos y delante de ellas la mayor, Katish, con aspecto colérico y decidido sin apartar los ojos del icono ni un instante, como si quisiera decir a todos que no respondía de sí misma si les miraba. Anna Mijáilovna, con su rostro de tristeza y misericordia, y la dama desconocida estaban en la puerta. El príncipe Vasili estaba al otro lado, cerca de la butaca, detrás de una silla de madera tallada, que había vuelto hacia sí y sobre el respaldo de la cual apoyaba la mano izquierda con la vela, santiguándose con la derecha, alzando los ojos cada vez que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una tranquila devoción y laaceptación de la voluntad divina: «Si no entendéis estos sentimientos, peor para vosotros», parecía decir su rostro.
    Detrás estaba el ayudante de campo, los doctores y la parte masculina del servicio; como en la iglesia, las mujeres y los hombres estaban separados. Todos guardaban silencio, se santiguaban, solo eran audibles la lectura de los salmos, el contenido y grave cántico y en los momentos en los que este cesaba, suspiros y el ruido de los pies contra el suelo. Anna Mijáilovna, con el aspecto característico del que sabe lo que se hace, atravesó toda la habitación hacia Pierre y le dio una vela. Él la encendió, pero embebido como estaba en la observación de los circundantes, comenzó a santiguarse con la misma mano en la que tenía la vela.
    La joven princesa Sophie, sonrosada y de risa fácil, que tenía un lunar, le miró. Sonrió, ocultó el rostro tras el pañuelo y estuvo así un largo rato, pero al mirar a Pierre volvió a reírse. Era evidente que no tenía fuerzas para mirarlo sin reírse, pero no podía dejar de mirarlo, así que para evitar la tentación se ocultó detrás de una columna. En mitad del servicio las voces de los sacerdotes callaron repentinamente; los sacerdotes se dijeron algo en voz baja unos a otros, el viejo criado que sostenía la mano del conde se levantó y se volvió hacia las damas. Anna Mijáilovna se adelantó e inclinándose sobre el enfermo por detrás del respaldo llamó con el dedo a Lorrain. El doctor francés, que se encontraba de pie y que no sostenía vela alguna, apoyado en una columna, en la respetuosa pose del extranjero que muestra que a pesar de las diferentes creencias, entiende la importancia de la ceremonia e incluso la aprueba, con pasos silenciosos de hombre joven se acercó al enfermo, cogió con sus blancos y finos dedos la mano que tenía libre fuera de la manta y, volviéndose de espaldas, comenzó a buscarle el pulso pensativamente. Le dieron al enfermo algo de beber, hubo cierto revuelo en torno a él, después todos se volvieron a sus sitios y se reanudó la ceremonia. Durante esta pausa Pierre advirtió que el príncipe Vasili había salido de detrás del respaldo de la silla, con el mismo aspecto de saber lo que se hacía y tanto peor para aquellos que no le entiendan. No se acercó al enfermo, pero pasando a su lado, se puso al lado de la mayor de las princesas y junto a ella se dirigió hacia el fondo de la habitación, hacia la alta cama bajo la cortina de seda. Después desaparecieron por la puerta del fondo; pero antes de que acabara el servicio volvieron a sus puestos uno detrás del otro. Pierre no prestó mayor atención a este hecho que al resto de sucesos que estaban pasando, dado que ya se había autoconvencido de que todo lo que le sucediera aquella tarde era absolutamente necesario.
    Cesaron los cánticos religiosos y se oyó la voz del sacerdote que felicitaba al enfermo respetuosamente por haber recibido los sacramentos. El enfermo yacía inerte e inmóvil. Alrededor suyo todos se agitaron, se escucharon pasos y murmullos sobre los que dominaba la voz de Anna Mijáilovna.
    Pierre escuchó cómo decía:
    —Es imprescindible llevarlo a la cama. Aquí no puede de ninguna de las maneras...
