Emmanuel Carrère
LOS PADRES
Acostumbrado a que el labrador de sus padres le manchase la ropa con sus cabriolas de recibimiento, se puso una chaqueta vieja y unos tejanos, pero colgó en la percha del coche un traje de calle en previsión de la cena en París. Metió en su bolsa una camisa de repuesto y su neceser de aseo.
No se acuerda del trayecto.
Se acuerda de que aparcó delante de la estatua de la Virgen que su padre cuidaba y adornaba con flores todas las semanas. Vuelve a ver a su padre abriendo el pórtico. Después no tiene más imágenes hasta el momento de su muerte.
Sabe que comieron los tres juntos. Había cubiertos encima de la mesa cuando el tío Claude entró en la casa, dos días después, y la autopsia reveló que los estómagos de Aimé y Anne-Marie estaban llenos. ¿Comió Jean-Claude? ¿Insistió su madre en que comiera? ¿De qué hablaron?
Había hecho subir a sus hijos al piso de arriba, por turnos, uno después de otro, e hizo lo mismo con sus padres. Primero el padre, a quien condujo a su cuarto antiguo so pretexto de examinar con él una manga de ventilación que despedía malos olores. A no ser que lo hubiese hecho al llegar, debió de subir la escalera con la carabina en la mano. El armero no estaba arriba, y quizás anunció que iba a tirar al blanco desde la ventana que daba al jardín; lo más probable es que no dijese nada. ¿Por qué Aimé Romand habría de alarmarse al ver a su hijo transportar la carabina que había ido a comprar con él el día en que cumplió dieciséis años? El anciano, que no podía encorvarse debido a problemas lumbares, debió de arrodillarse para mostrarle la manga defectuosa, a la altura del zócalo. Entonces recibió las dos balas en la espalda. Cayó hacia delante. Su hijo le cubrió con una colcha de pana de canutillo, de color poso de vino, la misma que estaba allí desde su infancia.
Acto seguido fue en busca de su madre. Ella no había oído los disparos, hechos con silenciador.La hizo subir al salón que no usaban. Ella fue la única que recibió los balazos de frente. Él debió de intentar, enseñándole algo, que le diera la espalda. ¿Se dio la vuelta antes de lo previsto para ver a su hijo apuntar con el arma hacia ella? ¿Dijo: «Jean-Claude, ¿qué me pasa?», o dijo: «¿Qué te pasa?», tal como él recordaba durante uno de los interrogatorios, para más tarde decir que no se acordaba ya y que lo sabía únicamente por el sumario? De la misma manera insegura, al tratar, como nosotros, de reconstruir los hechos, dijo que la madre, al caer, había perdido su dentadura postiza, y que él se la puso antes de taparla con una colcha verde.
El perro, que había subido con la madre, corría de un cuerpo al otro sin comprender, lanzando pequeños gemidos. «Pensé que Caroline tenía que tenerlo a su lado», dijo. «Ella le adoraba.» Él también adoraba al animal, hasta el punto de llevar su foto permanentemente en la cartera. Tras haberlo abatido, lo cubrió con un edredón azul.
Bajó a la planta baja con la carabina, la lavó con agua fría, porque la sangre se quita mejor con agua fría, y luego la colocó en el armero. Se quitó los tejanos y la chaqueta vieja y se puso el traje, pero no se cambió de camisa: transpiraba, sería mejor cambiársela al llegar a París. Telefoneó a Corinne y quedaron en verse en la iglesia de Auteuil, adonde ella llevaría a sus hijas para la misa de consagración de medallas. Cerró cuidadosamente la casa y emprendió el viaje por carretera hacia las dos de la tarde.
—Al marcharme de Clairvaux, hice lo que solía hacer siempre: me volví para mirar el pórtico y la casa. Lo hacía siempre porque mis padres eran mayores y estaban enfermos, y me decía que quizá fuese la última vez que les veía.
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