Emmanuel Carrère
CORINNE
1
Rémy Hourtin era psiquiatra, y su mujer Corinne psicóloga de niños. Habían abierto en Ginebra una consulta común y alquilado en Ferney un apartamento encima del de los Ladmiral, que les introdujeron en su círculo de amistades. Al principio les encontraban divertidos, vitales, un tanto pretenciosos. Bonita, probablemente poco segura de sí misma y en todo caso ávida de seducir, Corinne manifestaba admiraciones ingenuas o menosprecios crueles, de acuerdo con los decretos de las revistas femeninas sobre lo que es fino u hortera. Rémy era aficionado a los buenos restaurantes, los habanos y los licores después de las comidas, los comentarios escabrosos, la vida a todo tren. Los Ladmiral profesaban y profesan todavía a ese compañero alegre la amistad indulgente de las gentes formales por los juerguistas que se atienen lealmente a su papel. Romand debía de envidiar y quizá odiar en secreto la labia de Rémy, su éxito con las mujeres, su familiaridad sin remilgos con la vida.
No tardaron en advertir que la pareja naufragaba y que cada uno se tomaba libertades mal vistas en la comarca de Gex. Despedían un perfume de libertinaje que escandalizaba. Luc, hombre apuesto y no insensible al encanto de Corinne, supo contenerse a tiempo, pero esta aventura abortada, y otras que sin duda habían ido más lejos granjearon a la joven una reputación de devoradora de hombres y ladrona de maridos. Cuando dejó a Rémy para instalarse en París con sus dos hijas pequeñas, el círculo de amigos tomó partido por el marido abandonado. Sólo Florence Romand alegaba que Rémy había debido de engañar tan abundantemente a su mujer como a la inversa, que si tenían agravios era asunto de ellos y que por su parte ella, Florence, como ninguno de los dos le había causado ningún daño, no quería juzgar ni al uno ni a la otra y conservaba su amistad por los dos. Telefoneaba con frecuencia a Corinne y cenaron juntos cuando Jean-Claude y ella subieron a París a pasar unos días. Los Romand visitaron el apartamento que Corinne había encontrado cerca de la iglesia de Auteuil y le enseñaron fotos de la casa a la que se disponían a mudarse. A Corinne la conmovieron la gentileza y la fidelidad que le mostraba la pareja. Al mismo tiempo, aquella mujerona deportiva y el gran osote de su marido pertenecían a una página cerrada de su vida; había tachado con una cruz la provincia, sus cotilleos, sus pequeños apaños, y luchaba por vivir con sus hijas en París: no tenían gran cosa que decirse. Se quedó muy asombrada, tres semanas más tarde, al recibir un imponente ramo de flores con la tarjeta de Jean-Claude diciéndole que estaba en París para una conferencia y que le encantaría invitarla esa misma noche. Se hospedaba en el Hotel Royal Monceau. Este detalle también sorprendió a Corinne, y de modo favorable: no hubiese podido imaginar que él tuviera por costumbre alojarse en un hotel de cuatro estrellas. Él siguió sorprendiéndola, primero al invitarla a un gran restaurante y no a una simple brasserie, luego al hablarle de sí mismo, de su carrera, de sus investigaciones. Ella sabía que era muy reservado a este respecto —era un rasgo tan proverbial como la vena chistosa de Rémy—, pero, no viendo en él más que a un científico serio y un poco insulso como hay a montones en la comarca de Gex, nunca había intentado vencer esta reserva. De repente descubría a otro hombre: un investigador de altura y de renombre internacional, que se tuteaba con Bernard Kouchner y pronto iba a asumir la dirección del INSERM: él dijo algo a este respecto, de pasada, precisando que dudaba si aceptarla o no a causa de la carga de trabajo adicional que supondría para él. El contraste entre esta realidad nueva y la imagen hasta entonces sin brillo que ella tenía de él hacía a Jean-Claude tanto más simpático. Es notorio que los hombres más notables son también los más modestos, los que menos se preocupan de la opinión que se tiene de ellos. Era la primera vez que Corinne, que había conocido sobre todo a seductores sibaritas como su ex marido, se relacionaba con uno de esos hombres especiales, sabios austeros o creadores atormentados a los que hasta entonces había admirado de lejos, como si solamente existieran en las páginas culturales de los periódicos.
