LITERATURA INFANTIL
Fue famosa la aversión de Borges por la literatura infantil. Hombre de otra época, era natural que la viera como una aberración, consecuencia deplorable de la expansión de la industria editorial y de la segmentación interesada de los mercados. Pudo tener otros motivos, el más patente, la formación de su gusto literario en la tradición inglesa, que fue la principal damnificada por la industria de lo infantil. Muchos clásicos ingleses parecían predestinados a la puerilización; Gulliver, Robinson Crusoe, Alicia, La isla del tesoro, Dickens, Wells, fueron objeto de criminales adaptaciones, simplificaciones, continuaciones, que
Hasta ahí Borges, o la reconstrucción hipotética de su rechazo. Podemos coincidir en que el pecado original de la literatura infantil, más industria que género, está en este corte y separación de los dominios de la infancia y la vida adulta. Razonando mi propia aversión a la literatura infantil, yo agregaría que lo que la hace subliteratura es que no inventa a su lector, operación definitoria de la genuina literatura, sino que lo da por inventado y concluido, con rasgos determinados por la sospechosa raza de los psicopedagogos: de 3 a 5 años, de 5 a 8, de 8 a 12, para preadolescentes, adolescentes, varones, niñas; sus intereses se dan por sabidos, sus reacciones están calculadas. Queda obstruida de entrada la gran libertad creativa de la literatura, que es en primer lugar la libertad de crear al lector, y hacerlo niño y adulto al mismo tiempo, hombre y mujer, uno y muchos.
A esta separación le adjudico una consecuencia que lamento especialmente: que la industria editorial haya reservado para el ramo infantil las mejores flores de ingenio e invención en el aspecto físico de los libros. Los de adultos, los que yo compro y leo (y ¡ay! escribo), son objetos convencionales y aburridos, siempre iguales, hojas y tapas; las innovaciones y sorpresas las encontraremos sólo en la sección infantil de las librerías, donde por supuesto no encontraremos nada que valga la pena leer. (No cuento los libros de arte, caros, pesados, incómodos, y también convencionales).
Ahí, desperdiciados en los niños, que tienen sus propios juguetes, están los juguetes que nos gustaría tener: libros acordeón, libros de tela, con ventanitas en las páginas, desplegables, transparentes, con ruido, transformables (como los que hizo el genial Lothar Meggendorfer), libros impresos con tinta invisible, libros origami, elásticos, y los maravillosos flip-books o folioscopios.
Alguien podrá decir que la literatura, la buena literatura, hace todo eso, y más, sin necesidad de recurrir a manipulaciones del papel o el cartón. Que esos trucos son «cosas de niños». De acuerdo. Pero eso quiere decir que los niños han quedado implícitos en la literatura, y que es su presencia como origen persistente lo que la hace buena literatura. La técnica puede dejar atrás su origen, el arte no. La literatura está brotando siempre de su fuente primigenia, la infancia, y toda separación es nefasta. El libro como objeto mágico es la prehistoria de la literatura, pero no deberíamos alejarnos de nuestra prehistoria. En la tarea de reintegrar el origen, un preliminar necesario es la reunificación de los estadios de la vida, o la devolución de la infancia al lector adulto, que es donde debe estar.
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