martes, 15 de diciembre de 2020

Casa de citas / John le Carré / Una mujer rusa con una bolsa de plástico




John le Carré 

UNA MUJER RUSA 

CON UNA BOLSA DE PLÁSTICO


 Pero esta noche Landau no pensaba ni en éxitos ni en pedirlos. Pensaba que, una vez más, se había pasado trabajando toda la semana para ganarse la pitanza —o, como más gráficamente me dijo a mí, un beso de puta—. Y que últimamente cualquier feria, ya fuese del libro, del disco o cualquier otra clase de feria, le dejaba un poco más fatigado de lo que le gustaba reconocer, igual que le pasaba con las mujeres. Y lo que obtenía a cambio no acababa compensándole del todo. Y que estaba deseando que llegase el momento de tomar el avión que le devolvería a Londres al día siguiente. Y que si aquella pájara rusa de azul no dejaba de intentar atraer su atención mientras él trataba de cerrar sus libros, ponerse la sonrisa de fiesta y reunirse con la alegre multitud, muy probablemente le diría en su propio idioma algo que los dos acabarían lamentando.
    Que era rusa resultaba evidente. Sólo una mujer rusa llevaría colgando del brazo una bolsa de plástico, dispuesta para la posible compra que es el triunfo de la vida cotidiana, incluso aunque la mayoría de aquellas bolsas fueran de cuerda. Sólo una rusa sería tan entrometida como para acercarse tanto y espiar la aritmética de un hombre. Y sólo una rusa preludiaría su interrupción con uno de esos remilgados gruñidos que en un hombre siempre le recordaban a Landau a su padre atándose los cordones de los zapatos, y en una mujer, Harry, la cama.
    —Disculpe, señor, ¿es usted el caballero de «Abercrombie Blair»? —preguntó.
    —No, querida —respondió Landau, sin levantar la cabeza. Ella había hablado en inglés, así que él le había contestado en inglés, que era la norma que siempre seguía.
    —¿Señor Barley?
    —Barley no, querida. Landau.
    —Pero éste es el puesto del señor Barley.
    —Éste no es el puesto del señor Barley. Éste es mi puesto. «Abercrombie Blair» están al lado.
    Todavía sin levantar la vista, Landau señaló con la punta del lápiz hacia la izquierda, al puesto vacío contiguo, donde un letrero anunciaba en colores verde y oro la antigua casa editorial de «Abercrombie Blair», de Norfolk Street, Strand.

