sábado, 17 de octubre de 2020

Casa de citas / Emmanuel Carrère / Los tres cerditos

 

Anna y Elena Balbusso


Emmanuel Carrère

LOS TRES CERDITOS


Disponemos de dos elementos para reconstruir el resto de ese día.
 El primero es un vídeo que puso en marcha en el magnetoscopio, en lugar de Los tres cerditos .
    Durante ciento ochenta minutos, grabó encima fragmentos de programas emitidos por la decena de cadenas que captaba por vía satélite: variedades y deportes, lo habitual de una tarde televisiva de domingo, pero cortados por un zapping frenético, un segundo en una cadena, dos segundos en otra.
    El conjunto constituye un caos tétrico e insoportable que los investigadores, sin embargo, se obligaron a ver. Llevaron su celo hasta el extremo de identificar cada una de las micro secuencias y, viendo los programas de cada una de las cadenas emisoras, establecer la hora exacta de la grabación. De ello se deduce que permaneció sentado en el sofá, jugando con el mando a distancia, desde las 13.10 a las 16.10, pero también que, cuando empezó a grabar, el vídeo estaba en la mitad de su metraje. Al llegar al final, tuvo buen cuidado de rebobinarlo y grabar encima de toda la primera parte, zappineando, lo que parece indicar que quería borrar una grabación anterior. Como dijo que no se acordaba de nada a ese respecto, sólo podemos hacer conjeturas. La más probable es que se tratase de imágenes de Florence y los niños: vacaciones, cumpleaños, felicidad familiar. No obstante, durante un interrogatorio referente a sus compras en los sex-shops y los vídeos pornográficos que veía a veces, según él, con su mujer, añade que incluso alguna vez había filmado con su propia cámara los retozos sexuales de ellos mismos. No queda rastro de la cinta, si es que existió alguna vez, y el juez se preguntó si no serían estas imágenes las que había destruido tan metódicamente el último día. Él dice que no, no lo cree.
    Por otra parte, las relaciones detalladas de France Telecom muestran que entre las 16.13 y las 18.49 llamó nueve veces al número de Corinne. La duración de estas llamadas, iguales y breves, confirma que se limitó a escuchar nueve veces seguidas la voz grabada del contestador. La décima vez, ella descolgó y hablaron trece minutos. Los recuerdos de ambos sobre esta conversación coinciden. Ella había pasado un día espantoso, estaba muy trastornada, le dolían todavía las quemaduras, y él simpatizaba, comprendía, se disculpaba, hablaba de su propio estado depresivo. En atención a este estado y a su enfermedad, ella no quería denunciarle a la policía, como habría hecho, recalcaba, cualquier persona sensata, pero era necesario que él viese urgentemente a alguien, que hablase con Kouchner o con quien quisiera, y sobre todo que cumpliera su promesa de ir a sacar, a la mañana siguiente, su dinero del banco. Él juró que iría en cuanto abrieran.
    No había subido al piso de arriba desde su regreso, pero sabía lo que vería allí. Había extendido meticulosamente los edredones, pero sabía lo que había debajo. Al caer la noche, comprendió que la hora de morir, tanto tiempo postergada, había llegado. Dijo que había comenzado los preparativos acto seguido, pero se equivoca: se demoró aún un rato. Hasta antes de medianoche, y más bien, según el peritaje, hasta eso de las tres de la mañana, no esparció el contenido de los bidones que había comprado y llenado de gasolina en el supermercado Continente, primero por el desván, luego sobre los niños, sobre Florence y por la escalera. Más tarde se desvistió y se puso el pijama. Un poco antes de las cuatro prendió fuego primero al desván, luego a la escalera, por último al cuarto de los niños, y entró en el suyo. Habría sido más seguro tomar los barbitúricos de antemano, pero debió de olvidarlos o perderlos, porque echó mano de un frasco de Nembutal que guardaba desde hacía diez años en el fondo del botiquín. En aquella época había pensado servirse del fármaco para dulcificar la agonía de uno de sus perros, pero no había sido necesario. Más tarde había pensado en tirar el frasco, porque la fecha de caducidad estaba sobrepasada con creces. Debió de pensar que de todos modos surtiría efecto y, mientras los basureros que habían advertido el incendio del tejado, durante su ronda matutina, empezaban a tamborilear abajo, él ingirió una veintena de cápsulas. Los plomos saltaron, el humo comenzaba a invadir la habitación. Empujó algunas prendas de vestir contra la parte inferior de la puerta, para aislarla, y luego quiso tumbarse al lado de Florence, quien, bajo el edredón, parecía dormida. Pero veía mal, le picaban los ojos, todavía no había prendido el fuego en la alcoba y los bomberos, cuya sirena asegura no haber oído, habían llegado ya. Como no conseguía respirar, se arrastró hasta la ventana y la abrió. Los bomberos oyeron crujir el postigo. Desplegaron su escalera para socorrerle. Él perdió el conocimiento.

Emmanuel Carrère
El adversario
Anagrama, Barcelona, 2000, p. 136-138

No hay comentarios: