domingo, 6 de diciembre de 2020

Casa de citas / Karl Ove Knausgärd / Volviendo a casa


Karl Ove Knausgärd

VOLVIENDO A CASA


Me di la vuelta y me marché. Bajé las oscuras escaleras, atravesé el portal y salí a la calle. Voces, gritos, pasos y ruidos de motor iban y venían constantemente por la calle. Vanja me abrazó y apoyó la cabeza en mi hombro. No solía hacerlo nunca. Eso era más bien típico de Heidi.
    Un taxi nos pasó lentamente con la luz verde encendida. En la acera nos cruzamos con una pareja que empujaba un carrito, ella llevaba un pañuelo en la cabeza, era joven, tendría unos veinte años. Al pasar a nuestro lado vi que tenía la piel de la cara muy áspera y una densa capa de polvos. Él era mayor que ella, de mi edad, y miraba inquieto a su alrededor. El carrito era de esos ridículos que tenían una barra fina que imitaba al tallo de una flor subiendo desde las ruedas, sobre las que descansaba la cesta con el niño dentro. Por el otro lado de la calle venía hacia nosotros una pandilla de chicos de quince o dieciséis años. Pelo negro peinado hacia atrás, chaquetas de piel negra, pantalones negros y al menos dos de ellos zapatillas Puma con ese logo en la punta del pie que siempre me había parecido tan estúpido. Cadenas de oro al cuello, movimientos de los brazos un poco bamboleantes, como si no estuvieran totalmente desarrollados.