Él volvió a París, de nuevo la invitó a cenar, le volvió a hablar de sus investigaciones y sus congresos. Pero la segunda vez, antes de despedirse, le dijo que tenía algo un poco delicado que anunciarle: que la amaba.
Acostumbrada al deseo de los hombres, a Corinne le halagaba que él la hubiese escogido como amiga, sin segundas intenciones de que fuese su amante: eso quería decir que sentía un auténtico interés por ella. Al descubrir que se había equivocado, se quedó primero estupefacta —a pesar de toda su experiencia, no lo había visto venir—, después decepcionada —él también era igual que los demás—, un poco asqueada —él no la atraía nada físicamente—, y por último conmovida por el tono de súplica que había en la confesión de su deseo. No le costó mucho rechazarle suavemente.
Al día siguiente él le telefoneó para disculparse por aquella declaración intempestiva y, antes de que ella volviese de su trabajo, dejó en su casa un paquete que contenía un anillo de oro amarillo con una esmeralda rodeada de pequeños diamantes (19.200 francos en el establecimiento del joyero Victoroff). Ella le llamó para decirle que se había vuelto loco, que jamás aceptaría un regalo semejante. Él insistió. Ella se lo quedó.
Jean-Claude contrajo la costumbre, aquella primavera, de subir a París un día a la semana. Llegado de Ginebra en el vuelo de las 12.15 horas, se alojaba en el Royal Monceau o en el Concorde La Fayette y, por la noche, invitaba a Corinne a cenar en un gran restaurante. Justificaba sus viajes con motivo de un importante experimento que se estaba realizando en el Instituto Pasteur. El pretexto servía también para Florence. Al mentirles a las dos, podía contarles la misma mentira.
2
Esas cenas semanales con Corinne se convirtieron en la gran vivencia de su vida. Era como una fuente que brotase en el desierto, algo inesperado y milagroso. Ya sólo pensaba en eso, en lo que iba a decirle, en lo que ella le respondería. Las frases que, desde hacía tanto tiempo, le daban vueltas en la cabeza, se las comunicaba por fin a alguien. Antes, cuando salía de casa al volante de su coche, sabía que hasta su regreso se extendía una larga playa de tiempo vacío y muerto en que no hablaría con nadie, no existiría para nadie. Ahora, ese tiempo precedía y seguía al momento del encuentro con Corinne. Le separaba de ella y le acercaba a ella. Se sentía vivo, lleno de expectación, de inquietud y de esperanza. Al llegar al hotel, sabía que iba a telefonearle, a concertar una cita para esa noche con ella, a enviarle flores. Al afeitarse delante del espejo, en el lujoso cuarto de baño del Royal Monceau, veía el rostro que ella iba a ver
Había conocido a Corinne en el mundo que ambos compartían, pero merced a un golpe de audacia, al invitarla y al instaurar la costumbre de las entrevistas a solas, la había introducido en el otro mundo, en el que él había estado siempre solo, donde por primera vez ya no lo estaba, por vez primera existía ante la mirada de alguien. Pero era el único que lo sabía. Su propia situación le recordaba al desdichado monstruo de La bella y la bestia , con el refinamiento suplementario de que la bella ignoraba que cenaba con él en un castillo donde nadie había entrado antes que ella. Corinne se creía frente a un habitante normal del mundo normal, en el cual Jean-Claude parecía especialmente integrado, y no podía imaginar, por muy psicóloga que fuese, que en él se pudiese ser tan radical y secretamente un extraño. ¿Estuvo a punto de decirle la verdad? Lejos de Corinne, acariciaba la esperanza de que las palabras de confesión, la noche siguiente, cualquier otra noche, acabarían pronunciándose. Y de que no habría problemas, es decir, que cierto encadenamiento de confidencias, un determinado entendimiento misterioso entre ellos haría esas palabras expresables. Él repetía los preliminares durante horas. Tal vez pudiese contar aquella historia extraña como si le hubiera sucedido a otro: un personaje complejo y torturado, un caso psicológico, un héroe de novela. Al hilo de las frases, su voz se tornaría cada vez más grave (temía que en realidad fuese cada vez más aguda). Acariciaría a Corinne, la envolvería en su emoción. Hasta ahora dueño de sí mismo, dominando como un virtuoso todas las situaciones, el fantasioso se volvía humano, frágil. La fisura en la coraza se veía.
