miércoles, 16 de diciembre de 2020

Casa de citas / John le Carré / La tumba de Pasternak

Tumba de Boris Pasternak

John le Carré
LA TUMBA DE PASTERNAK

Boris Pasternak / La tumba de la poesía

García Márquez / Pasternak, 22 años después


Había establecido un campamento base en un extremo de la habitación, en una silla alta y recta tan alejada de nosotros como pudo encontrar. Se encaramó en ella de costado hacia nosotros y se inclinó sobre su vaso de whisky, que sostenía con las dos manos, mirándolo fijamente como un gran pensador, o, al menos, como un pensador solitario. No nos hablaba a nosotros, sino a sí mismo, enfática y mordazmente, sin rebullir más que para tomar un sorbo de su vaso o mover afirmativamente la cabeza en relación a algún punto privado y habitualmente abstruso de su narración. Hablaba con la mezcla de pedantería e incredulidad que la gente utiliza para reconstruir un episodio desastroso, como una muerte o un accidente de tráfico. Así que yo estaba aquí, y tú estabas allí, y el otro tipo venía por allá.
    —Fue en la última feria del libro de Moscú. El domingo. No el domingo anterior, el domingo siguiente —dijo.
    —Septiembre —sugirió Ned, y Barley, al oído, volvió la cabeza y murmuró «gracias», como si agradeciera sinceramente ser aguijoneado. Luego arrugó la nariz, se ajustó las gafas y empezó de nuevo.
    —Estábamos agotados —dijo—. La mayoría de los expositores se habían marchado el viernes. Éramos sólo unos cuantos los que quedábamos por allí. Los que tenían contratos que ultimar o carecían de razones especiales para apresurarse a regresar.
    —Era un hombre comprometido, en lo alto del escenario, y resultaba difícil no sentir simpatía por él, allí, erguido, solo. Era difícil pensar «vamos, por Dios, vamos». Y tanto más difícil cuanto ninguno de nosotros sabía dónde iba a ir a parar.
    Nos emborrachamos el sábado por la noche, y el domingo nos fuimos todos a Peredelkino en el coche de Jumbo.
    De nuevo pareció tener que recordarse a sí mismo que tenía un auditorio.
    —Peredelkino es el «poblado» de los escritores soviéticos —dijo, como si ninguno de nosotros hubiese oído hablar de él—. Disponen allí de dachas, siempre y cuando se porten bien. El Sindicato de Escritores lo gobierna sobre la base de su utilización exclusiva por sus miembros y decide quién tiene una dacha, quién escribe mejor en la cárcel, quién no escribe en absoluto.
    —¿Quién es Jumbo? —preguntó Ned, interviniendo contra su   costumbre.