    Los médicos, las princesas y los criados, rodearon de tal forma al enfermo que Pierre ya no vio su cabeza rojo amarillenta, con la melena gris, la cual a pesar de estar viendo otros rostros, no se le fue de la mente ni un momento durante la ceremonia. Pierre adivinó por los movimientos cuidadosos de la gente que rodeaba la silla, que habían levantado al enfermo y que le estaban trasladando.
    —Cógete de mi mano, así lo dejarás caer —escuchó el asustado cuchicheo de un criado—, más abajo... todavía más. —Se oían voces y respiraciones fatigadas y los pasos de las personas que portaban el cuerpo se volvieron más apresurados como si el peso que cargaban fuera superior a sus fuerzas.
    Los portadores, entre los que se encontraba Anna Mijáilovna, llegaron a la altura del joven y, por un segundo, entre las espaldas y las nucas de los que le llevaban, pudo divisar el alto y fornido pecho desnudo, los robustos hombros del enfermo, portado en volandas por esas personas, que le llevaban sujeto por debajo de las axilas, y después la leonina cabeza de cabellos grises y rizados. Esa cabeza de frente y pómulos extraordinariamente altos, de boca hermosa y sensual y de mirada majestuosa y fría, no estaba desfigurada por la cercanía de la muerte. Era exactamente la misma que conocía Pierre, exactamente igual que hacía tres meses cuando el conde le había mandado a San Petersburgo. Pero esa cabeza se balanceaba inerme ante el irregular paso de los portadores y la mirada fría e inerte no sabía en qué posarse.
    Hubo unos minutos de ajetreo alrededor del alto lecho; la gente que llevaba al enfermo se alejó; Anna Mijáilovna tocó la mano de Pierre y le dijo: «Vamos». Junto a ella se acercó a la cama donde estaba recostado el enfermo en una pose solemne, en consonancia con los sacramentos que le acababan de aplicar. Estaba tumbado, con la cabeza apoyada en la almohada. Sus manos se encontraban simétricamente colocadas sobre la manta de seda verde con las palmas hacia abajo. Cuando Pierre se acercó el conde le miró directamente, pero con una de esas miradas cuyo significado no puede ser aprehendido por un hombre. Mirada que, o simplemente no quiere decir nada, que dado que se tienen ojos hay que fijar estos en algún sitio o quiere decir demasiadas cosas. Pierre se detuvo, sin saber qué hacer y miró interrogativamente a su guía, Anna Mijáilovna. Anna Mijáilovna le hizo apresuradamente un gesto con los ojos mostrándole la mano del enfermo y con los labios hizo un ligero esbozo de beso. Pierre, estirando el cuello cuidadosamente para no engancharse con la colcha, siguió su consejo y se acercó a la mano ancha y carnosa. No se movieron ni la mano, ni un solo músculo de la cara del conde.  Pierre volvió a mirar interrogativamente a Anna Mijáilovna preguntando qué debía hacer ahora. Anna Mijáilovna le señaló con los ojos una silla que estaba al lado de la cama. Pierre, sentándose obedientemente en la silla, siguió dirigiéndole una mirada interrogativa a Anna Mijáilovna, para saber si había hecho lo que debía. Anna Mijáilovna asintió con la cabeza. Pierre adoptó de nuevo la misma posición simétrica de estatua egipcia, sintiendo visiblemente que su torpe y grueso cuerpo ocupara tanto espacio e intentando con todas sus fuerzas que este pareciera más pequeño. Miraba al conde y el conde miraba hacia el sitio en el que se encontraba el rostro de Pierre, cuando aún estaba de pie. Anna Mijáilovna mostraba con su expresión la conciencia de la conmovedora importancia de esos últimos momentos de despedida entre padre e hijo. Pasaron así dos minutos que a Pierre le parecieron una hora. De pronto en los gruesos músculos y en las arrugas del rostro del conde se apreció un temblor. El temblor se intensificó, la hermosa boca se torció (solo entonces comprendió Pierre cuán cerca estaba su padre de la muerte) y de su boca torcida se oyó un indescifrable ruido ronco. Anna Mijáilovna miró al enfermo diligentemente a los ojos intentando adivinar qué era lo que quería, señalaba bien a Pierre, bien al agua, bien a la manta o susurraba interrogativamente el nombre del príncipe Vasili. El rostro y los ojos del enfermo expresaron impaciencia. Hizo un esfuerzo para mirar al criado que se encontraba sin moverse a la cabecera de la cama.