    —Pero ese puesto está vacío. No hay nadie en él —objetó la mujer—. Ayer también estaba vacío.
    —En efecto, así es —replicó Landau, en un tono que sería definitivo para cualquiera. Luego, se inclinó ostentosamente sobre su libro de cuentas esperando que la mancha azul se esfumara por sí sola, lo que, sabía, era descortés por su parte, y su insistente presencia le hizo sentirse más descortés aún.
    —¿Pero dónde está Scott Blair? ¿Dónde está el hombre que llaman Barley? Debo hablar con él. Es muy urgente.
    Landau estaba ya odiando a la mujer con irracional ferocidad.
    —El señor Scott Blair —empezó mientras levantaba bruscamente la cabeza y la miraba de frente—, más comúnmente conocido por sus íntimos como Barley, está fuera, señora. No ha venido. Su compañía reservó un puesto, sí. Y el señor Scott Blair es director, presidente, gobernador general y, que yo sepa, dictador vitalicio de la compañía. Sin embargo, no ocupó su puesto…
    Pero en aquel punto, habiéndose cruzado sus ojos con los de ella, empezó a titubear.
    —Escuche, querida, yo estoy aquí tratando de ganarme la vida, ¿comprende? No la del señor Barley Scott Blair, por mucho que le aprecie.
    Se interrumpió y una caballerosa inquietud remplazó su momentánea ira. La mujer estaba temblando. No sólo temblaban las manos que sostenían su bolsa marrón, sino también el cuello, pues su recatado vestido azul acababa rematado por un cuello de encaje antiguo que Landau podía ver estremecerse sobre su piel, realmente más blanca que el encaje. Sin embargo, su boca y su mandíbula denotaban firmeza y su expresión le impresionó.
    —Por favor, señor, tiene usted que ser bueno y ayudarme —dijo, como si no hubiera opción.
    Landau se enorgullecía de conocer a las mujeres. Era otra de sus fastidiosas jactancias, pero no carecía de fundamento. «Las mujeres son mi entretenimiento favorito, el estudio de mi vida y mi absorbente pasión, Harry», me confió, y la convicción que latía en su voz era tan solemne como la promesa de un masón. Le era imposible ya precisar cuántas había tenido, pero le complacía decir que ascendían a varios centenares y que no había una sola que le hubiera hecho lamentar la experiencia. «Yo juego limpio y elijo bien, Harry —me aseguró, dándose unos golpecitos con el dedo índice en la parte lateral de la nariz—. Nada de venas cortadas, matrimonios rotos, ni palabras ásperas después». Nadie, ni yo mismo, sabría jamás cuánto de cierto había en aquello, pero era indudable que los instintos que le habían guiado a través de sus devaneos acudieron en su ayuda mientras formaba sus juicios sobre aquella mujer.
    Era seria. Era inteligente. Era decidida. Estaba asustada, aunque en sus oscuros ojos relucía una chispa de humor. Y poseía esa rara cualidad Landau, con su florido estilo, gustaba llamar «la clase que sólo la Naturaleza puede dar». En otras palabras, poseía calidad, además de fuerza. Y, como en momentos de crisis nuestros pensamientos no fluyen consecutivamente, sino que se abaten sobre nosotros oleadas de intuición y experiencia, percibió todas estas cosas de forma simultánea y las tenía ya asimiladas cuando ella le habló de nuevo.
    —Un amigo mío soviético ha escrito una obra literaria creativa e importante —dijo, después de hacer una profunda inspiración—. Es una novela. Una gran novela. Su mensaje es importante para toda la Humanidad.
    Calló.
    —Una novela —dijo Landau para ayudarla a seguir. Y, luego, sin que más tarde se le alcanzara por qué razón lo había dicho, añadió—: ¿Cómo se titula, querida?
    Decidió que la fuerza que había en ella no procedía de bravuconería ni de locura, sino de convicción.
    —Entonces, ¿cuál es su mensaje, si es que no tiene título?
    —Se refiere a las acciones antes que a las palabras. Rechaza el gradualismo de la perestroika. Exige acción y rechaza todo cambio cosmético.
    —Excelente —dijo Landau, impresionado.
    «Hablaba como solía hacerlo mi madre, Harry: con la barbilla levantada y mirándote directamente a la cara».
    —Pese a la glasnost y al supuesto liberalismo de las nuevas líneas directrices, la novela de mi amigo no puede todavía ser publicada en la Unión Soviética —continuó—. El señor Scott Blair se ha comprometido a publicarla con discreción.
    —Señora —dijo amablemente Landau, con el rostro ahora muy cerca del de ella—, si la novela de su amigo es publicada por la gran casa de «Abercrombie Blair», créame que puede estar segura de un secreto absoluto.
    Dijo esto, en parte como chiste al que no pudo resistirse, y en parte porque su instinto le aconsejaba suavizar la rigidez de la conversación y hacerla más intrascendente a cualquiera que estuviese mirando. Y, comprendiera o no el chiste, la mujer sonrió también, con una rápida y cálida sonrisa de envalentonamiento, que era como una victoria sobre sus temores.
    —Entonces, señor Landau, si ama usted la paz, llévese, por favor, este manuscrito a Inglaterra y déselo inmediatamente al señor Scott Blair. Sólo al señor Scott Blair. Es una donación de confianza.
    Lo que pasó después sucedió rápidamente, una transacción callejera entre comprador y vendedor, ambos bien dispuestos. Lo primero que hizo Landau fue mirar más allá de ella, por encima de su hombro. Lo hizo por su propia seguridad tanto como por la de ella. En su experiencia, cuando los rusos querían poner en práctica una treta, siempre había cerca otras personas. Pero aquel extremo de la sala de reuniones estaba desierto, la zona que se extendía bajo la galería en que estaban los puestos se hallaba sumida en la oscuridad, y la fiesta que se desarrollaba en el centro de la sala se encontraba en todo su apogeo. Los tres muchachos de cazadoras de cuero situados en la puerta principal charlaban aburridamente entre ellos.
