June |
Anaïs Nin
JUNE
Diciembre de 1931
Traducción de María José Rodellar
Un rostro de una asombrosa blancura,
ojos ardientes. June Mansfield, la esposa de Henry. Mientras venía hacia mí
avanzando desde la oscuridad de mi jardín hacia la luz de la entrada, vi por
primera vez a la mujer más hermosa de la tierra.
Hace años, cuando trataba de imaginarme
la auténtica belleza, me forjé en mi mente una imagen que correspondía
exactamente a este tipo de mujer. Incluso había imaginado que sería judía. Hace
mucho tiempo que conocía el color de su piel, su perfil, sus dientes.
Su belleza me embargó. Mientras
permanecía sentada frente a ella, me di cuenta de que sería capaz de hacer
cualquier locura por aquella mujer, lo que me pidiera. Henry se desvaneció.
Ella era el color, la brillantez, lo extraño.
Su papel en la vida la tiene absorbida.
Sé muy bien por qué: su belleza le acarrea dramas y acontecimientos. Las ideas
significan poco. Vi en ella una caricatura de personaje teatral y dramático.
Disfraz, actitudes, forma de hablar. Es una actriz soberbia. Sólo eso. No he
podido llegar a su interior. Todo cuanto Henry había dicho de ella es cierto.
Al final de la velada, yo era como un
hombre, estaba profundamente enamorada de su rostro y de su cuerpo, que
prometía tanto, y odiaba el ser que los demás habían creado en ella. Los demás
sienten gracias a ella; y gracias a ella, componen poemas; gracias a ella,
odian; y otros, como Henry, la aman aunque les pese.
June. Soñé por la noche con ella, soñé
que era enormemente pequeña, además de frágil, y la amaba. Amaba la pequeñez
que se me había hecho visible al oírla hablar: el desproporcionado orgullo, un
orgullo herido. No tiene seguridad, y sí unas ansias insaciables de admiración.
Vive del reflejo de sí misma en los ojos de los demás. No se atreve a ser ella
misma. June Mansfield no existe. Y ella lo sabe. Cuanto más la aman, más lo
sabe. Sabe que hay una mujer muy hermosa que anoche percibió mi inexperiencia y
trató de ocultar la profundidad de su saber.
Un rostro de una blancura asombrosa
retirándose a la oscuridad del jardín. Al irse, posa para mí. Siento ganas de
echar a correr y besar su fantástica belleza, besarla y decir: «Te llevas contigo
un reflejo de mí, una parte de mí. Había soñado contigo, deseaba que
existieras. Formarás siempre parte de mi vida. Si te amo será porque hemos
compartido en algún momento las mismas fantasías, la misma locura, el mismo escenario.
«La única fuerza que te mantiene entera
es tu amor por Henry, y es por eso por lo que lo amas. Te causa daño, pero
mantiene unidos tu cuerpo y tu alma. Te integra. Te azota y te flagela hasta
conferirte entereza. Yo tengo a Hugo.»
Quería volver a verla. Pensaba que a
Hugo le encantaría. Me parecía perfectamente natural que le gustara a todo el
mundo. Le hablé de ella a Hugo. No noté celos de su parte.
Al surgir nuevamente de la oscuridad, me
pareció todavía más hermosa. También más sincera. «La gente siempre es más
sincera con Hugo», me dije a mí misma. Me dije también que era porque se encontraba
más a gusto. No podía descifrar lo que de ello pensaba Hugo. Ella se dirigió
arriba, a nuestra habitación, a dejar el abrigo. Se detuvo un segundo en mitad
de las escaleras, donde la luz la hacía realzar sobre el fondo turquesa de la
pared. Cabello rubio, tez pálida, demoníacas cejas angulares, una sonrisa cruel
con un hoyuelo cautivador. Pérfida, infinitamente deseable, me atraía hacia
ella como hacia la muerte.
Abajo, Henry y June formaban una
alianza. Nos contaban sus peleas, rupturas, guerras el uno contra el otro.
Hugo, que se encuentra incómodo cuando se habla de emociones, trató de limar
las asperezas con bromas, serenar la discordia, lo feo, lo espantoso para
aligerar sus confidencias. Igual que un francés, afable y razonable, hizo
disolverse toda posibilidad de drama. Pudo producirse allí una escena feroz, inhumana,
horrible, entre June y Henry, pero Hugo impidió que nos diéramos cuenta de
ello.
Luego le hice ver que había impedido que
viviéramos, que había hecho que un instante de vida pasara ajeno a él. Me
avergonzaba su optimismo, su intento de suavizar las cosas. Lo comprendió. Prometió
recordarlo. Sin mí, quedaría totalmente anulado por su costumbre de seguir los
convencionalismos.
La cena fue alegre. Tanto Henry como
June tenían mucho apetito. Luego fuimos al «Grand Guignol». En el coche June y
yo nos sentamos juntas y charlamos en armonía.