Había conocido a una mujer. La amaba. No se atrevía a decirle la verdad, prefería morir que defraudarla, prefería morir también antes que seguir mintiéndole. Corinne le miraba intensamente. Le cogía la mano. Corrían lágrimas por sus mejillas. Subían en silencio a la habitación, estaban desnudos, hacían el amor llorando y ese llanto compartido sabía a liberación. Después podía morirse, ya no tenía importancia, nada era ya importante, le habían perdonado, salvado.
Esos sueños despiertos poblaban su soledad. Durante el día en el coche, de noche al lado de Florence dormida, creaba una Corinne que le comprendía, le perdonaba, le consolaba. Pero él sabía que delante de ella las cosas no podían cobrar ese sesgo. Para emocionarla e impresionarla, habría hecho falta que su historia fuese distinta, que se asemejase a lo que tuvieron que imaginar los investigadores tres años más tarde. Falso médico pero auténtico espía, auténtico traficante de armas, verdadero terrorista, sin duda la habría seducido. Falso médico únicamente, encallado en el miedo y la rutina, estafando a pequeños jubilados cancerosos, no tenía la menor posibilidad, cosa que no era culpa de Corinne. Ella era quizá superficial y estaba llena de prejuicios, pero de no haber sido así nada habría cambiado. Ninguna mujer accedería a besar a aquella bestia que nunca se transformaría en un príncipe encantado. Ninguna mujer podía amar lo que él era realmente. Se preguntaba si habría en la tierra una verdad más inconfesable, si otros hombres se sentían avergonzados hasta aquel punto de sí mismos. Quizá algunos pervertidos sexuales, esos que en las cárceles llaman degenerados y a los que los demás presos desprecian y maltratan.
3
Como Jean-Claude trabajaba y viajaba mucho, Florence se ocupaba sola de la mudanza a Prévessin. Ella lo instaló todo, lo decoró con el estilo cálido y sin pretensiones que le era propio: estanterías de madera blanca, butacas de mimbre, edredones de colores alegres, y había montado un columpio para los niños en el jardín. Jean-Claude, antes tan roñoso, firmaba los cheques sin escuchar siquiera sus explicaciones. Se compró un Range Rover. Florence no sospechaba que el dinero venía de la casa de su madre ni que él se lo gastaba en París con mayor largueza todavía. Causó mucho asombro en el juicio pero, a pesar de tener una cuenta común, parece ser que ella no echó nunca un vistazo a los extractos bancarios.
