Todo libro es la biografía de una imagen
Entre 2001 y 2003 viví en Chicago, donde mis largas jornadas laborales me impedían leer todo lo que me habría gustado. Aunque en mis viajes en metro, camino del instituto en el que daba clase de español y de vuelta a casa, siempre conseguía avanzar en mis lecturas, tenía la sensación de que algo se me estaba escapando. Pese a ello y pese a comprar libros con bastante frecuencia, los sábados solía ir al Instituto Cervantes para leer la prensa y para llevarme luego novelas, poemarios y ensayos que nunca solía terminar antes de devolverlos. Me aprovechaba de la circunstancia de ser amigo de la bibliotecaria y hacía acopio de un número disparatado de libros, superior al permitido. A menudo los ponía sobre la mesilla, ya en casa, y los miraba en silencio, esperando algo aunque sin saber exactamente qué. Hasta que un día me animé a fotografiar uno, quizás para tener un recordatorio de él cuando lo hubiese devuelto. Era una novela de Rosa Chacel que ni siquiera había comenzado a leer y que al verla en la foto me resultó tan familiar que casi creí haberla leído pese a estar seguro de no haberlo hecho. Fue entonces cuando comenzó algo sobre lo cual guardo el recuerdo borroso de los sueños y que, sin embargo, sucedió de verdad. Se trataba de algo similar a lo que les sucede a los detectives, a quienes se les encarga buscar lo que ya no está, lo que ya no se puede ver. De algún modo, fui en busca del lector que yo mismo había sido antes de llegar a Chicago. Mientras avanzaba haciendo fotografías de los libros que difícilmente podría leer, también iba hacia atrás en busca del lector que antes difícilmente habría fotografiado un libro. Cuando ambas personas, el lector y el espectador, se encontrasen, llegaría al final de mi particular investigación y haría un descubrimiento, sobre mí pero también sobre otras muchas cosas.
Mientras leía Un puñado de flechasrecordé lo anterior. Recordé lo anterior porque María Gainza actúa al mismo tiempo como una viajera y una detective, consciente de que lo importante de los libros siempre sucede en el medio, en ese territorio todavía sin conclusiones y teorías. Hacia el final, en un magnífico epílogo, reconoce el placer de la escritura, no en los libros donde desemboca, sino en el escritura misma, no en escribir para algo sino en hacerlo por el propio placer de escribir. Por eso en varios relatos se propone investigar sobre el paradero de cuadros robados a sabiendas de estar entrando en un terreno pantanoso del cual seguramente saldrá con las manos vacías. No habrá ni moraleja ni relato cerrado. Pero en esa indefinición, en ese arrojo, en esa valentía, es donde María Gainza obtiene su poción mágica, su fortaleza como escritora. Cuando la increíble crítica de arte retrocede y la escritora avanza, no deseamos que se produzca una simbiosis entre ambas, tan solo que se crucen en algún momento y que luego cada cual siga su camino. En ese encuentro es donde se decide todo. A veces, no obstante, el encuentro no se produce y queda pendiente, a una o dos frases que no llegan a escribirse, ocultas en una elipsis perfecta que solo le resultará insinuante a quien haya leído con atención hasta ese precipicio del lenguaje.
Un puñado de flechas toma desde el comienzo caminos inopinados, ajenos a lo que se espera de una novela o un libro de relatos al uso. Y a veces provoca la sensación de que, en lugar de leerlo, uno está viéndolo. Eso, sin embargo, es marca de la casa desde El nervio óptico, un libro sobre imágenes, en cuyas páginas la autora reconocía ir a los museos como la gente va a los refugios antiaéreos durante los bombardeos. Un libro donde a los dos últimos cuadros de Franz Hals no se los trataría como una continuación estilística de su obra, de pincelada prolongada y muy suelta, sino como una súplica del pintor holandés ante los miembros del tribunal que debía decidir si aquel año, al final de su vida, iba a recibir o no leña para calentar su casa y no morir en lo más crudo del invierno. Se trata de un libro de aliento muy cercano a John Berger, en el cual incluso las obras maestras tienen un tamaño discreto y nunca exceden las posibilidades de un buen relato. En sus páginas se sugiere en varias ocasiones que —a diferencia de las fotografías, cuya luz se apaga cuando sabemos que muestran a un muerto— en los cuadros la cercanía de la muerte siempre enciende la luz de sus colores. Así, a la genial coleccionista Isabella Stewart Gardner la vemos, tras varios abortos y después de haber perdido a su único hijo con dos años, centrada en comprar los cuadros que ahora se pueden visitar en el museo que tiene su nombre en Boston. Ella creía que eran «lo único que nadie podrá arrebatarme nunca» y durante su vida no se equivocó. Fue 66 años después cuando, haciéndose pasar por policías, dos ladrones se llevaron trece de las 7.500 obras que hay en el museo. Desaparecieron, entre otros, un Vermeer, tres Rembrandt, un Manet y cinco Degas. Llevan 34 años en paradero desconocido, pese a que el FBI contrató los servicios de un experto en recuperar obras de arte robadas, con quien entró en contacto María Gainza o al menos la narradora argentina que nos cuenta una de las historias del libro. Ese experto ya tenía 60 años en el momento del robo, pero aun así se hizo cargo de la investigación, algo que a nuestra cicerone narrativa le llama profundamente la atención. Al experto en recuperar obras de arte, un tal Harold, le interesa saber qué fue de las obras sustraídas; a la narradora le interesa saber qué mueve realmente al tal Harold, porque no puede ser ni el dinero ni la gloria. Las obras no se recuperan nunca, al menos hasta el momento presente; el tal Harold iba en su busca porque expandían las facultades humanas, nos hacían más fuertes ante la adversidad, ante el frío del invierno, ante la muerte. Él muere y, en un giro de 180 grados, lo único que queda tras todas las pérdidas son las palabras de nuestra narradora, extraviada, confundida, sola… o quizás ya no tanto.