    Los zapatos.
    Mierda, se habían quedado arriba.
    Me detuve.
    ¿Los dejaba donde estaban?
    No, no podía hacer eso, estábamos todavía delante del portal.
    —Tenemos que subir otra vez —dije—. Nos hemos dejado tus zapatos dorados.
    Ella se enderezó un poco.
    —No los quiero.
    —Ya lo sé —dije—. Pero no podemos dejarlos allí sin más. Tenemos que llevarlos a casa, aunque ya no los quieras.
    Me apresuré escaleras arriba, dejé a Vanja en el suelo, abrí la puerta, di un paso hacia dentro y cogí los zapatos sin mirar hacia el interior del piso, pero cuando volví a levantarme no pude evitarlo y mi mirada se cruzó con la de Benjamin, sentado en el suelo con su camisa blanca y con un coche en una mano.
    —Hola —dijo, agitando la otra mano.
    Sonreí.
    —Hola, Benjamin —dije, cerré la puerta, cogí a Vanja en brazos y volví a bajar a la calle. Fuera hacia frío y el cielo estaba despejado, pero todas las luces de la ciudad, de las farolas, de los escaparates y de los faros de los coches flotaban por el aire, posándose como una resplandeciente cúpula sobre los tejados, en los que no podía penetrar ningún brillo estelar. De los cuerpos celestes sólo la luna, colgando casi llena sobre el Hotel Hilton, era visible.
    Vanja se apretó contra mí, mientras yo correteaba calle abajo con nuestro aliento como un humo blanco alrededor de la cabeza.
    —A lo mejor Heidi quiere mis zapatos —dijo de repente.
    —Cuando tenga la edad que tú tienes ahora, serán suyos —afirmé.
    —A Heidi le encantan los zapatos.
    —Sí, es verdad —dije yo.
    Continuamos un trecho en silencio. Delante de Subway, el café-panadería al lado del supermercado, vi a la loca de pelo blanco. Estaba mirando fijamente el escaparate. Solía pasearse agresiva e imprevisible por el barrio, casi siempre hablando sola, con el pelo blanco recogido en un moño apretado, y el mismo abrigo beige, tanto en verano como en invierno.
    —¿Papá, yo también tendré tarta en mi cumple? —me preguntó Vanja.
    —Si tú quieres.
    —Sí que quiero —afirmó—. Y quiero que vengáis Heidi, tú y mamá.
    —Suena como una bonita fiesta —dije, pasándomela del brazo derecho al brazo izquierdo.
    —¿Y sabes lo que me pido?
    —¿No?
    —Un pez dorado —dijo—. ¿Puedo?
    —Bueno… —contesté—. Para tener un pez dorado hay que cuidar de él. Darle de comer, limpiar el agua, y cosas así.
    —¡Yo puedo darle de comer! Jiro tiene uno.
    —Es verdad —dije—. Veremos lo que se puede hacer. Los regalos de cumpleaños deben ser secretos, ¿sabes? Ése es el quid de la cuestión.
    —¿Secretos? ¿Como un secreto, quieres decir?
    Asentí con la cabeza.
    — ¡Ah, cabrones! ¡Ah, cabrones! —dijo la mujer perturbada, que ya estaba sólo a un par de metros de nosotros. Se volvió y me miró. ¡Qué ojos tan malvados tenía!
    —¿Pero qué zapatos llevas? —preguntó a nuestras espaldas—. ¡Oye tú, el padre! ¿Qué clase de zapatos llevas? ¡Deja que te diga algo!
    Y luego más alto:
    —¡Cabrones! ¡Cabrones!
    —¿Qué ha dicho esa señora? —preguntó Vanja.
    —Nada —dije, apretándola con más fuerza contra mí—. Tú eres lo más precioso que tengo, ¿lo sabes, Vanja? Lo más, lo más precioso.
    —¿Más precioso que Heidi? —preguntó.
    Sonreí.
    —Heidi y tú sois igual de preciosas. Exactamente igual de preciosas.
    —Heidi es más preciosa —dijo ella, en un tono completamente neutro, como si constatara algo incuestionable.
    —Qué bobada —dije—. Eres una bobita.
    La niña sonrió. Miré por detrás de ella, dentro del espacioso supermercado casi vacío, donde se veía la reluciente mercancía colocada en las estanterías y mostradores, que formaban pequeños pasillos por el local. Dos cajeras estaban sentadas en sendas cajas con la mirada perdida, esperando a los clientes. En el cruce con semáforos al otro lado de nosotros se oía acelerar un motor, y cuando volví la cabeza vi que se trataba de uno de esos enormes todoterrenos que desde hacía unos años estaban invadiendo las calles. La ternura que sentía por Vanja era tan grande que me estaba desgarrando. Con el fin de contrarrestarla, empecé a corretear. Pasé por delante de Ankara, el restaurante turco que ofrecía danza del vientre y karaoke. Por las noches solía haber delante de la puerta hombres orientales bien conservados, oliendo a loción para después del afeitado y a humo de puros, pero ahora no había nadie. A continuación pasamos por el Burger King, donde había una chica con gorro y guantes de lana, increíblemente gorda, sentada sola fuera en un banco, devorando una hamburguesa, luego cruzamos la calle y pasamos por la tienda estatal de venta de alcohol, Systembolaget, y el Handelsbanken, donde me paré en el semáforo en rojo, aunque no venía ningún coche, mientras llevaba a Vanja muy apretada contra mí.
    —¿Ves la luna? —le pregunté, señalando el cielo desde donde estábamos parados.
    —Hm —dijo. Y tras una pequeña pausa—: ¿Han estado allí las personas?
    Ella sabía muy bien que sí, pero también sabía muy bien que a mí me gustaba hablarle de esas cosas.
    —Sí que han estado las personas —dije—. Justo después de nacer yo, tres hombres fueron navegando hasta allí. Está lejos, tardaron varios días. Y luego dieron un paseo por la luna.
    —No navegaron, viajaron en una nave espacial.
    —Tienes razón —dije—. Viajaron en un cohete.
    El semáforo se puso verde y cruzamos a la plaza donde se encontraba nuestra casa. Un hombre flaco con chaqueta de piel y melena cayéndole por la espalda estaba frente al cajero automático. Cogió con una mano la tarjeta que salía de la máquina, mientras se apartaba el pelo de la cara con la otra. El gesto era femenino y cómico, ya que todo lo demás en él, toda esa vestimenta heavy metal, pretendía ser oscuro, duro y masculino.
    El montoncito de extractos bancarios que había en el suelo junto a sus pies salió volando con una ráfaga de viento.
    Me metí la mano en el bolsillo y saqué el llavero.
    —¿Qué es eso? —preguntó Vanja, señalando las dos máquinas de granizado instaladas delante del pequeño restaurante tailandés de comida para llevar que había justo al lado de nuestro portal.
    —Granizado —contesté—. Pero eso ya lo sabes.
    —¡Quiero uno! —dijo Vanja.
    La miré.
    —No, no te lo compraré. ¿Pero tienes hambre?
    —Sí.
    —Podemos comprar una brocheta de pollo, si quieres. ¿Te parece bien?
    —Vale.
    —Bien —asentí. La dejé en el suelo y abrí la puerta del restaurante, que no era mucho más que un agujero en la pared, y que todos los días nos llenaba la terraza, siete plantas más arriba, de olor a tallarines y pollo frito. Vendían dos platos en un cartón por cuarenta y cinco coronas, de modo que no era la primera vez que me encontraba delante del mostrador de cristal, haciendo el pedido a la flacucha, inexpresiva y diligente joven asiática, que tenía siempre la boca abierta, dejando visibles las encías encima de los dientes, y la mirada neutra, como si no diferenciara nunca nada. En la cocina trabajaban dos hombres igual de jóvenes, a los que sólo había visto fugazmente. Y entre ellos se deslizaba un hombre de unos cincuenta años, también de rostro inexpresivo, pero un poco más amigable, al menos en las ocasiones en las que nos encontrábamos en los largos y laberínticos pasillos del sótano de la casa, él para ir a buscar o llevar algo al almacén, yo para tirar la basura, lavar la ropa o meter o sacar la bicicleta.
    —¿Puedes llevarlo tú sola? —le pregunté a Vanja, alcanzándole el cartón caliente que apareció encima del mostrador sólo veinte segundos después de haberlo pedido. Vanja asintió con la cabeza, yo pagué, y entramos en el portal, donde ella dejó el cartón en el suelo para poder pulsar el botón del ascensor.
    Mientras subíamos, Vanja iba contando en voz alta los pisos. Cuando nos encontrábamos delante del nuestro, me alcanzó el cartón, abrió la puerta y se puso a llamar a su madre antes de entrar.

Karl Ove Knausgärd
Un hombre enamorado
Anagrama, Barcelona, 2014, pp. 67-72



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