Maggie O'Farrell
La extraña desaparición de Esme Lennox
I
Todo empieza con dos chicas en un baile.
Están a un lado de la sala, una de ellas sentada en una silla, abriendo y cerrando el carnet de baile con los dedos enguantados; la otra de pie, contemplando el desarrollo de la danza: las parejas que dan vueltas, las manos agarradas, el taconeo de los zapatos, las faldas al vuelo, la vibración del suelo. Es la última hora del año y la noche tiñe de negro las ventanas. La chica sentada va vestida de un tono pálido, Esme no recuerda cuál; la otra lleva un vestido rojo oscuro que no la favorece. Ha perdido los guantes. Aquí comienza.
O tal vez no. Tal vez empieza con anterioridad: antes de la fiesta, antes de que se pongan los vestidos nuevos, antes de que se enciendan las velas, antes de que se eche arena en el suelo, antes incluso de que comience el año cuyo final celebran. Quién sabe. En cualquier caso, termina en una rejilla que cubre una ventana formando cuadrados que miden exactamente dos pulgares de anchura.
Cuando Esme intenta mirar o lejos, es decir, más allá de la reja, descubre que los cuadrados del enrejado se difuminan enseguida y, si se concentra lo suficiente, acaban desvaneciéndose. Antes de que su cuerpo se reafirme, ajustando la mirada a la realidad del mundo, siempre hay un momento en el que sólo existen ella y los árboles, el camino, el más allá. Nada más.
La pintura de la parte inferior se ha desgastado y en los cuadrados se aprecian distintas capas de color, como los anillos de un árbol. Esme es más alta que la mayoría, de manera que alcanza la parte en que la pintura es nueva y densa como el alquitrán.
Detrás de ella una mujer prepara té para su marido muerto. ¿Está muerto o sólo la ha abandonado? Esme no se acuerda. Otra mujer busca agua para regar las flores que se agostaron hace mucho en un pueblo costero no lejos de allí. Indefectiblemente, son las tareas sin sentido las que perduran: lavar, cocinar, ordenar, limpiar. Nunca nada majestuoso o significativo, sólo los rituales insignificantes que forman la urdimbre de la vida humana. La chica obsesionada con el tabaco ya tiene dos avisos y todo el mundo piensa que está a punto de recibir el tercero. Y Esme piensa: ¿Dónde empieza todo? ¿Allí, aquí, en el baile, en la India, antes?
Últimamente no habla con nadie. Quiere concentrarse, no le gusta enturbiar las cosas con la distracción de las palabras. En su cabeza gira un zoótropo y le molesta que la sorprendan cuando se detiene.
Zumba. Zumba. Para.
En la India, pues. El jardín. Ella misma, con cuatro años, en el escalón trasero.
Sobre su cabeza las mimosas sacuden sus flores, esparciendo polvo amarillo sobre el césped. Si caminara por él, dejaría un rastro. Esme quiere algo. Quiere algo, pero no sabe qué. Es como si le picara una parte del cuerpo y no atinara a rascarse. ¿Una bebida? ¿Su ayah? ¿Un trozo de mango? Se frota una picadura de insecto en el brazo y remueve el polvo amarillo con el pie descalzo. A lo lejos oye a su hermana que salta a la comba, un chasquido en el suelo y el corto golpe de los pies. Golpe chasquido golpe chasquido golpe chasquido.
Vuelve la cabeza, buscando otros ruidos. El brrr-clop-brrr
de un pájaro en las ramas de la mimosa, una azada en el jardín
—raac raac—, y en alguna parte la voz de su madre. No distingue las palabras, pero sabe que es ella.
Esme baja del escalón de un salto, de manera que los dos pies aterrizan juntos, y echa a correr por el costado del bungaló. Encuentra a su madre junto al estanque de los lirios, inclinada sobre la mesa del jardín mientras sirve té en una taza; su padre está cerca, en una hamaca. El perfil de su ropa blanca oscila con el calor. Esme entorna los ojos y sus padres se desdibujan hasta formar dos siluetas brumosas: ella, un triángulo; él, una línea.
Va contando mientras camina, dando un saltito cada diez pasos.
—Ah. —La madre alza la vista—. ¿No estabas durmiendo la siesta?
