Antonio Muñoz Molina
LA PRISIONERA
En uno de los pasajes de más riqueza sonora de toda la novela, en el quinto volumen, La prisionera, el narrador invoca los ruidos y las voces que llegan desde la calle a su dormitorio en la primera hora de la mañana: las llamadas diversas de los vendedores ambulantes, que le hacen acordarse del canto gregoriano y del Pélleas de Debussy; los cascos de los caballos sobre el adoquinado, los martillazos de un artesano, el trotar de las pezuñas de las cabras de leche, el timbre lejano del tranvía; y todo ello, cada mañana, con grados diferentes de proximidad y nitidez, más amortiguado si la atmósfera está húmeda, más claro en el aire limpio y frío de las mañanas despejadas. Encerrado en su dormitorio, tras los cristales del balcón y el espesor de las cortinas, la conciencia todavía no despojada del sueño, el narrador percibe como una música los sonidos del mundo, cada uno distinto de los demás, y todos sin embargo organizados en una larga ondulación armónica que le hace pensar, más allá de Debussy, en los paisajes de Wagner, en cómo el canto de un pájaro en un bosque o la melodía simple de un pastor se dibujan contra el fondo sonoro de los árboles o del mar y al mismo tiempo se entretejen en él. “Wagner”, escribe Proust con ese fervor tan suyo, tan limpio de pedantería, “que ha hecho entrar en la música tantos ritmos de la naturaleza y de la vida, del reflujo del mar a los martillazos del zapatero, de los golpes del herrero al canto de los pájaros…”
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