Yo mismo, aquella temporada en que viví en Chicago, continué con mis visitas periódicas al Instituto Cervantes, dejándome llevar por un afán misterioso y, sin embargo, constante. De esa manera, dividí la biblioteca en mi cabeza y cada fin de semana sacaba libros solo de una de sus secciones, que no abandonaba en las semanas siguientes hasta haber seleccionado en ella cuanto me interesaba. A esas alturas fotografiaba todos los libros, colocando al lado de cada uno fotos de otros libros que había fotografiado antes. Para mí, era una escenificación de la lectura con la que suplía la lectura en sí. Las fotografías no eran simples imágenes, eran amalgamas, fotos de fotos de libros apilados, unos reales y otros fotografiados con anterioridad, confundiéndose unos y otros en un montaje íntimo y secreto. A cualquiera lo que a mí me parecía lógico, le habría parecido caótico si no se lo explicaba. Había inaugurado una nueva modalidad de lectura porque ya todos los libros estaban alojados en mi cabeza a través de mi mirada y porque podía contar sus argumentos de manera minuciosa, relatando simplemente qué me había empujado a seleccionarlos en la biblioteca, a fotografiarlos de una manera particular en casa, y por encima de todo a superponerlos luego, convertidos en imágenes, a nuevos libros poco antes de elegir el encuadre apropiado para capturarlos con mi Nikon F-301. No sé si puedo aclarar aquel proceso de forma un poco más precisa, y así no acabar siendo tomado por loco. Solo puedo decir que obedecí al carácter incitador de los libros. Fotografié sus portadas porque en ellas creí ver algo. Después las mezclé para ver si ese algo se articulaba y me hablaba. Mi diálogo, por desgracia, no puedo precisarlo con palabras, de él a lo sumo podría mostrar la evidencia de las imágenes, esperando que a otros también les hablasen aunque fuera para decirles cosas distintas. Charles Baudelaire pensaba que «la imaginación te habla entre las cosas, con su lenguaje secreto y sus intenciones ocultas». En Un puñado de flechas, María Gainza, a través de Leon Edel, nos recuerda que «las biografías trabajan con los misterios», que las imágenes trabajan con los misterios, que las palabras trabajan con los misterios. Sus relatos, en aparente dispersión, me recuerdan mucho al documental The Sweetest Sound (2001), en el que, cansado de que le llamen por las noches con órdenes y súplicas que no le van dirigidas a él sino a otro seguramente con su mismo nombre, el cineasta Alan Berliner decide convocar a todos los Alan Berliner del mundo, doce en total, para ver de qué manera el nombre que recibes de tus padres puede afectar a cuanto te suceda después en tu vida. María Gainza hace algo así en este libro, donde convoca a todas las María Gainza que hayan firmado relatos en los últimos años, para ver qué construyen esos relatos entre sí: ¿otra novela subterránea como la que había detrás de las historias recogidas en El nervio óptico?
Antonio López, enEl sol del membrillo(1992), intentaba pintar un cuadro al óleo. Quería representar un árbol tal como era, el problema es que cambiaba constantemente, obligándolo a empezar una y otra vez. Tras muchas semanas de esfuerzos infructuosos decidió hacer un dibujo a carboncillo porque le pareció una técnica más rápida, y ni así consiguió ser lo bastante rápido. El viento descolocaba las ramas del árbol que intentaba dibujar, y el otoño hacía que poco a poco perdiese sus hojas. Viendo aquella pugna absurda, es difícil entender que se hayan podido terminar tantas obras de arte. ¿A qué suplicios habrá sometido Antonio López a quienes ha retratado? ¿Qué suplicios habrá experimentado él mismo para dar por acabados sus paisajes y sus naturalezas muertas? ¿Serán esos también los suplicios que experimentó María Gainza para dar por terminado Un puñado de flechas? ¿Será Un puñado de flechas una novela acabada o tan solo un boceto, el acta de un fracaso?
Víctor Erice veía unos fogonazos en las ventanas de los edificios de los barrios por donde paseaba por las noches, mientras rodaba El sol del membrillo. Los producían los televisores encendidos, que creaban la extraña impresión de estar ante un árbol tecnológico, un árbol que desaparecía por las mañanas, justo cuando Antonio López regresaba al cuadro que nunca llegaría a terminar pero en el cual puso todo su empeño y toda su obstinación. En el fondo, sabemos que el fracaso de Antonio López fue el triunfo de Víctor Erice. Un cuadro que no vio la luz sirvió de fuente de inspiración para una gran película. De igual modo, sabemos que, aun considerando el libro de María Gainza un fracaso como novela, estamos ante una fascinante meditación en torno a los desafíos que conlleva escribir, sobre todo ahora, en la era de Internet, porque todavía es pronto para saber cuáles son sus límites (si es que los tiene) y porque, más que novelistas, ahora necesitamos aventureros que se arriesguen a fracasar y que nos demuestren sin miedo que quizás el arte no haya sido más que la crónica de un fracaso, intentar una cosa y conseguir otra, pretender ser novelista y acabar convertido en escritor a secas.
ZENDA
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