León Tolstói
QUÉ HERMOSA MUERTE
Traducción de Lydia Kúper
Tolstoy / War and Peace / That's a fine death
Tercera parte
XIX
El príncipe Andréi seguía en los altos de Pratzen, en el mismo sitio donde había caído, con el asta de la bandera en la mano y perdiendo sangre, sin él mismo advertirlo, gemía débilmente, como un niño enfermo.
Al atardecer dejó de quejarse y quedó inmóvil. Más tarde abrió los ojos. Ignoraba cuánto había durado su desvanecimiento. De súbito advirtió que estaba vivo y que un dolor violento parecía desgarrarle la cabeza.
“¿Dónde está aquel alto cielo que yo no conocía y que hoy he visto por primera vez?”, tal fue su primer pensamiento. “Tampoco conocía este sufrimiento. Sí, hasta ahora no sabía nada, nada… Pero ¿dónde estoy?”
Se puso a escuchar y percibió el trote de algunos caballos que se acercaban y, después, las voces de unos hombres que hablaban en francés. Abrió los ojos. Encima estaba de nuevo el alto cielo, con las nubes movedizas, aún más lejanas, entre las que asomaba el azul infinito. No volvió la cabeza ni vio a los hombres que, a juzgar por el rumor de los pasos y por sus voces, se acercaban a él y se detenían.
Los jinetes eran Napoleón y dos ayudantes de campo. Bonaparte, al tiempo que recorría el campo de batalla, daba las últimas órdenes para reforzar las baterías que disparaban sobre el dique de Augezd y se detenía para contemplar los muertos y heridos que habían quedado en el campo de batalla.
—Brava gente! — dijo Napoleón mirando el cadáver de un granadero ruso caído de bruces, con el rostro hundido en la tierra y la nuca ennegrecida; un brazo, ya rígido, estaba muy separado del cuerpo.
—Las municiones de las piezas de posición se han terminado, Majestad — informó a Napoleón un ayudante que venía de las baterías que disparaban sobre Augezd. —Haced avanzar las de reserva— ordenó Napoleón.
Y alejándose algo se detuvo ante el príncipe Andréi, que yacía de espaldas con el asta de la bandera al lado (la bandera había sido tomada como trofeo por los franceses).
—He aquí una hermosa muerte — dijo mirando a Bolkonski.
El príncipe Andréi comprendió que estaba hablando Napoleón y que sus palabras se referían a él. Oyó que llamaban Sire al hombre que las había pronunciado. Pero lo percibía todo como el zumbido de una mosca. No le interesaban ni se fijaba en ellas y las olvidaba al instante. Le ardía la cabeza; sentía que se desangraba lentamente y veía encima el cielo lejano, alto y eterno. Sabía que era Napoleón, su héroe; pero en aquel momento, Bonaparte le parecía un ser pequeñísimo e insignificante en comparación con lo que estaba ocurriendo entre su alma y el alto cielo infinito por donde se deslizaban las nubes. En aquel instante no le importaba nada que se detuvieran a su lado ni lo que pudieran decir de él; estaba, sí, contento de que alguien lo hiciese, y su único deseo era que esa gente lo ayudase a volver a una vida que le parecía tan bella, ahora que la comprendía de otra manera. Reunió todas sus fuerzas para moverse y articular algún sonido. Agitó débilmente una pierna y emitió un lamento débil y quejumbroso que lo conmovió a él mismo.
—¡Ah, está vivo!— dijo Napoleón. —Levantad ce jeune homme y conducidlo al puesto de socorro.
Napoleón siguió adelante, al encuentro del mariscal Lannes, que se acercaba descubierto y sonriente al Emperador para felicitarlo.
El príncipe Andréi no recordaba lo que había sucedido después. Se desvaneció por el horrible dolor sufrido cuando lo colocaron en la camilla, con las sacudidas durante el camino y durante el sondeo de la herida en el puesto de socorro. No volvió en sí más que al final de la jornada, cuando lo llevaban al hospital con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el traslado se sintió algo mejor y pudo mirar alrededor y logró hablar.
Lo primero que oyó al despertar fue una frase del oficial francés encargado del convoy, que decía rápidamente:
—Tenemos que detenernos aquí; el Emperador va a pasar ahora y le gustará ver a estos señores prisioneros.
—Son tantos los prisioneros, casi todo el ejército ruso, que ya le cansará verlos— replicó otro oficial.
—Sin embargo… dicen que ése es el comandante de la Guardia del Emperador— siguió diciendo el primer oficial, señalando a un oficial herido con el uniforme blanco de jinete de la Guardia.
Bolkonski reconoció al príncipe Repnin, al que había encontrado en los salones de San Petersburgo. Junto a él había un joven de diecinueve años, también oficial de la Guardia e igualmente herido.
Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo su caballo.
—¿Cuál es el oficial de mayor graduación?— preguntó al ver a los prisioneros.