    Finalizada su inspección, leyó el nombre escrito en la tarjeta de plástico que la mujer llevaba en la solapa, cosa que normalmente hubiera hecho antes si sus oscuros ojos castaños no le hubieran distraído. Yekaterina Orlova, leyó. Y debajo, expresada en inglés y en ruso la palabra «Octubre», que era el nombre de una de las más pequeñas editoriales estatales de Moscú, especializada en traducciones de libros soviéticos para su exportación, principalmente a otros países socialistas, lo que me temo la condenaba a una cierta mala calidad de publicaciones.
    Luego le dijo lo que debía hacer, o quizá se lo estaba diciendo ya mientras leía el nombre de la tarjeta. Landau era un chico curtido en la calle, capaz de toda clase de triquiñuelas. La mujer tal vez fuese tan valiente como seis leones, y, por su aspecto, probablemente lo fuera, pero no era una conspiradora. En consecuencia, él la tomó sin vacilar bajo su protección y, al hacerla, le habló como hubiera hablado a cualquier mujer que necesitara su consejo sobre, por ejemplo, dónde encontrar su habitación de hotel, o qué decirle a su maridito cuando volviese a casa.
    —O sea que lo ha traído consigo, ¿verdad, querida? —preguntó, mirando la bolsa y sonriendo como un amigo.
    —Sí.
    —Ahí dentro, ¿verdad?
    —Sí.
    —Entonces, deme la bolsa con toda normalidad —dijo Landau hablándole mientras ella seguía sus instrucciones—. Eso es. Ahora deme un amistoso beso ruso, de los ceremoniosos. Muy bien. Me ha traído un regalo oficial de despedida en el último día de la feria, algo que estrechará las relaciones anglosoviéticas y dará exceso de peso a mi equipaje, a menos que lo tire en la papelera del aeropuerto. Una transacción muy normal. Hoy he debido de recibir ya media de regalos de esta clase.
    Parte de esto lo dijo mientras se inclinaba de espaldas a ella. Pues introduciendo la mano en la bolsa, había sacado ya el paquete de papel marrón que había dentro y lo metía diestramente en su cartera de tipo archivador, muy compacta y con compartimientos que se abrían en abanico.
    —¿Casada, Katya?
    No respondió. Quizá no le había oído o estaba demasiado ocupada observándole.
    —Entonces, ¿es su marido quien ha escrito la novela? —preguntó Landau, sin amilanarse por su silencio.
    —Es peligroso para usted —susurró ella—. Debe creer en lo que está haciendo. Entonces todo resulta claro.
    Como si no hubiera oído su advertencia, Landau seleccionó, de un montón de muestras que había guardado para regalar aquella noche, un ejemplar del Sueño de una noche de verano, realizado en virtud de encargo especial de la Royal Shakespeare Company, y lo depositó ostentosamente sobre la mesa, firmando con rotulador sobre su estuche de plástico una dedicatoria: «De Niki a Katya, paz», y la fecha. Luego le metió ceremoniosamente el estuche en la bolsa, juntó las dos asas y se las apretó en la mano, porque ella parecía estar quedándose sin fuerzas y le preocupaba la posibilidad de que se desmayase o perdiese el control. Sólo entonces, mientras continuaba agarrándole la mano, que estaba fría, me dijo, pero era agradable, le dio la tranquilidad que ella parecía pedirle.
    —Todos tenemos que hacer algo arriesgado de vez en cuando, ¿verdad, querida? —dijo alegremente Landau—. ¿Vamos a participar en la fiesta?
    —No.
    —¿Qué tal si nos vamos a cenar a alguna parte?
    —No es conveniente.
    —¿Quiere que la acompañe a la puerta?
    —Me da igual.
    —Creo que debemos sonreír, querida —dijo todavía en inglés, mientras la acompañaba a través de la sala conversando con ella como el buen vendedor en que había vuelto a convertirse.
    Al llegar al amplio rellano, le estrechó la mano.
    —Entonces, hasta la feria del libro, ¿no? En setiembre. Y gracias por advertirme. Lo tendré presente, pero lo importante es que tenemos un trato. Lo cual siempre es agradable, ¿no?
    Ella le apretó la mano y pareció adquirir valor con ello, pues volvió a sonreír con una sonrisa aturdida pero agradecida y, casi, irresistiblemente cálida.
    —Mi amigo ha tenido un gran gesto —explicó, mientras se echaba hacia atrás un rebelde mechón de pelo—. Asegúrese, por favor, de que el señor Barley se hace cargo de ello.
    —Se lo diré. No se preocupe —respondió vivamente Landau.
    Le habría gustado recibir otra sonrisa, pero ella parecía haber perdido ya todo interés en él. Estaba hurgando en su bolso en busca de su tarjeta, que él sabía que había olvidado sacar hasta aquel momento. «ORLOVA, Yekaterina Borisovna», decía en caracteres cirílicos por un lado y latinos por el otro, también con el nombre Octubre en las dos versiones. Se la dio, y luego comenzó a descender rígidamente por la majestuosa escalinata, con la cabeza erguida, una mano sobre la ancha balaustrada de mármol y la otra arrastrando la bolsa. Los muchachos de las cazadoras de cuero se la quedaron mirando todo el camino hasta el vestíbulo. Y Landau les guiñó un ojo, mientras se guardaba la tarjeta en el bolsillo superior de la chaqueta, junto con la otra media docena que había recopilado en las dos últimas horas. Los muchachos, tras la debida reflexión, le contestaron también con un guiño, pues aquélla era la llueva época de apertura, en que un par de buenas caderas rusas podían ser apreciadas por sí mismas, incluso por un extranjero.

John le Carré
La Casa Rusia
Círculo de Lectores, Bogotá, 1990, pp. 14-19

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