Los Ladmiral, por su parte, estaban construyendo una casa a pocos kilómetros de allí, en pleno campo. Vivían en medio de las obras, a medias en su antigua casa y a medias en la nueva. Cécile, de nuevo embarazada, tenía que guardar cama. Luc se acuerda de una visita repentina de Jean-Claude, a principios del verano. Los obreros acababan de marcharse, después de haber extendido la losa de hormigón de la terraza. Los dos amigos tomaron una cerveza en el jardín lleno de cascotes. Luc sufría los quebraderos de cabeza de quien tiene que tratar con un contratista. Inspeccionaba las obras hablando de plazos, de retrasos, de una nueva ubicación para la barbacoa. Visiblemente, esos temas aburrían a Jean-Claude. Las circunstancias de su propia mudanza, sobre las cuales Luc se creyó en la obligación de interrogarle, para no hablar sólo de las suyas, no le interesaban tampoco, ni los ocho días de vacaciones que acababa de pasar en Grecia con Florence y los niños. No respondía a lo que le preguntaba o respondía con un aire ausente, evasivo, como enfrascado en una ensoñación interior infinitamente seductora. Luc advirtió de pronto que había adelgazado, que estaba rejuvenecido, y que en lugar de su chaqueta de tweed habitual sobre un pantalón de pana de canutillo, llevaba un traje de buen corte que era evidente que le había costado su dinero. Sospechó vagamente lo que Cécile, si hubiera estado presente, habría comprendido con una mirada. Como para confirmar esa sospecha, Jean-Claude dejó caer que no excluía la posibilidad de instalarse pronto en París. Por motivos profesionales, por supuesto. Luc le recordó que acababa de afincarse en Prévessin. Claro, claro, pero eso no le impedía alquilar un pequeño refugio y volver a casa los fines de semana. Luc se encogió de hombros: «Espero que no estés haciendo el gilipollas.»
A última hora de la tarde, la semana siguiente, Jean-Claude le telefoneó desde el aeropuerto de Ginebra. Su voz sonaba oprimida. Se encontraba muy mal, temía sufrir un infarto, pero no quería ir al hospital. Podía conducir, llegaba enseguida. Media hora más tarde, muy pálido y agitado, con la respiración fuerte y silbante, empujaba la puerta de la casa, que Luc había dejado entreabierta para que no despertara a todo el mundo. Luc le examinó y diagnosticó un simple acceso de angustia. Se sentaron cara a cara, como viejos amigos que eran, en el salón tenuemente iluminado. La noche era tranquila, Cécile y los niños dormían. «Bueno, entonces», dijo Luc, «¿qué pasa?»
Si Jean-Claude, tal como lo ha contado, estuvo a punto esa noche de revelar toda la verdad, la primera reacción de su confidente le hizo batirse en retirada. Ya el hecho de que tuviese una amante desquiciaba a Luc. Que fuese Corinne le indignaba. Nunca había tenido una buena opinión de ella, y aquella noticia confirmaba su recelo. ¡Pero Jean-Claude! ¡Jean-Claude! ¡Jean-Claude, engañar a Florence! Una catedral se desmoronaba. De un modo muy poco halagüeño para su amigo, daba por sobreentendida una distribución de papeles en la que Jean-Claude era el buen chico apenas experimentado en lances de amor y Corinne la sirena que por pura maldad, para cerciorarse de su poder y destruir un hogar que envidiaba, le apresaba en sus redes. Era lo que pasaba por no haber hecho barrabasadas a los veinte años: cerca de los cuarenta uno se encuentra en plena crisis de la adolescencia. Jean-Claude intentaba protestar, no mostrarse corrido sino orgulloso de su aventura, interpretar ante Luc el personaje de aquel seductor doctor Romand cuyo reflejo flotaba en los espejos del Royal Monceau. Esfuerzo inútil. Luc, finalmente, le hizo prometer que rompería cuanto antes con Corinne y, una vez hecho esto, se lo contaría todo a Florence, porque el silencio es el peor enemigo de las parejas. Una crisis superada, por el contrario, puede resultar su mejor aliado. Si él no lo hacía o tardaba en hacerlo, sería él, Luc, quien hablaría con Florence, por el bien de ambos.