–Cuando Henry te describió –dijo–,
olvidó las partes más importantes. No eras tú en absoluto. –Lo supo de
inmediato; nos habíamos entendido mutuamente, habíamos captado cada una los
detalles y matices de la otra.
En el teatro. Cuan difícil es fijarse en
Henry cuando ella está allí sentada, resplandeciente, con su rostro como de
máscara. Descanso. Ella y yo queremos fumar, Henry y Hugo no. Al salir, menudo
revuelo armamos. Le digo:
–Eres la única mujer que ha respondido a
las exigencias de mi imaginación.
–Menos mal que me voy –responde–. No
tardarán en desenmascararme.
Ante una mujer carezco de recursos. No
sé tratar a las mujeres. ¿Dirá la verdad? No. Me había hablado en el coche de
su amiga Jean, la escultora y poetisa.
–Jean tenía un rostro hermosísimo. –Y
añade con premura–: No estoy hablando de una mujer corriente. El rostro de
Jean, su belleza, era como la de un hombre. –Se detiene–. Las manos de Jean
eran preciosas, muy flexibles de tanto manejar el barro. Tenía los dedos
afilados. –¿Qué es este enfado que siento al oír las alabanzas que de las
manos de Jean hace June? ¿Celos? Y su insistencia en que su vida ha estado
llena de hombres y no sabe cómo actuar delante de una mujer. ¡Mentirosa!
Mirándome intensamente, dice:
–Pensaba que tenías los ojos azules. Son
extraños y hermosos, grises y dorados, con esas pestañas largas y negras. Eres
la mujer más grácil que he conocido. Cuando andas te deslizas.
Hablamos de los colores que nos gustan.
Ella siempre viste de negro y violeta. Volvemos corriendo a nuestros asientos.
Se vuelve constantemente hacia mí en lugar de hacia Hugo. Al salir del teatro
la cojo del brazo. Entonces ella pone su mano sobre la mía; las entrelazamos.
–En Montparnasse, el otro día, me dolió
oír tu nombre –dice–. No quisiera que ningún hombre de poca monta tuviese que
ver con tu vida. Me siento... protectora.
En el café advierto cenizas bajo la piel
de su rostro. Desintegración. Siento una terrible ansiedad. Siento ganas de
abrazarla. Noto cómo retrocede hacia la muerte y yo estoy dispuesta a acoger la
muerte para seguirla, para abrazarla. Se muere ante mis ojos. Su belleza provocadora
y sombría se apaga. Su extraña, masculina fuerza.
No distingo el sentido de sus palabras.
Me fascinan sus ojos y su boca, esa boca descolorida, mal pintada. ¿Sabe que me
siento inmóvil y prendida, perdida en ella?
Se estremece de frío bajo la ligera capa
de terciopelo.
–¿Quieres que comamos juntas antes de
que te vayas? –le pregunto.
Le alegra marcharse. Henry la ama de
modo imperfecto, brutal. Ha herido su orgullo deseando lo contrario de lo que
es ella: mujeres feas, vulgares, pasivas. No soporta su positivismo, su
fuerza. Ahora odio a Henry, intensamente. Odio a los hombres que temen la
fuerza de las mujeres. Probablemente Jean amaba su fuerza, su poder
destructivo. Porque June es destrucción.
Mi fuerza, según me dice Hugo más tarde,
cuando descubro que no aguanta a June, es suave, indirecta, delicada,
insinuante, creativa, tierna, femenina. La de ella es como de hombre. Hugo me
dice que tiene un cuello masculino, una voz masculina y manos toscas. ¿Es que
no me he dado cuenta? No, no me he dado cuenta, o, si me doy cuenta, no me
importa. Hugo admite que está celoso. Desde el primer momento se han tenido
antipatía.
–¿Es que piensa que con su sensibilidad
y sutileza femeninas puede amar algo de ti que yo no haya amado?
Es cierto. Hugo ha sido infinitamente
tierno conmigo, pero en tanto él habla de June yo pienso en nuestras manos
entrelazadas. Ella no alcanza el centro sexual mismo de mi ser que alcanzan los
hombres; no se acerca. Entonces, ¿qué es lo que despierta en mí? He deseado
poseerla como si un hombre fuera, pero he querido también que me amara con los
ojos, con las manos, con los sentidos que sólo poseen las mujeres. Es una
penetración suave y sutil.
Odio a Henry por atreverse a herir su
enorme y vano orgullo. La superioridad de June provoca el rechazo, e incluso un
sentimiento de venganza, en Henry. Pone sus ojos en la sumisa y ordinaria
Emilia, la criada. Su ofensa me hace amar a June.
La amo por lo que se ha atrevido a ser,
por su dureza, su crueldad, su egoísmo, su perversidad, su demoníaca fuerza
destructora. Me aplastaría sin la menor vacilación. Se trata de una personalidad
llevada al límite. Adoro el valor con que hiere y estoy dispuesta a sacrificarme
a él. Sumará mi ser al suyo. Será June más todo lo que yo contengo.
Anaïs Nin
Henry y June / Diario inédito
Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987, pp. 20-24
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