Triunfo Arciniegas
Mujeres
Bogotá, 5 mayo de 2013
Mientras una mujer que adoré hace unos años me escribe para que nos veamos, tomarnos un café y tal vez restregarme su felicidad, otra me explica por correo que no está loca sino que le han pasado cosas locas. Extraño razonamiento.
No veo a ninguna, por supuesto.
Imagino que la primera todavía es bella y encantadora, pero no quiero escuchar el relato de su vida feliz con otro hombre. El privilegio de cruzarme en su vida ha sido doloroso. Temblaba al verla. Su olor me transportaba al paraíso. Era una adolescente cuando la conocí, con las piernas más bellas del universo.
La otra no es bella y sigue estrellándose contra las paredes. Me hiere, me dice las cosas que le pasan por la cabeza y luego me acusa con descabellados razonamientos si me alejo y evito a toda costa su presencia. Oscurece mi vida. Me acosa, me persigue a gritos como una vendedora de repollo en el mercado, me amenaza con desnudársele a otro, y al día siguiente me confiesa su amor o me reprocha que no acepte su amistad. No estoy obligado a ser su amigo. Maldigo el día en que la conocí. Acordándome de la frase de Capote, es una de las personas que borraría de mi vida con un soplete.
La una es luz que quema y una sola palabra suya trastornaría mi vida. Ella, una rana platanera, muerta de risa, me considera un murciélago. Amanecer con ella sería mortal. La otra es sombra y amargura. De todas maneras, ambas significan el desequilibrio, la perdición y el abismo.
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