Cuando ya había olvidado por completo lo que estaba buscando, una mujer alta, de algo más de veinte años, salió de una de las tiendas oscuras para abrir las verjas. Llevaba un vestido de brocado multicolor sorprendentemente rico y andrajoso a la vez, y cuando la observé, el sol iluminó un desgarrón en la tela, justo debajo de la cintura, dando una palidez dorada a aquella zona de la piel.
No puedo explicar el deseo que experimenté por ella, entonces y después. De todas las mujeres que he conocido, ella fue, quizás, la menos hermosa… menos graciosa y voluptuosa que la que más he amado, mucho menos regia que Thecla. Era de altura media, nariz corta, pómulos anchos y de ojos pardos y rasgados. La vi abrir la verja, y la amé con un amor mortal y a la vez irresponsable.
Por supuesto, me acerqué a ella. No podría haberme resistido a aquel extraño encanto más de lo que hubiera resistido la ciega codicia de Urth, si hubiera caído de un acantilado. No sabía qué decirle y me aterraba la idea de que retrocediera ante mi espada y mi apa fulígena. Pero sonrió y hasta pareció admirar mi apariencia. Al cabo de un momento, en el que no dije nada, me preguntó qué quería; le pregunté si sabía dónde podría comprar un manto.
—Por favor, si lo desea.
Alzó el borde y frotó suavemente la tela entre las palmas.
—Nunca vi un negro semejante… es tan oscuro que apenas si se alcanzan a ver los pliegues. Parece como si mi mano desapareciera. Y la espada. ¿Es eso un ópalo?
—¿Quiere examinarla también?
—No, no. En absoluto. Pero si realmente necesita un manto… —Hizo un ademán señalando el escaparate y vi que estaba lleno de ropas usadas de toda clase: jelabes, capotes, batas, cimares—. Muy barato. Verdaderamente razonable. Si entra, estoy segura de que encontrará lo que busca. —Entré por una puerta que hizo sonar una campanilla, pero la joven no me siguió como yo había esperado.
El interior estaba en penumbra, pero no bien hube mirado a mi alrededor, entendí por qué a la mujer no la había perturbado mi apariencia. El hombre que estaba tras el mostrador era más horripilante que cualquier torturador. La cara era casi una calavera, una cara con los ojos encajados en dos órbitas profundas, mejillas hundidas, y boca sin labios. Si no se hubiera movido o hablado, yo no habría creído en absoluto que estuviera vivo, ya que parecía un cadáver de pie detrás del mostrador, que cumplía allí el mórbido deseo de algún antiguo propietario.
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