    —Jumbo Oliphant. Peter Oliphant. Presidente de «Lupus Books». Fascista escocés de salón. Masón cinturón negro. Cree tener una longitud de onda especial con los soviéticos. Tarjeta de oro —acordándose de Bob, inclinó la cabeza hacia él—. Me temo que no es American Express. Es una tarjeta de oro de la feria del libro de Moscú, distribuida por los organizadores rusos y que indica que se es un tipo importante. Coche gratis, intérprete gratis, hotel gratis, caviar gratis. Jumbo nació con una tarjeta de oro en la boca.
    Bob sonrió demasiado ampliamente para demostrar que se tomaba a bien la broma. Pero era hombre de gran corazón, y Barley se había dado cuenta. Se me ocurrió la idea de que Barley era una de esas personas para las que un buen carácter no puede permanecer oculto, lo mismo que él no podría enmascarar su propia accesibilidad.
    —Así que allá nos fuimos todos —continuó volviendo a su ensoñación—. Oliphant, de «Lupus». Emery, de la «Bodley Head». Y alguna chica de «Penguin» cuyo nombre no recuerdo. Sí, sí que lo recuerdo, Magda. ¿Cómo diablos podría yo olvidarme de una Magda? Y Blair, de «A B».
    —Viajando como nababs en la estúpida limusina de Jumbo —dijo Barley, lanzando frases cortas como ropas viejas extraídas del baúl de su memoria—. Un coche corriente no era lo bastante bueno para Jumbo, tenía que ser un maldito y enorme «Chaika», con cortinas en el dormitorio, sin frenos y con un gorila al que le olía el aliento como conductor. El plan era echar un vistazo a la dacha de Pasternak, que se rumoreaba iba a ser declarada museo, aunque otro rumor insistía en que los bastardos se disponían a derribarla. Quizá también su tumba. Al principio, Jumbo Oliphant no sabía quién era Pasternak, pero Magda murmuró «Zhivago», y Jumbo había visto la película —dijo Barley—. No había ninguna prisa, todo lo que querían era pasear un poco y tomar el aire del campo. Pero el chófer de Jumbo utilizó el carril especial reservado para automovilistas oficiales en «Chaikas», así que hicieron el viaje en diez segundos en lugar de una hora, aparcaron en un charco y se dirigieron al cementerio, temblando todavía de gratitud por el viaje.
    —El cementerio está en la falda de una colina, entre un montón de árboles. El chófer se queda en el coche. Está lloviendo. No mucho, pero él está preocupado por su horrible traje. —Hizo una pausa, aparentemente para meditar en la enormidad del chófer—. Gorila chiflado —murmuró.
    Pero me dio la impresión de que Barley estaba despotricando contra sí mismo y no contra el chófer. Me parecía oír en Barley todo un coro autoacusador, y me pregunté si también lo oirían los otros. Tenía dentro de sí personas que realmente le volvían loco.
    La cuestión era, explicó Barley, que habían acertado a ir un día en que las masas liberadas habían acudido también en gran número. En el pasado, dijo, siempre que había estado allí había encontrado el lugar desierto. Sólo las cercadas tumbas y los pequeños árboles. Pero aquel domingo de septiembre, con los poco familiares aromas de libertad en el aire, había unos doscientos entusiastas apiñados en torno a la tumba, y más cuando se marcharon, de todas las formas y tamaños. La tumba desaparecía bajo una montaña de flores, dijo Barley. Llegaban ofrendas sin cesar. La gente iba pasando los ramos por encima de sus cabezas para hacerlos llegar hasta el montón.
    Luego empezaron las lecturas. El tipo bajito leyó poesía. La chica alta leyó prosa. Una avioneta pasó volando a tan baja altura que no se podía oír ni una palabra. Y volvió a pasar una y otra vez.
    —¡Bang! ¡Bang! —chilló Barley, agitando de un lado a otro en el aire su larga muñeca, al tiempo que emitía un sonido nasal de disgusto.
    Pero la avioneta no podía apagar el entusiasmo de la multitud, como tampoco podía hacerla la lluvia. Alguien empezó a cantar, los demás cogieron el estribillo y acabaron todos coreándolo y balanceándose al compás de la música. Finalmente, el avión se marchó, presumiblemente porque se estaba quedando sin combustible. Pero no era eso lo que uno sentía, dijo Barley. En absoluto. Uno sentía que el canto había expulsado del cielo a aquel cerdo.
    El canto se fue haciendo más fuerte, más profundo y más místico. Barley conocía tres palabras de ruso, y los otros ninguna. Eso no les impidió sumarse al coro. No le impidió a Magda llorar a lágrima viva. Ni a Jumbo Oliphant jurar, con un nudo en la garganta, mientras se alejaban colina abajo que publicaría hasta la última palabra que Pasternak hubiera escrito, no sólo la película, sino también lo demás, y que lo subvencionaría de su propio bolsillo en cuanto volviese a su dorado castillo de los muelles.
    —Jumbo tiene esos acalorados arrebatos de entusiasmo —explicó Barley con desarmadora sonrisa, volviendo a su auditorio, pero especialmente a Ned—. A veces se mantienen durante varios minutos seguidos.
    Luego hizo una pausa, volvió a fruncir el ceño, se quitó sus extrañas gafas redondas, que parecían más un castigo que una ayuda, y fue mirando sucesivamente a todos como para recordarse a sí mismo la situación en que se encontraba.
    Estaban todavía bajando por la colina, dijo, y todavía sumidos en sus lamentos, cuando aquel mismo tipo ruso bajó corriendo hacia ellos, sosteniendo su cigarrillo a un lado de la cara como si fuese una vela y preguntando en inglés si eran americanos.
    De nuevo Clive se nos adelantó a todos. Levantó lentamente la cabeza. Había un tono cortante en su imperioso acento.
    —¿El mismo? ¿Qué mismo tipo ruso? No hemos tenido ninguno.
    Sus palabras hicieron de nuevo a Barley desagradablemente consciente de la presencia de Clive, y torció el gesto en una mueca de disgusto.
    —Era el lector, hombre —dijo—. El tipo que leía la poesía de Pasternak junto a la tumba. Preguntó si éramos americanos. Gracias a Dios, no, le dije yo. Británicos.
    Y yo observé, como supongo que observamos todos, que era el propio Barley, no Oliphant, ni Emery ni Magda, quien se había convertido en portavoz de su grupo.
    Barley había pasado al diálogo directo. Tenía un oído tan bueno como el de un ave. Ponía acento ruso para el tipo bajito y una voz bronca para Oliphant. La imitación le salía como algo natural, sin darse cuenta.
    —¿Son ustedes escritores? —preguntó el tipo bajito, en la voz que le adjudicaba Barley.
    —No, por desgracia. Sólo editores —dijo Barley, con su propia voz.
    —¿Editores ingleses?
    —Hemos venido para la feria del libro de Moscú. Yo dirijo un establecimiento llamado «Abercrombie Blair», y éste es el propio presidente de «Lupus Books». Un fulano muy rico. Algún día le nombrarán caballero. Tarjeta de oro y bar. ¿Verdad, Jumbo?
    Oliphant protestó que Barley estaba diciendo demasiado. Pero el tipo bajito quería más.
    —¿Puedo preguntarles entonces qué estaban haciendo junto a la tumba de Pasternak? —preguntó.
    —Una visita casual —dijo Oliphant, interviniendo de nuevo—. Pura casualidad. Vimos una aglomeración de gente y nos acercamos a ver qué pasaba. Mera casualidad. Vámonos.
    Pero Barley no tenía ninguna intención de irse. Estaba irritado por los modales de Oliphant, dijo, y no iba a quedarse impasible mientras un gordo millonario escocés desairaba a un subalimentado desconocido ruso.
    —Estamos haciendo lo mismo que todos los demás —respondió Barley—. Estamos rindiendo nuestro homenaje de respeto y admiración a un gran escritor. Y también nos ha gustado la lectura que ha hecho usted. Muy conmovedora. Cosa de calidad. Soberbia.
    —¿Respetan ustedes a Boris Pasternak? —preguntó el tipo bajito.
    De nuevo Oliphant, el gran activista de los derechos civiles, representado por una voz áspera y una mandíbula torcida.
    —No tenemos ninguna postura con respecto a Boris Pasternak o cualquier otro escritor soviético —dijo—. Estamos aquí como huéspedes. Exclusivamente como huéspedes. No tenemos opinión acerca de asuntos internos soviéticos.
    —Creemos que es maravilloso —dijo Barley—. Una auténtica figura mundial.
    —¿Pero por qué? —preguntó el tipo bajito, provocando el conflicto.
    Barley no necesitaba que le apremiasen. No importaba que no estuviese totalmente convencido de que Pasternak fuese el genio que se aseguraba, dijo. No importaba que, en realidad, considerase que Pasternak había sido alabado en exceso. Eso era opinión de editor, mientras que esto era la guerra.
    —Respetamos su talento y su arte —respondió Barley—. Respetamos su humanidad. Respetamos su familia y su cultura. Y, décimo o el número que sea, respetamos su capacidad de llegar al corazón del pueblo ruso, pese a que hayan intentado silenciarle una pandilla de ratas de oficina que son probablemente los mismos que nos enviaron esa avioneta.
    —¿Puede usted recitar algo de él? —preguntó el tipo bajito.
    Barley tenía esa clase de memoria, nos explicó con cierto azoramiento.
    —Le recité la primera estrofa de «Premio Nobel». Me pareció que resultaba adecuada después de aquel maldito avión.
    —¿Quiere recitárnosla también a nosotros? —dijo Clive, como si fuese necesario comprobarlo todo.
    Barley farfulló por lo bajo, y cruzó por mi mente la idea de que quizá fuera realmente un hombre muy tímido.
    —
    » Como una bestia acorralada, estoy separado
    »de mis amigos, de la libertad, del sol.
    »Pero los cazadores van ganando terreno,
    »y ya no tengo a dónde huir.

