martes, 28 de mayo de 2013

Casa de citas / Anaïs Nin / June


June

Anaïs Nin
JUNE
Diciembre de 1931
Traducción de María José Rodellar
  

Un rostro de una asombrosa blancura, ojos ardientes. June Mansfield, la esposa de Henry. Mientras venía hacia mí avanzando desde la oscuridad de mi jardín hacia la luz de la entrada, vi por primera vez a la mujer más hermosa de la tierra.
Hace años, cuando trataba de imaginarme la auténtica belleza, me forjé en mi mente una imagen que correspondía exactamente a este tipo de mujer. Incluso había imaginado que sería judía. Hace mucho tiempo que conocía el color de su piel, su perfil, sus dientes.
Su belleza me embargó. Mientras permanecía sentada frente a ella, me di cuenta de que sería capaz de hacer cualquier locura por aquella mujer, lo que me pidiera. Henry se desvaneció. Ella era el color, la brillantez, lo extraño.

Su papel en la vida la tiene absorbida. Sé muy bien por qué: su belleza le acarrea dramas y acontecimientos. Las ideas significan poco. Vi en ella una caricatura de personaje teatral y dramático. Disfraz, actitudes, forma de hablar. Es una actriz soberbia. Sólo eso. No he podido llegar a su interior. Todo cuanto Henry había dicho de ella es cierto.
Al final de la velada, yo era como un hombre, estaba profun­damente enamorada de su rostro y de su cuerpo, que prometía tanto, y odiaba el ser que los demás habían creado en ella. Los de­más sienten gracias a ella; y gracias a ella, componen poemas; gra­cias a ella, odian; y otros, como Henry, la aman aunque les pese.
June. Soñé por la noche con ella, soñé que era enormemente pequeña, además de frágil, y la amaba. Amaba la pequeñez que se me había hecho visible al oírla hablar: el desproporcionado orgullo, un orgullo herido. No tiene seguridad, y sí unas ansias insaciables de admiración. Vive del reflejo de sí misma en los ojos de los de­más. No se atreve a ser ella misma. June Mansfield no existe. Y ella lo sabe. Cuanto más la aman, más lo sabe. Sabe que hay una mujer muy hermosa que anoche percibió mi inexperiencia y trató de ocul­tar la profundidad de su saber.
Un rostro de una blancura asombrosa retirándose a la oscu­ridad del jardín. Al irse, posa para mí. Siento ganas de echar a correr y besar su fantástica belleza, besarla y decir: «Te llevas con­tigo un reflejo de mí, una parte de mí. Había soñado contigo, de­seaba que existieras. Formarás siempre parte de mi vida. Si te amo será porque hemos compartido en algún momento las mismas fan­tasías, la misma locura, el mismo escenario.
«La única fuerza que te mantiene entera es tu amor por Henry, y es por eso por lo que lo amas. Te causa daño, pero mantiene uni­dos tu cuerpo y tu alma. Te integra. Te azota y te flagela hasta conferirte entereza. Yo tengo a Hugo.»

Quería volver a verla. Pensaba que a Hugo le encantaría. Me parecía perfectamente natural que le gustara a todo el mundo. Le hablé de ella a Hugo. No noté celos de su parte.
Al surgir nuevamente de la oscuridad, me pareció todavía más hermosa. También más sincera. «La gente siempre es más sincera con Hugo», me dije a mí misma. Me dije también que era porque se encontraba más a gusto. No podía descifrar lo que de ello pensaba Hugo. Ella se dirigió arriba, a nuestra habitación, a dejar el abrigo. Se detuvo un segundo en mitad de las escaleras, donde la luz la hacía realzar sobre el fondo turquesa de la pared. Cabello rubio, tez pálida, demoníacas cejas angulares, una sonrisa cruel con un hoyuelo cautivador. Pérfida, infinitamente deseable, me atraía hacia ella como hacia la muerte.
Abajo, Henry y June formaban una alianza. Nos contaban sus peleas, rupturas, guerras el uno contra el otro. Hugo, que se en­cuentra incómodo cuando se habla de emociones, trató de limar las asperezas con bromas, serenar la discordia, lo feo, lo espantoso para aligerar sus confidencias. Igual que un francés, afable y razo­nable, hizo disolverse toda posibilidad de drama. Pudo producirse allí una escena feroz, inhumana, horrible, entre June y Henry, pero Hugo impidió que nos diéramos cuenta de ello.
Luego le hice ver que había impedido que viviéramos, que había hecho que un instante de vida pasara ajeno a él. Me avergonzaba su optimismo, su intento de suavizar las cosas. Lo comprendió. Pro­metió recordarlo. Sin mí, quedaría totalmente anulado por su cos­tumbre de seguir los convencionalismos.