Dieron el nombre del coronel, príncipe Repnin.
—¿Mandaba usted el regimiento de caballería de la Guardia del Emperador?— inquirió Napoleón.
—Mandaba un escuadrón— repuso Repnin.
—Su regimiento ha cumplido noblemente con su deber.
—La mejor recompensa para el soldado es el elogio de un gran capitán.
—Se la concedo gustoso— dijo Bonaparte. Y volvió a preguntar: —¿Quién es ese joven?
El príncipe Repnin dijo que era el teniente Sujtelen.
Lo miró Napoleón y comentó con una sonrisa:
—Il est venu bien jeune se frotter à nous. [244]
—La juventud no impide ser valiente— dijo Sujtelen con voz entrecortada.
—¡Hermosa respuesta!— comentó Napoleón. —¡Usted irá lejos, joven!
El príncipe Andréi, colocado también en primer término, para completar el espectáculo, volvió a llamar la atención del Emperador. Napoleón, al parecer, recordó haberlo visto en el campo de batalla y se dirigió a él usando el mismo adjetivo de antes —joven— con el que Bolkonski le había quedado en la memoria la primera vez que lo vio.
—¿Y usted, joven? ¿Cómo se encuentra?
Aun cuando cinco minutos antes el príncipe Andréi había podido decir algunas palabras a los soldados que lo transportaban, ahora, con los ojos fijos en Napoleón, guardó silencio… En ese instante le parecían tan mezquinos todos los intereses que embargaban a Napoleón; veía a su héroe tan nimio, con esa ridícula vanidad y el júbilo de la victoria, en comparación con el cielo alto, justo y bueno que él había visto, que comprendió que no podía contestar nada.
Todo le parecía inútil y mezquino comparado con el severo y majestuoso orden de ideas que había llegado a él con el agotamiento de sus fuerzas por el dolor, a la pérdida de sangre y a la espera de una muerte próxima. Fija la mirada en los ojos de Napoleón, el príncipe Andréi pensaba en la nulidad de las grandezas y de la vida, de una vida cuyo sentido nadie podía comprender; en la nulidad aún mayor de la muerte, cuyo significado ningún viviente podía discernir ni explicar.
El Emperador, sin esperar respuesta, se volvió y, al marcharse, dijo a uno de sus oficiales:
—Que atiendan a estos señores y los lleven a mi vivac, que mi doctor Larrey examine sus heridas. Hasta la vista, príncipe Repnin.
Y se alejó al galope, con el rostro resplandeciente de satisfacción y júbilo.
Los soldados que habían trasladado al príncipe Andréi le habían quitado la pequeña imagen de oro puesta en su cuello por la princesa María. Ahora, al ver la afabilidad del Emperador para con el prisionero, se apresuraron a devolvérsela.
El príncipe Andréi no vio quién se la puso en el cuello ni cómo; pero en su pecho, sobre el uniforme, apareció la medallita sujeta a una delgada cadena de oro.
“Qué bien si todo fuese tan claro y simple como le parece a mi hermana —pensó al ver la imagen que ella le había puesto con tanta piedad y fe—. ¡Qué hermoso sería saber dónde hallar ayuda en esta vida y qué es lo que nos espera después, más allá de la muerte! ¡Qué feliz y tranquilo me consideraría ahora si pudiera decir: Señor, ten piedad de mí!… Pero ¿a quién se lo voy a decir? ¿A la fuerza indefinida, inconcebible a la que no puedo acudir, ni puedo siquiera expresar con palabras, que es todo o nada —se decía el príncipe Andréi— o bien al Dios que está cosido aquí, en este escapulario que me entregó mi hermanita? No hay nada, nada seguro, fuera de la pequeñez de cuanto me es comprensible y la majestad de aquello que es incomprensible, pero que es lo más importante de todo.”
Levantaron la camilla. Cada sacudida le producía un dolor insoportable. Aumentaba la fiebre y comenzó a delirar. La imagen de su padre, las de su mujer, su hermana, el hijo desconocido y esperado, la ternura que experimentó en la noche, la víspera de la batalla, la figura del pequeño e insignificante Napoleón y, sobre todo ello, el alto cielo era lo que veía en sus alucinaciones febriles.
Se imaginaba la tranquila y apacible vida familiar en Lisie-Gori, gozaba ya de ese bienestar, cuando de pronto aparecía el pequeño Napoleón, con su mirada indiferente, limitada y feliz con la desgracia de los demás y tomaban las dudas, los sufrimientos, y sólo el cielo prometía sosiego. Hacia la mañana, todos los sueños se fundieron en un caos, en la penumbra del olvido y delirio que, según el dictamen de Larrey, médico de Napoleón, habían de conducir a la muerte más que a la curación.
—Se trata de un individuo nervioso y bilioso, no saldrá de ésta —sentenció Larrey.
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