—Me he despertado. —Esme hace equilibrios sobre una pierna, como los pájaros que acuden de noche al estanque.
—¿Dónde está tu ayah? ¿Dónde está Jamila?
—No lo sé. ¿Puedo tomar té?
Su madre vacila mientras extiende una servilleta sobre su regazo.
—Cariño, creo que...
—Dale un poco si quiere. —El padre habla sin abrir los ojos.
La madre vierte té en un platillo y se lo ofrece. Esme pasa bajo el brazo extendido y sube a su regazo. Nota el tacto áspero del encaje, el calor de un cuerpo bajo el algodón blanco.
—Tú eras un triángulo y padre una línea.
La mujer se mueve en el asiento.
—¿Cómo?
—Que eras un triángulo...
—Mmm. —La madre le agarra los brazos—. Hoy hace demasiado calor para mimos. —La deja de nuevo en el suelo—. ¿Por qué no vas a buscar a Kitty? A ver qué hace.
—Está saltando a la comba.
—¿Y no puedes jugar con ella?
—No. —La niña tiende la mano para tocar el glaseado de un bollo—. Es demasiado...
—Esme. —Le retira la mano de la mesa—. Una señorita debe esperar a que la inviten.
—Sólo quería tocarlo.
—Pues, por favor, no toques. —La madre se reclina en la silla y cierra los ojos.
Esme se queda mirándola un momento. ¿Está dormida? Una vena azul le palpita en el cuello y los ojos se mueven bajo los párpados. En el labio superior se han formado unas gotas diminutas, no más grandes que la cabeza de un alfiler. En sus pies, allí donde terminan las tiras de los zapatos y empieza la piel, han aflorado manchas rojas. Tiene el estómago hinchado, abombado con otro bebé. Esme lo ha notado en el interior, agitándose como un pez atrapado. Jamila cree que éste tiene suerte, que éste vivirá.
La niña contempla el cielo, las moscas que vuelan en torno a los lirios del estanque y la ropa de su padre, que sobresale bajo la hamaca. A lo lejos todavía se oye a Kitty saltar a la comba, el raac raac de la azada, ¿o es otra cosa? Luego capta el zumbido de un insecto. Mueve la cabeza, pero el bicho se ha ido, detrás de ella, a su izquierda. Se vuelve de nuevo y el insecto está más cerca, el zumbido es más intenso; Esme nota sus patas en el pelo. Se levanta de un brinco, agitándose, pero el zumbido es cada vez más insistente y de pronto la niña nota el batir de unas alas en la oreja. Da un chillido y manotea en torno a su cabeza, pero el zumbido es ahora ensordecedor y bloquea cualquier otro sonido. El insecto se está abriendo paso por el estrecho pasaje del oído. ¿Qué pasará? ¿Se comerá el tímpano y entrará en el cerebro y se quedará ella sorda como la niña del libro de Kitty? ¿Se morirá? ¿O vivirá el bicho en su cabeza y se le quedará dentro ese ruido para siempre?
Esme lanza otro penetrante chillido sin dejar de sacudir la cabeza, tambaleándose; el chillido deviene en sollozos y, justo cuando el zumbido comienza a alejarse y el insecto le sale de la oreja, oye que su padre dice: Pero ¿qué le pasa a esta niña?, y su madre llama a Jamila.
¿Será éste su primer recuerdo? Tal vez. Una especie de comienzo. El único que conserva.
O también podría ser la vez que Jamila le pintó un encaje de henna en la palma de la mano. Esme miró la línea de la vida, la línea del corazón interrumpida por un nuevo dibujo. O acaso cuando Kitty se cayó al estanque y tuvieron que rescatarla y llevarla a casa envuelta en una toalla. Cuando jugaba a la taba con los hijos del cocinero fuera del jardín. Cuando observaba la tierra en torno al enorme tronco del baniano, que hervía de hormigas. También podrían ser estos recuerdos.