    El tipo bajito miraba con el ceño fruncido el encendido extremo de su cigarrillo mientras escuchaba esto, dijo Barley, y, por un momento, llegó a preguntarse si habría sido víctima de una provocación, como temía Oliphant.
    —Si respetan tanto a Pasternak, ¿por qué no vienen a conocer a unos amigos míos? —sugirió el hombrecillo—. Somos escritores aquí. Tenemos una dacha. Sería un honor para nosotros hablar con unos distinguidos editores británicos.
    Antes de que el hombre hubiera terminado de hablar, Oliphant fue presa de un violento ataque de nerviosismo, dijo Barley. Jumbo sabía lo que pasaba si se aceptaban invitaciones de rusos desconocidos. Era un experto en el asunto. Sabía cómo te enredaban, te drogaban, te comprometían con fotografías vergonzosas y te obligaban a dimitir de tus cargos y a renunciar a tus posibilidades de obtener un título mobiliario. Estaba además en vías de concluir un ambicioso acuerdo editorial conjunto a través de la VAAP, Y lo último que necesitaba era ser encontrado en compañía de indeseables. Oliphant lanzó todo esto a Barley en un teatral susurro que daba por supuesto que el pequeño desconocido era sordo.
    —Y de todos modos —terminó con aire triunfante Oliphant—, está lloviendo. ¿Qué vamos a hacer con respecto al coche?
    Oliphant miró su reloj. Magda miró al suelo. Emery miró a Magda y pensó que podía haber cosas peores que hacer en una tarde de domingo en Moscú. Pero Barley, según dijo, miró de nuevo al desconocido y decidió que le gustaba lo que veía. No tenía ningún plan con respecto a la muchacha ni con respecto a posibles títulos nobiliarios. Ya había decidido que prefería ser fotografiado en cueros con un montón de fulanas rusas antes que completamente vestido y del brazo de Jumbo Oliphant. Así pues, hizo montar a todos en el coche de Jumbo y resolvió quedarse con el desconocido.
    —Nezhdanov —declaró de pronto Barley a la silenciosa habitación, interrumpiendo el flujo de sus palabras—. Acabo de acordarme del nombre del fulano. Nezhdanov. Autor teatral. Dirigía uno de esos estudios teatrales, no podía estrenar sus propias obras.
    Habló Walter, y su potente voz quebró el momentáneo silencio.
    —Mi querido amigo, Vitaly Nezhdanov es un héroe de nuestros días. Dentro de cinco semanas se estrenan en Moscú tres obras cortas suyas, y todoel mundo abriga las más peregrinas esperanzas sobre ellas. No es que tenga ni la más mínima calidad, pero no podemos decirlo porque es un disidente. O lo era.
    Por primera vez desde que le había puesto los ojos encima, el rostro de Barley adquirió un aspecto de sublime felicidad, y tuve al instante la impresión de que aquél era el hombre auténtico, que hasta entonces había permanecido oculto por las nubes.
    —¡Oh!, eso es estupendo —dijo, con la sencilla satisfacción de quien es capaz de gozar con el éxito ajeno—. Fantástico. Eso es lo que Vitaly necesitaba. Gracias por decírmelo —terminó, con aire rejuvenecido.
    Luego, su rostro se oscureció de nuevo, y empezó a beber su whisky a sorbitos.
    —Bueno, ya hemos llegado —murmuró vagamente—. Cuantos más seamos, mayor será la diversión. Le presento a mi primo. Tómese un bocadillo de salchicha.
    Pero advertí que sus ojos, como sus palabras, habían adquirido una calidad remota, como si estuviera previendo ya una dura prueba.
    Tendí la vista a lo largo de la mesa. Bob sonriente. Bob sonreiría en su lecho de muerte, pero con una sinceridad de viejo scout. Clive de perfil, con el rostro tan profundo y tan afilado como un hacha. Walter nunca en reposo. Walter con su inteligente cabeza echada hacia atrás, retorciendo un mechón de pelo en torno a su esponjoso dedo índice mientras sonreía en dirección al ornamentado techo, se contorsionaba y sudaba. Y Ned, el dirigente —competente e ingenioso Ned—, Ned el lingüista y el guerrero, el ejecutor y el planificador, sentado como había estado desde el principio, erguido, esperando la orden de avanzar. Algunas personas, reflexioné mirándole, han recibido la maldición de una cantidad excesiva de lealtad, pues podría llegar un día en que no les quedara nada a lo que servir.

John le Carré
La Casa Rusia
Círculo de Lectores, Bogotá, 1990, pp. 79-86


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