    —Se quiere volver del otro lado —susurró el criado y se acercó para volver cara a la pared el pesado cuerpo del conde.
    Pierre se levantó para ayudar al criado.
    Mientras le daban la vuelta al conde, una de sus manos cayó a su espalda y él hizo vanos esfuerzos para conseguir moverla. O bien el conde advirtió la mirada de horror que Pierre dirigía a esta mano inerte u otro pensamiento le vino a su mente agonizante, el hecho es que miró a su desobediente mano, a la expresión de horror del rostro de Pierre, de nuevo a la mano y apareció en su rostro una sonrisa que no iba con sus rasgos, débil y dolorosa, que era como una burla de su propia debilidad. Inesperadamente, ante la visión de esta sonrisa Pierre sintió un temblor en el pecho, un picor en la nariz y las lágrimas le nublaron la vista. Volvieron al enfermo de lado hacia la pared. Suspiró.
    —Se ha adormecido —dijo Anna Mijáilovna, viendo que una princesa venía a relevarla—. Vamos.
    Pierre salió.

XXXI

    YA no había nadie en la sala de recepciones, aparte del príncipe Vasili y de la mayor de las princesas que estaban sentados bajo el retrato de Catalina la Grande, hablando animadamente de algo. Tan pronto como vieron a Pierre y a su guía, callaron. A Pierre le pareció que la princesa escondía algo. Ella susurró:
    —No puedo ver a esa mujer.
    —Katish ha hecho servir el té en el saloncito —dijo el príncipe Vasili a Anna Mijáilovna—. Por qué no va usted, mi pobre Anna Mijáilovna; tome algo, o de lo contrario no podrá aguantar.
    A Pierre no le dijo nada, solo le estrechó la mano con afecto. Pierre y Anna Mijáilovna fueron al saloncito.
    —No hay nada que anime tanto después de una noche sin dormir como una taza de este excelente té ruso —dijo Lorrain con expresión de animación contenida, sorbiendo de la fina taza de porcelana china sin asa, de pie en el saloncito circular ante la mesa, en la que se encontraba el servicio de té y una cena fría. Para recuperar fuerzas se habían reunido en torno a la mesa todos los que se encontraban aquella noche en casa del conde Bezújov. Pierre recordaba muy bien ese saloncito redondo con espejos y mesitas. Cuando se celebraban bailes en casa del conde, a Pierre, que no sabía bailar, le gustaba sentarse en este saloncito de los espejos y observar cómo las damas con sus vestidos de baile, diamantes y perlas en sus desnudos hombros, al atravesar esa habitación observaban, en el claro espejo iluminado, su reflejo repetido varias veces. Ahora esa misma habitación solo se encontraba iluminada por dos lámparas y en medio de la oscuridad en una diminuta mesita había sido colocado el servicio de té y los platos y la variada gente de indumentaria tan poco festiva que se sentaba en ella hablando en susurros, mostraba con cada movimiento y con cada palabra que nadie se olvidaba de lo que estaba sucediendo y que aún debía suceder en el dormitorio. Pierre no comió a pesar de que tenía apetito. Miró interrogativamente a su guía y vio que ella salía otra vez de puntillas a la sala de recepción donde se habían quedado el príncipe Vasili y la mayor de las princesas. Pierre supuso que esto también era necesario y después de esperar un poco la siguió. Anna Mijáilovna estaba al lado de la princesa y ambas hablaban al mismo tiempo en susurros, pero con tono alterado.
    —Déjeme a mí, princesa, saber lo que es necesario y lo que no lo es —decía la mayor de las princesas, encontrándose en el mismo estado de excitación en el que estaba cuando cerró de un portazo la puerta de su habitación.