4
No hizo falta que mostrara su abnegación delatando a su amigo ante su mujer. A mediados de agosto, Jean-Claude y Corinne pasaron juntos tres días en Roma. Él había insistido en que ella le concediera ese viaje, que fue para ella una pesadilla. Las versiones de ambos, igualmente elípticas, concuerdan en lo siguiente: el último día, ella le dijo que no lo amaba porque le parecía un hombre demasiado triste. «Demasiado triste», son las palabras que emplean los dos. Él lloró, suplicó como había hecho quince años antes con Florence y, al igual que Florence, Corinne fue amable. Se separaron con la promesa de seguir siendo amigos.
Jean-Claude volvió a reunirse con su familia, que estaba de vacaciones en Clairvaux. Una mañana, temprano, fue en coche al bosque de Saint-Maurice. Su padre, que antaño era el gerente de la propiedad forestal, le había enseñado una sima donde una caída sería fatal. Dice que quiso arrojarse a ella, que llegó a hacerlo pero que le retuvieron unos ramajes que le despellejaron la cara y desgarraron la ropa. No logró matarse, pero tampoco sabe cómo salió vivo. Condujo hasta Lyon, alquiló una habitación de hotel y telefoneó a Florence para decirle que acababa de sufrir un accidente en la autopista que enlaza Ginebra con Lausanne. Había salido despedido del vehículo, un Mercedes de servicio de la OMS que había quedado completamente aplastado. Le habían transportado en helicóptero al hospital de Lausanne, desde donde la llamaba. Ofuscada, Florence quiso ir a verle y, ofuscándose a su vez, él comenzó a minimizar el accidente. Volvió esa misma noche a Prévessin, al volante de su propio coche. Las desolladuras causadas por los abrojos distaban bastante de sugerir un accidente de carretera, pero Florence estaba demasiado trastornada para fijarse. Él se lanzó de través sobre la cama, llorando. Ella le estrechaba contra sí para consolarle, le preguntaba dulcemente qué había ocurrido, qué le agobiaba. Ella había notado que algo no andaba bien en los últimos tiempos. Sin dejar de llorar, él le explicó que había perdido el control del automóvil porque había sufrido un golpe terrible. Su jefe de la OMS acababa de morir de un cáncer que le corroía desde hacía varios años. Durante el verano las metástasis se habían multiplicado, sabía perfectamente que no había esperanza, pero verle muerto… Estuvo sollozando toda la noche. Florence, muy conmovida, estaba al mismo tiempo sorprendida por el gran cariño que profesaba a un jefe del que Jean-Claude nunca le había hablado.
Él también debió de pensar que aquello no bastaba. A comienzos del otoño, el linfoma dormido desde hacía quince años se despertó en forma de enfermedad de Hodgkin. Sabiendo que eso sería más aceptable que una amante, se lo confesó a Luc. Al oírle decir, abotagado y lúgubre, encogido en su butaca, que estaba condenado, Luc se acordaba del Jean-Claude exaltado que le había visitado en las obras de la casa. Llevaba el mismo traje, pero ahora deslustrado, y con el cuello cubierto de caspa. La pasión le había devastado. Ahora le atacaba las células. Sin llegar a sentirse culpable por haber exigido tan firmemente la ruptura, Luc experimentaba una profunda piedad por el alma de su amigo, que adivinaba tan enferma como el cuerpo. Pero, siempre positivo, quería pensar que aquella prueba le acercaría a Florence y sería la ocasión de una comunión más honda entre los esposos: «Habláis mucho de eso, por supuesto…» Para su gran sorpresa, Jean-Claude respondió que no, que no hablaban mucho. Había informado a Florence de la dolencia, dramatizando lo menos posible, y habían acordado actuar como si no pasara nada, para no ensombrecer el ambiente de la casa. Ella le había propuesto acompañarle a París, donde le atendía el profesor Schwartzenberg (lo cual también asombró a Luc: no pensaba que aquel médico tan célebre atendiese todavía a enfermos, en el supuesto de que alguna vez lo hubiese hecho), pero Jean-Claude se había negado. El cáncer lo padecía él, lo combatía él solo, sin molestar a nadie. Él lo asumía y ella respetaba su decisión.