La cena fue alegre. Tanto Henry como June tenían mucho ape­tito. Luego fuimos al «Grand Guignol». En el coche June y yo nos sentamos juntas y charlamos en armonía.
–Cuando Henry te describió –dijo–, olvidó las partes más importantes. No eras tú en absoluto. –Lo supo de inmediato; nos habíamos entendido mutuamente, habíamos captado cada una los detalles y matices de la otra.
En el teatro. Cuan difícil es fijarse en Henry cuando ella está allí sentada, resplandeciente, con su rostro como de máscara. Des­canso. Ella y yo queremos fumar, Henry y Hugo no. Al salir, me­nudo revuelo armamos. Le digo:
–Eres la única mujer que ha respondido a las exigencias de mi imaginación.
–Menos mal que me voy –responde–. No tardarán en desenmascararme.
Ante una mujer carezco de recursos. No sé tratar a las mujeres. ¿Dirá la verdad? No. Me había hablado en el coche de su amiga Jean, la escultora y poetisa.
–Jean tenía un rostro hermosísimo. –Y añade con premu­ra–: No estoy hablando de una mujer corriente. El rostro de Jean, su belleza, era como la de un hombre. –Se detiene–. Las manos de Jean eran preciosas, muy flexibles de tanto manejar el barro. Tenía los dedos afilados. –¿Qué es este enfado que siento al oír las ala­banzas que de las manos de Jean hace June? ¿Celos? Y su insistencia en que su vida ha estado llena de hombres y no sabe cómo actuar delante de una mujer. ¡Mentirosa!
Mirándome intensamente, dice:
–Pensaba que tenías los ojos azules. Son extraños y hermosos, grises y dorados, con esas pestañas largas y negras. Eres la mujer más grácil que he conocido. Cuando andas te deslizas.
Hablamos de los colores que nos gustan. Ella siempre viste de negro y violeta. Volvemos corriendo a nuestros asientos. Se vuelve constante­mente hacia mí en lugar de hacia Hugo. Al salir del teatro la cojo del brazo. Entonces ella pone su mano sobre la mía; las entrela­zamos.
–En Montparnasse, el otro día, me dolió oír tu nombre –dice–. No quisiera que ningún hombre de poca monta tuviese que ver con tu vida. Me siento... protectora.
En el café advierto cenizas bajo la piel de su rostro. Desinte­gración. Siento una terrible ansiedad. Siento ganas de abrazarla. Noto cómo retrocede hacia la muerte y yo estoy dispuesta a acoger la muerte para seguirla, para abrazarla. Se muere ante mis ojos. Su belleza provocadora y sombría se apaga. Su extraña, masculina fuerza.
No distingo el sentido de sus palabras. Me fascinan sus ojos y su boca, esa boca descolorida, mal pintada. ¿Sabe que me siento inmóvil y prendida, perdida en ella?
Se estremece de frío bajo la ligera capa de terciopelo.
–¿Quieres que comamos juntas antes de que te vayas? –le pregunto.
Le alegra marcharse. Henry la ama de modo imperfecto, brutal. Ha herido su orgullo deseando lo contrario de lo que es ella: mu­jeres feas, vulgares, pasivas. No soporta su positivismo, su fuerza. Ahora odio a Henry, intensamente. Odio a los hombres que temen la fuerza de las mujeres. Probablemente Jean amaba su fuerza, su poder destructivo. Porque June es destrucción.

Mi fuerza, según me dice Hugo más tarde, cuando descubro que no aguanta a June, es suave, indirecta, delicada, insinuante, creativa, tierna, femenina. La de ella es como de hombre. Hugo me dice que tiene un cuello masculino, una voz masculina y manos tos­cas. ¿Es que no me he dado cuenta? No, no me he dado cuenta, o, si me doy cuenta, no me importa. Hugo admite que está celoso. Desde el primer momento se han tenido antipatía.
–¿Es que piensa que con su sensibilidad y sutileza femeninas puede amar algo de ti que yo no haya amado?
Es cierto. Hugo ha sido infinitamente tierno conmigo, pero en tanto él habla de June yo pienso en nuestras manos entrelazadas. Ella no alcanza el centro sexual mismo de mi ser que alcanzan los hombres; no se acerca. Entonces, ¿qué es lo que despierta en mí? He deseado poseerla como si un hombre fuera, pero he querido también que me amara con los ojos, con las manos, con los senti­dos que sólo poseen las mujeres. Es una penetración suave y sutil.

Odio a Henry por atreverse a herir su enorme y vano orgullo. La superioridad de June provoca el rechazo, e incluso un sentimien­to de venganza, en Henry. Pone sus ojos en la sumisa y ordinaria Emilia, la criada. Su ofensa me hace amar a June.
La amo por lo que se ha atrevido a ser, por su dureza, su crueldad, su egoísmo, su perversidad, su demoníaca fuerza destruc­tora. Me aplastaría sin la menor vacilación. Se trata de una perso­nalidad llevada al límite. Adoro el valor con que hiere y estoy dis­puesta a sacrificarme a él. Sumará mi ser al suyo. Será June más todo lo que yo contengo.


Anaïs Nin
Henry y June / Diario inédito
Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1987, pp. 20-24

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