    —Pero, querida princesa —decía Anna Mijáilovna dulce y persuasivamente, impidiéndole el paso al dormitorio—, ¿no será esto algo demasiado duro para el pobre tío en estos momentos en los que necesita tanto reposo? Una conversación terrenal en estos momentos en los que su alma ya está preparada para...
    El príncipe Vasili estaba sentado en una butaca en su posición habitual, con las piernas cruzadas. Las mejillas le saltaban violentamente y cuando se relajaban parecían más gruesas en la parte de abajo, pero daba el aspecto de un hombre que no se ocupa demasiado de la conversación de dos mujeres.
    —Escuche, mi querida Anna Mijáilovna: deje a Katish, ella sabe lo que hace. Ya sabe usted lo mucho que la quiere el conde.
    —Ni siquiera sé lo que hay en este papel —decía la princesa volviéndose al príncipe Vasili y señalando la cartera labrada que tenía en las manos—. Solo sé que su verdadero testamento está en su escritorio y esto es solo un documento olvidado. —Quiso rodear a Anna Mijáilovna, pero esta, dando un salto, le cerró otra vez el paso.
    —Lo sé, mi querida y bondadosa princesa —dijo Anna Mijáilovna, agarrando con una mano la cartera con tal firmeza, que se hizo evidente que no la iba a soltar fácilmente—. Querida princesa, se lo ruego, se lo imploro, apiádese de él. Se lo imploro.
    La princesa no decía nada, solo eran audibles los esfuerzos en la lucha por recuperar la cartera. Era evidente que si decía algo no iba a ser nada halagüeño para Anna Mijáilovna. Anna Mijáilovna la sujetaba con firmeza, pero a pesar de eso su voz conservaba toda su empalagosa dulzura y suavidad.
    —Pierre, venga aquí, amigo mío, creo que no es usted ajeno al círculo familiar, ¿no es cierto, príncipe?
    —¿Por qué se calla, primo? —gritó de pronto la princesa en voz tan alta que hasta en el saloncito se oyó su voz y los presentes se espantaron—. ¿Por qué se calla cuando aquí Dios sabe quién se permite inmiscuirse y montar una escena en el umbral de la puerta de un moribundo? ¡Intrigante! —le susurró con rabia y tiró de la cartera con todas sus fuerzas, pero Anna Mijáilovna dio unos cuantos pasos para no separarse de la cartera y la asió con la mano.
    —¡Oh! —dijo el príncipe Vasili, con reproche y asombro. Se levantó—. Esto es ridículo. Déjenla de una vez. Se lo ruego.
    La princesa la soltó.
    —Usted también.
    Ana Mijáilovna no le hizo caso.
    —Déjela, se lo ruego. Yo asumo la responsabilidad. Yo iré y se lo preguntaré. Yo... y eso debe bastarle.
    —Pero, príncipe... —decía Anna Mijáilovna—, dele un poco de tranquilidad después de un sacramento tan importante como este. Pierre, dé su opinión —dijo ella dirigiéndose al joven, que se acercaba a ellos y que miraba asombrado a la enfurecida princesa, que se había olvidado por completo de las formas, y a las saltarinas mejillas del príncipe Vasili.
    —Recuerde que usted responderá de las consecuencias —dijo el príncipe Vasili con severidad—, no sabe lo que hace.
    —¡Mujer abominable! —gritó la princesa arrojándose inesperadamente sobre Anna Mijáilovna y arrebatándole la cartera. El príncipe Vasili dejó caer la cabeza y separó los brazos.
    En este momento la puerta, la terrible puerta, a la que Pierre había estado tanto tiempo mirando y que se abría sin hacer ruido, se abrió repentinamente, con gran ruido y golpeando contra la pared, y la hermana mediana salió de allí y levantó los brazos.
    —¡Qué es lo que hacen! —dijo con desesperación—. Se está muriendo y me dejan sola.
