John le Carré
UNA MUJER
Ella era una buena mujer, y nada era culpa suya. Todas eran buenas mujeres. Eran mujeres con una misión que cumplir para con él, lo mismo que Hannah tuvo en otro tiempo una misión para conmigo…, salvarle, fortalecerle, encauzar sus numerosas capacidades en una dirección, ayudarle a emprender el nuevo rumbo que le liberase de todos los nuevos rumbos que había emprendido antes. Y Barley la había alentado como las había alentado a todas ellas. Había permanecido a su lado en el lecho de la enfermedad como si él mismo no fuese el paciente sino un miembro del equipo médico. «A ver qué podemos hacer por este pobre tipo que le haga restablecerse y ponerse de nuevo en marcha».
La única diferencia era que él nunca había creído en el remedio, como tampoco yo.Ella yacía tendida boca abajo, exhausta y posiblemente dormida. Había limpiado el piso. Como los presos limpiaban celdas y los deudos cuidan tumbas, ella había lavado la superficie de un mundo que no podía modificar. Otras personas podrían decirle a Barley que era demasiado duro consigo mismo. Las mujeres se lo decían con frecuencia. Cómo no debía hacerse responsable de las dos mitades de cada relación que se derrumbaba sobre él. Barley sabía a que atenerse. Conocía la distancia existente entre él mismo y todas las cosas. En aquellos días él era todavía el inigualado experto en su propia incurabilidad.
La tocó en el hombro, pero ella no se movió, por lo que comprendió que estaba despierta.
—Tuve que ir a la Embajada —dijo—. En Londres hay gente que reclama a coro mi presencia. Tengo que volver y enfrentarme a la música o me quitarán el pasaporte.
Sacó una maleta de debajo de la cama y empezó a llenarla con las camisas que ella le había planchado.
—Dijiste que esta vez no ibas a volver —respondió ella—. Que ya habías cumplido tu período inglés. Que habías terminado.
—Me han apuntado en el vuelo de la mañana. No hay nada que pueda hacer. Dentro de unos minutos va a venir un coche a recogerme.
Fue al cuarto de baño en busca de su cepillo de dientes y sus útiles de afeitar.
—Están acumulando contra mí todos los cargos imaginables —exclamó—. No hay nada que pueda hacer.
—Y yo vuelvo con mi marido —dijo ella.
—Quédate aquí. Utiliza el piso. Lo que quieras. Van a ser sólo unas semanas.
—Si no hubieras dicho todo aquello, habríamos estado de maravilla. Yo habría sido feliz teniendo sólo una aventura. Deberías ver tus cartas. Oírte a ti mismo.
Barley no la miraba. Estaba inclinado sobre su maleta.
—No se lo hagas a nadie más —dijo ella.
Y no pudo mantener por más tiempo la calma. Empezó a sollozar y estaba sollozando cuando él se marchó, y aún seguía sollozando a la mañana siguiente cuando yo entré y le puse bajo las narices un impreso de declaración y le pregunté cuánto le había contado Barley. Nada. Me expuso toda la historia y, sin embargo, le defendió a capa y espada. Hannah habría hecho lo mismo. Y lo sigue haciendo, un desbordamiento de lealtad todavía hoy, cuando sus ilusiones quedaron ya destruidas.
John le Carré
La Casa Rusia
Círculo de Lectores, Bogotá, 1990, pp. 114-115
No hay comentarios:
Publicar un comentario