Emmanuel Carrère
SABÍA
En la autopsia se hallaron 0,20 gramos de alcohol en la sangre de Florence, lo que implica que, si tuvo una noche completa de sueño, se habría dormido en un estado casi de embriaguez. Ahora bien, ella no bebía nunca: como mucho un vaso de vino en las comidas, y sólo en las grandes ocasiones. Cabe imaginar una disputa que empieza con estas palabras: «Sé que me mientes.» Él se escabulle, ella insiste: ¿por qué le ha dicho que votó en contra de la destitución del director? ¿Por qué no figura en el anuario de la OMS? La conversación se vuelve tormentosa, ella bebe un trago para calmarse y después otro y luego un tercero. Con la ayuda del alcohol, al que no está acostumbrada, acaba durmiéndose. Él permanece despierto, pasa la noche preguntándose cómo salir del atolladero y, por la mañana, le aplasta el cráneo a Florence.
Cuando le sugieren esta secuencia, responde:
—Si hubiera habido una pelea conyugal, ¿por qué ocultarla? No me sentiría menos culpable, pero sería una explicación…, sería quizá más aceptable… No puedo asegurar que no se produjo una discusión, pero no me acuerdo. Me acuerdo de las demás escenas de asesinato, que son igualmente horribles, pero no de ésa. Soy incapaz de decir lo que pasó entre el momento en que consolaba a Florence en el sofá y el momento en que me desperté con el rodillo de repostería manchado de sangre en las manos.
La acusación pretendía que él lo había comprado la víspera en el supermercado; él dice que anduvo buscando por el cuarto donde los niños lo habían usado para aplanar pasta de modelar. Después de haberlo utilizado, lo lavó concienzudamente en el cuarto de baño para que no quedase ninguna huella de sangre visible a primera vista, y lo volvió a colocar en su sitio.
Sonó el teléfono. Lo descolgó en el cuarto de baño. Era una amiga, psicóloga en Prévessin, que quería saber si Florence amenizaría con ella la misa del catecismo la noche de ese sábado. Él le contestó que no, que probablemente no, porque tenían pensado pasar la noche en casa de sus padres en el Jura. Se disculpó por hablarle en voz baja: los niños dormían y Florence también. Se brindó a despertarla si era algo urgente, pero la psicóloga dijo que no se molestara: se ocuparía de la misa ella sola.
El timbre había despertado a los niños, que irrumpieron en el cuarto de baño. Siempre les costaba menos levantarse los días en que no tenían clase. A ellos también les dijo que mamá seguía durmiendo y los tres bajaron al salón. Puso en marcha el vídeo de Los tres cerditos , preparó cuencos de choco-pops con leche. Se acomodaron en el sofá para ver la película de dibujos animados mientras tomaban los cereales, y Jean-Claude con ellos.
—Sabía, después de haber matado a Florence, que también iba a matar a Antoine y a Caroline, y que aquel momento, delante de la televisión, era el último que pasábamos juntos. Les hice mimos.
Debí de decirles palabras tiernas, como: «Os quiero.» Lo hacía a menudo, y ellos correspondían muchas veces con dibujos. Incluso Antoine, que todavía no escribía bien, sabía escribir: «Te quiero.»
Un silencio muy largo. La presidenta, con la voz alterada, propuso una suspensión de cinco minutos, pero Romand negó con la cabeza, se le oyó tragar saliva antes de continuar:
—Estuvimos así como una media hora… Caroline vio que yo tenía frío y quiso subir a buscar mi bata… Yo dije que a ellos les notaba calientes, que quizá tuviesen fiebre, y que iba a ponerles el termómetro. Caroline subió conmigo y la hice tumbarse en la cama… Fui a buscar la carabina…
Emmanuel Carrère
El adversario
Anagrama, Barcelona, 2000, p. 124-126
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