Tal vez era éste: un almuerzo en que estaba atada a la silla, con la correa tensa en el vientre, porque, tal como su madre anunció a la sala, debía aprender a comportarse. Lo cual, ya sabía ella, significaba no levantarse de la silla hasta que hubieran terminado de comer. Lo malo era que le encantaba el espacio bajo la mesa, la ilícita intimidad que cobijaba el mantel. No había manera de evitar que se metiera allí. Hallaba algo curiosamente conmovedor en los pies de la gente. Los zapatos, gastados en los puntos más raros, las particularidades de los nudos de los cordones, las ampollas, los callos, quién cruzaba los tobillos, quién cruzaba las rodillas, quién tenía agujeros en las medias, quién llevaba los calcetines desparejados, quién se sentaba con una mano en el regazo de quién. Ella lo sabía todo. Se deslizaba de su silla como un gato y ya no podían pescarla.
La cuerda es un pañuelo de su madre. A Esme le gusta el dibujo: espirales repetidas en púrpura, rojo y azul. Es un estampado Paisley, dice su madre. Esme sabe que eso es un sitio de Escocia.
La sala está llena. Están Kitty, sus padres y algunos invitados: varias parejas, una chica con el pelo escandalosamente corto a quien su madre ha colocado delante de un joven ingeniero, una mujer mayor y su hijo, y un hombre solitario, sentado junto al padre. Esme cree recordar que tomaron sopa, aunque no está muy segura. Le parece haber oído el movimiento de las cucharas, el sonido del metal contra la porcelana, las discretas acciones de sorber y tragar.
No paran de hablar. ¿Qué tendrán que decir? Por lo visto, muchas cosas. A Esme no se le ocurre nada, nada en absoluto, que quisiera comunicar a esa gente. Mueve la cuchara al tiempo que observa los remolinos de la sopa. No está escuchando, o al menos no escucha las palabras, pero sí atiende al rumor colectivo. Es como los loros en los árboles o las reuniones de ranas al atardecer. El mismo sonido creec-creec-creec.
De pronto y sin aviso previo, todos se levantan. Dejan las cucharas y salen en tromba de la sala. Esme, extraviada en sus ensoñaciones, pensando en los remolinos de la sopa, en las ranas, se ha perdido algo. Todo el mundo habla con gran entusiasmo y Kitty empuja a su padre para poder salir la primera. En su ansiedad, la madre se ha olvidado de su hija, atada a la silla.
La niña los observa a todos con la cuchara en la mano y la boca abierta. El umbral de la puerta se los traga, al ingeniero en último lugar, y el ruido de los pasos se desvanece por el pasillo. Esme, atónita, se vuelve hacia la sala vacía. Los lirios se yerguen, orgullosos e impasibles, en un jarrón de cristal; el reloj cuenta los segundos; una servilleta se desliza hacia una silla. La pequeña piensa en chillar, en expandir los pulmones y lanzar un grito, pero no lo hace. Mira las cortinas trémulas en la ventana abierta, una mosca se posa en un plato. Tiende el brazo y abre los dedos, sólo para ver qué pasa. La cuchara cae en línea recta, rebota en el extremo curvo, da la vuelta en el aire y se desliza por la alfombra hasta descansar bajo el aparador.
De pronto y sin aviso previo, todos se levantan. Dejan las cucharas y salen en tromba de la sala. Esme, extraviada en sus ensoñaciones, pensando en los remolinos de la sopa, en las ranas, se ha perdido algo. Todo el mundo habla con gran entusiasmo y Kitty empuja a su padre para poder salir la primera. En su ansiedad, la madre se ha olvidado de su hija, atada a la silla.
La niña los observa a todos con la cuchara en la mano y la boca abierta. El umbral de la puerta se los traga, al ingeniero en último lugar, y el ruido de los pasos se desvanece por el pasillo. Esme, atónita, se vuelve hacia la sala vacía. Los lirios se yerguen, orgullosos e impasibles, en un jarrón de cristal; el reloj cuenta los segundos; una servilleta se desliza hacia una silla. La pequeña piensa en chillar, en expandir los pulmones y lanzar un grito, pero no lo hace. Mira las cortinas trémulas en la ventana abierta, una mosca se posa en un plato. Tiende el brazo y abre los dedos, sólo para ver qué pasa. La cuchara cae en línea recta, rebota en el extremo curvo, da la vuelta en el aire y se desliza por la alfombra hasta descansar bajo el aparador.
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