    La hermana mayor soltó la cartera. Anna Mijáilovna se agachó con presteza, y habiendo recogido el objeto de la discordia corrió a entrar en el dormitorio. La mayor de las princesas y el príncipe Vasili, ya vueltos en sí, entraron tras ella. Unos minutos después que la primera salió de allí la mayor de las princesas con el rostro pálido y seco y mordiéndose el labio inferior. Al ver a Pierre su rostro expresó una furia incontenible.
    —Sí, alégrese ahora —dijo ella—, esto era lo que usted quería. —Y echándose a llorar ocultó el rostro tras el pañuelo y salió de la habitación.
    Tras la princesa salió el príncipe Vasili, fue tambaleándose hacia el diván en el que estaba sentado Pierre y dejándose caer en él se tapó los ojos con la mano. Pierre advirtió que estaba pálido y que la mandíbula inferior le temblaba como si tuviera fiebre.
    —¡Ay, amigo mío! —dijo tomando a Pierre por el codo y con una sinceridad y una debilidad en la voz que Pierre nunca antes había advertido—. Qué pecadores somos, qué embusteros y ¿para qué? Tengo casi sesenta años, amigo mío... ya a mí... Todo se acaba con la muerte, todo. La muerte es terrible. —Y se echó a llorar.
    Anna Mijáilovna fue la última en salir. Fue hacia Pierre con pasos lentos y silenciosos.
    —¡Pierre...! —dijo ella.
    Pierre la miró interrogativamente. Ella besó al joven en la frente, mojándole con sus lágrimas. Guardó silencio un momento.
    —Él ya se ha ido...
    Pierre la miró a través de las gafas.
    —Vamos, le acompañaré. Intente llorar, nada alivia tanto como las lágrimas.
    Ella le condujo hasta la oscura sala y Pierre se alegró de que allí nadie pudiera ver su rostro. Anna Mijáilovna le dejó durante un rato y cuando regresó él dormía profundamente con la cabeza apoyada sobre la mano.
    A la mañana siguiente Anna Mijáilovna le dijo a Pierre:
    —Sí, amigo mío, esta es una gran pérdida para todos nosotros, sin hablar de usted. Pero Dios le dará fuerza, usted es joven, y ahora, espero, poseedor de una inmensa fortuna. Todavía no se ha abierto el testamento. Le conozco lo suficiente y estoy segura de que esto no le hará perder la cabeza pero le colmará de obligaciones y hay que ser hombre.
    Pierre guardaba silencio.
    —Más adelante puede que le explique que si yo no hubiera estado allí, Dios sabe lo que habría pasado. Usted sabe que hace tres días mi tío me prometió no olvidar a Borís, pero no le dio tiempo. Espero, amigo mío, que cumpla usted con los deseos de su padre.
    Pierre no entendía nada y en silencio, ruborizándose con timidez, cosa que no le pasaba con mucha frecuencia, miraba a la princesa Anna Mijáilovna. Después de hablar con Pierre, Anna Mijáilovna fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana le contó a los Rostov y a todos sus conocidos los detalles de la muerte del conde Bezújov. Decía que el conde había muerto como a ella le gustaría morir, que su fin había sido conmovedor y edificante, que el último adiós del padre al hijo había sido tan emotivo que no podía recordarlo sin echarse a llorar y que no sabía quién se había comportado mejor en esos terribles y solemnes momentos: el padre, que conocía a todos y todo lo entendía hasta el último momento, y le dijo al hijo palabras tremendamente conmovedoras, o Pierre cuya pena era evidente y que estaba destrozado y que a pesar de todo trataba de ocultar su tristeza para no entristecer a su padre moribundo.

    —Es duro pero redime; el alma se eleva al ver a hombres como el viejo conde y su digno hijo. —Decía ella. También narraba, sin aprobarlo, el proceder de la princesa y del príncipe Vasili, pero con gran secreto y en voz baja.

León Tolstói, 
Guerra y paz, Primera parte







    





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