Emmanuel Carrère
DÉA
El otoño anterior, Déa estaba muriéndose de sida. No era una amiga íntima, sino una de las mejores amigas de una de nuestras mejores amigas, Elisabeth. Era una mujer hermosa, de una belleza un poco inquietante que la enfermedad había acentuado, con una melena leonada de la que estaba orgullosa. Hacia el final se volvió muy piadosa y había dispuesto en su casa una especie de altar con iconos iluminados por velas. Una noche, una vela prendió fuego a sus cabellos y Déa ardió como una antorcha. La trasladaron a la unidad de quemados graves del Hospital de Saint-Louis. Eran quemaduras de tercer grado que afectaban a la mitad del cuerpo: no iba a morirse de sida, eso era quizá lo que ella quería. Pero no murió enseguida, sino que duró casi una semana durante la cual Elisabeth fue a verla todos los días: bueno, a ver lo que quedaba de Déa. Elisabeth pasaba después por nuestra casa, a beber y hablar. Decía que en cierto modo la unidad de quemados era algo hermoso. Hay velos blancos, gasa, silencio, se diría el castillo de la Bella Durmiente. De Déa sólo se veía una forma envuelta en vendajes blancos, y si hubiese estado muerta habría sido casi apaciguador. Lo terrible era que aún vivía. Los médicos aseguraban que no estaba consciente, y Elisabeth, que es absolutamente atea, se pasaba la noche rezando para que fuese verdad. Yo, por esa época, había llegado al momento de la biografía de Dick en que escribe esa novela espeluznante que se titula Ubik y se imagina lo que ocurre en los cerebros de personas conservadas en criogenio: jirones de pensamientos a la deriva, huidos de almacenes de memoria saqueados, roedura obstinada de la entropía, cortocircuitos que provocan chispas de lucidez pánica, todo lo que oculta la línea apacible y regular de un encefalograma casi plano. Yo fumaba y bebía demasiado, tenía continuamente la impresión de que me iba a despertar sobresaltado. Una noche esto se hizo insoportable. Me levantaba, volvía a acostarme junto a Anne dormida, me daba la vuelta, con todos los músculos en tensión, los nervios de punta, no creo haber experimentado en toda mi vida una sensación semejante de malestar físico y moral (y malestar es una palabra débil); sentía ascender en mi interior y reventar, dispuesto a sumergirme, el pavor innombrable del enterrado vivo. Al cabo de varias horas, todo se desató de golpe. Todo se volvió fluido, libre, y me percaté de que lloraba, con gruesas lágrimas calientes, y era de alegría. Nunca había sufrido tal sensación de malestar, nunca he sentido una sensación de liberación semejante. Permanecí un momento, sin comprender, bañado en aquella especie de éxtasis amniótico, y luego comprendí. Miré la hora. Por la mañana llamé a Elisabeth. Sí, Déa había muerto. Sí, un poco antes de las cuatro de la madrugada.
Emmanuel Carrère
El adversario
Anagrama, Barcelona, 2000, pp. 25-26
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