Ismaíl Kadaré
El palacio de los sueños
(fragmento)
Todas estas especulaciones extenuaban el cerebro de Mark-Alem. Más obsesionantes, sin embargo, eran aquellos días interminables y carentes de color en que no se hablaba de nada ni sucedía nada, y él se veía obligado a trabajar inclinado sobre el expediente, pasando de un sueño a otro sueño, como a través de la bruma, que en ocasiones parecía disiparse, pero que en general era opaca y cargada de tristeza.
Era viernes. Los encargados del Sueño Maestro debían desempeñar aquel día una actividad febril. Sin lugar a dudas, el Sueño Maestro habría sido escogido ya y se dispondrían a llevarlo al Palacio del Soberano.
Afuera, la carroza con el emblema imperial esperaba hacía tiempo, rodeada de guardias. El Suprasueño partiría, pero incluso después de su marcha el departamento continuaría presa de la ansiedad, o al menos de la curiosidad por saber cómo sería acogido el sueño en el Palacio del Sultán. Habitualmente el eco les llegaba al día siguiente: el Badijá había quedado satisfecho, o bien el Badijá no había dicho nada y, en ocasiones incluso el Badijá se mostraba descontento. Pero esto último sucedía rara vez, muy rara vez.
De cualquier manera, los días en ese departamento eran más animados y discurrían de modo distinto. La semana pasaba con rapidez cuando se esperaba la llegada del viernes. Pero el resto del tiempo era tedioso, monótono, gris.
Y si embargo, pensó Mark-Alem, todos soñaban con ser transferidos a Interpretación. ¡Si supieran cómo se arrastran las horas aquí! Y para colmo, aquella angustia permanente flotando por doquier (desde que habían encendido las estufas, Mark-Alem tenía la sensación de que la angustia olía a carbón).
Se inclinó sobre el cartapacio y prosiguió la lectura. Ya se había familiarizado en cierta medida con el trabajo y lograba encontrar con mayor facilidad una interpretación para los sueños. En pocos días daría fin a su primer expediente. No le quedaban más que unas cuantas hojas. Leyó algunos sueños fastidiosos que hablaban de agua sucia, negra, de un gallo enfermo que se había hundido en el cieno y de un reumatismo escapado del cuerpo de un asistente a una cena de infieles. Qué escoria, se dijo y soltó la pluma. Era como si el desperdicio hubiera quedado para el final. Su mente se trasladó de nuevo a las salas de los encargados del Sueño Maestro, tal como se evoca, en un ambiente en particular aburrido, la casa en que se llevan a cabo los preparativos para una boda. No había visto nunca aquellas salas, ni siquiera tenía idea de en qué ala del Palacio se encontraban aunque tuviera la convicción de que, contrariamente a las demás, dispondrían de grandes ventanales hasta el techo, por los que penetraría una iluminación solemne, ennobleciendo a las personas y a las cosas.
Bueno, murmuró para sí Mark-Alem y volvió a alzar la pluma. Se propuso trabajar sin interrupción hasta que sonara la campanilla anunciadora del final de la jornada. Le habían quedado dos hojas para terminar la interpretación del contenido total del expediente. Lo mejor sería leerlas y desembarazarse de aquella entrega de una vez por todas.
El ruido de los empleados abandonando las mesas y dirigiéndose a la salida lo rodeaba por todas partes. Poco después, cuando se restableció por fin la calma, sólo quedaban en la sala quienes habían decidido trabajar fuera de horario. Mark-Alem sintió que lo poseía el vacío dejado por los funcionarios al marcharse. Era el mismo vacío que había experimentado cuantas veces se quedaba después de finalizada la jornada normal, pero ¿qué iba a hacer para evitarlo? Era aconsejable hacer de vez en cuando horas extraordinarias por propia iniciativa, aparte de los casos de permanencia obligada. Se había resignado ya a perder aquella tarde. Hizo una profunda inspiración, un suspiro en realidad, y comenzó a leer una de las dos hojas. Vaya, se dijo cuando hubo leído el primer renglón. ¿Dónde había visto antes aquel sueño? Un terreno abandonado lleno de basuras junto a un puente y un instrumento musical… Estuvo a punto de lanzar un grito de sorpresa. Era la primera vez que se tropezaba con un sueño que hubiera pasado por sus manos cuando trabajaba en Selección. Se alegró como si encontrara a un viejo conocido, volvió la cabeza a ambos lados con el deseo de compartir con alguien aquella coincidencia, pero eran muy escasas las personas que quedaban en la sala y el más próximo se encontraba al menos a diez pasos.
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