5
La enfermedad y su tratamiento le agotaban. Ya no iba a trabajar todos los días. Florence levantaba a los niños, les decía que no hicieran ruido porque papá estaba fatigado. Después de llevarles a la escuela, iba a tomar un café a casa de otra madre de alumnos, iba a su curso de baile o de yoga, iba a hacer compras. Solo en casa, Jean-Claude se pasaba el día en su cama húmeda, con la colcha subida hasta más arriba de la cabeza. Siempre había transpirado mucho, pero ahora había que cambiarle de sábanas todos los días. Bañado en un sudor malsano, dormitaba, leía sin comprender el texto, aturdido. Era como en Clairvaux, el año en que se había refugiado allí después del fracaso en el liceo du Parc: el mismo torpor gris, recorrido de escalofríos.
No obstante la declaración de amistad con que se habían despedido, no había vuelto a hablar con Corinne desde el catastrófico viaje a Roma. En cuanto Florence salía, él daba vueltas alrededor del teléfono, marcaba el número de Corinne y colgaba apenas descolgaba ella, tanto miedo tenía de que le llamase importuno. Se quedó asombrado, el día en que se atrevió a hablar, de notarla contenta de oírle. Ella vivía un periodo de gran desasosiego: dificultades profesionales, aventuras sin futuro. Su soledad, sus hijas, su inquieta disponibilidad asustaban a los hombres, y ya había sufrido suficientes groserías de ellos para dispensar una buena acogida a aquel doctor Romand que era tan triste, tan torpe, pero que la trataba como a una reina. Empezó a contarle sus desengaños y sus resentimientos. Él la escuchaba, la reconfortaba. En el fondo, decía, más allá de las apariencias, ella y él se parecían mucho. Ella era su hermanita. Él volvió a París en diciembre y todo volvió a empezar: las cenas, las salidas, los regalos y, después de Año Nuevo, cinco días de enamorados en Leningrado.
Ese viaje, que estimuló mucho la imaginación al principio de las pesquisas policiales, lo organizaba el Quotidien du médecin , revista a la que estaba suscrito. Había, si uno las buscaba, decenas de fórmulas para pasar algunos días en Rusia, pero no se le pasó por la cabeza la idea de hacerlo de una forma distinta que con un grupo de médicos, muchos de los cuales se conocían entre ellos, mientras que él no conocía a nadie. A Corinne esto la extrañaba, así como el cuidado que él ponía en evitar a sus compañeros de viaje, cortar en seco las conversaciones y mantenerse aparte. Ella, en cambio, hubiese estado dispuesta a hacer amistades. Si le parecían tan poco frecuentables o si, como ella pensaba, Jean-Claude temía los chismes que hubieran podido llegar a oídos de Florence, ¿por qué había ido con ellos? Decididamente, la exasperaba. Al cabo de tres días, ella le largó el mismo discurso que en Roma: se habían equivocado, valía más que quedaran como amigos, como un hermano mayor y su hermanita. Lloraron de nuevo y, en el avión de vuelta, él le dijo que de todos modos padecía un cáncer. Pronto estaría muerto.
¿Qué responder a eso? Corinne estaba muy molesta. Él le suplicó que, si ella le guardaba un poco de ternura, le telefonease de vez en cuando, pero no a su casa: al buzón de voz. Su código secreto sería: 222 para decir «pienso en ti, pero no es nada urgente», 221 para «llámame» y 111 para «te quiero». (Tenía un código parecido con Florence, que dejaba en la mensajería un número del 1 al 9 según el grado de urgencia de la llamada.) Con prisa por acabar, Corinne anotó las cifras y prometió utilizarlas. Jean-Claude llevó chapkas [4] a sus hijos y muñecas rusas a su ahijada.
6
Esta segunda oportunidad fallida le sumió de nuevo en la rutina y la desesperación. Para explicar su presencia en casa, Florence había hablado del cáncer a la mayoría de sus amigos, pero pidiéndoles que no lo revelaran, de forma que cada uno pensaba que era el único en saberlo. Rodeaban a Jean-Claude de una solicitud discreta y una jovialidad forzada.
En una cena en casa de los Ladmiral, Rémi, que había ido a París a ver a sus hijas, dio noticias de su ex mujer. Siempre inestable, se había columpiado entre dos hombres para rehacer su vida: uno afable, que era algo así como cardiólogo, un tío muy bueno en su especialidad, pero no muy divertido, y otro claramente más avispado, un dentista parisino que no se dejaba manejar como un títere. Rémi, sin conocerle, habría sido más bien partidario del primero, juzgando que Corinne tenía necesidad de equilibrio y de protección, pero por desgracia ella prefería el amor duro y había escogido al segundo. Luc recuerda que la cara de Jean-Claude al oír aquello daba realmente pena.
Como había prometido, Corinne telefoneaba algunas veces y, para mostrarle la confianza que le tenía, le contaba sus relaciones apasionadas con el dentista que no se dejaba manejar fácilmente. Él la hacía sufrir pero era algo más fuerte que ella, lo llevaba en la piel. Jean-Claude asentía con voz apagada. Tosía, explicaba que el linfoma reducía sus defensas inmunitarias.
Un día ella le pidió consejo. Habían vendido la consulta que poseía con Rémi en Ginebra. Su parte, que acababa de cobrar, ascendía a novecientos mil francos. Pensaba reinvertirlos en una nueva consulta, seguramente asociarse con alguien, pero prefería no precipitarse y, antes que dejar ese dinero en una cuenta corriente, quería colocarlo. Los SICAV que tenía rentaban muy poco. ¿Al hermano mayor se le ocurría una idea? Pues claro, tenía una: UOB, Quai des Bergues, Ginebra, 18% anual. Jean-Claude tomó el avión a París y acompañó a Corinne a la sede de su banco, de donde retiró los novecientos mil francos en metálico; luego volvió a subir al avión, como en las películas, con un maletín cargado de billetes. Ningún recibo, ningún rastro. Se acuerda de haber comentado: «Si me ocurriese algo, todo este dinero se perdería.» A lo que ella habría contestado tiernamente: «Si te ocurriese algo, no sería el dinero lo que yo lamentaría.»
Era la primera vez que él engañaba no a personas mayores de su familia, ansiosas tan sólo de que su capital fructificara para sus herederos, sino a una mujer joven y resuelta que necesitaba el suyo y confiaba en recuperarlo enseguida. Había insistido sobre el particular para estar segura de que podría retirarlo cuando quisiera, y él se lo había garantizado. Ahora bien, estaba acorralado. De la mina que le había entregado su suegra ya no quedaba nada. Los dos últimos años, sus gastos se habían multiplicado. En Prévessin se había puesto a la altura del tren de vida de la gente de su medio, y pagaba ocho mil francos de alquiler, se había comprado un Range Rover de doscientos mil y arruinado en París entre grandes hoteles, cenas elegantes y regalos para Corinne. Para continuar aquellos dispendios necesitaba ese dinero que, apenas llegó a su casa, fue a repartir en tres cuentas: la del BNP en Ferney-Voltaire, la de Lons-le-Saunier y la de Ginebra. El director de la sucursal de Ferney, sin atreverse a hacerle preguntas sobre sus fuentes de ingresos, veía con asombro aquellas remesas irregulares. Le había telefoneado en varias ocasiones para proponerle inversiones, fórmulas de gestión más racionales. Jean-Claude se escabullía. Temía más que nada la inhabilitación bancaria, que, una vez más, había rozado. Pero sabía que no había obtenido más que una prórroga y que, al poner las manos en el dinero de Corinne, hacía inevitable la catástrofe.
Emmanuel Carrère
El adversario
Anagrama, Barcelona, 2000, pp. 87-101
No hay comentarios:
Publicar un comentario