jueves, 2 de diciembre de 2021

Casa de citas / Thomas Savage / El poder del perro

 


Thomas Savage

EL PODER DEL PERRO

Phil siempre se encargaba de la castración. En primer lugar, cortaba la bolsa del escroto y la arrojaba a un lado; a continuación, tiraba primero  de un testículo y luego del otro, hacía un tajo en la membrana color arcoíris que los rodeaba, la arrancaba y la arrojaba al fuego donde los hierros de marcar resplandecían al rojo vivo. La cantidad de sangre que despedían era sorprendentemente escasa. En pocos instantes, los testículos explotaban como inmensas palomitas de maíz. Se decía que algunos hombres los comían con un poco de sal y pimienta. «Ostras de montaña», los llamaba Phil, con su típica sonrisa traviesa, y les sugería a los peones jóvenes que, si planeaban ligar chicas, a ellos también les vendría bien comérselos. 

El hermano de Phil, George, que se encargaba de lazar a los animales, se sonrojaba cuando oía ese comentario, especialmente porque Phil lo hacía delante de los trabajadores. George era un hombre bajo y fornido, carecía de sentido del humor, era decente y a Phil le gustaba sacarlo de quicio. ¡Oh, Señor, cómo le gustaba a Phil sacar de quicio a la gente! 

Nadie usaba guantes para una tarea tan delicada como la castración, pero sí en casi todos los otros casos, para protegerse las manos de las quemaduras producidas por el roce de las cuerdas, de las astillas, de los cortes, de las ampollas. Se ponían guantes cuando lazaban, cuando vallaban, cuando marcaban, cuando juntaban heno para el ganado, incluso cuando cabalgaban, cuando galopaban o cuando transportaban ganado. Es decir, lo hacían todos, salvo Phil. Él restaba importancia a las ampollas, los cortes y las astillas y se burlaba de los que se protegían con guantes. Phil tenía manos secas, poderosas, ágiles. 

Los peones y los vaqueros usaban guantes de cuero de caballo que habían pedido después de verlos en los catálogos de Sears, Roebuck y Montgomery Ward, o Sears, Sawbuck y Monkey Ward, como llamaba Phil a esas tiendas. Después de trabajar, o los domingos, cuando la barraca se llenaba del vapor del agua que usaban para lavar ropa o afeitarse, del olor al aceite de malagueta que se ponían aquellos que estaban a punto de marcharse a la ciudad, los trabajadores se esforzaban por rellenar los formularios de los pedidos, encorvados como niños inmensos, mordiendo la punta del lápiz, releyendo con el ceño fruncido su caligrafía de patas de araña, tratando de calcular el peso del envío y de verificar su código de área. En muchos casos se daban por vencidos, suspiraban y delegaban la tarea en alguien que estuviera más familiarizado con la escritura y los números, aquel entre ellos que hubiera llegado a la secundaria, el mismo que a veces les escribía las cartas que mandaban a sus padres y a sus madres y a las hermanas de las que se acordaban. 

Pero qué maravilloso era meter el pedido en el buzón, qué delicioso y terrible esperar ese paquete proveniente de Seattle o Portland que tal vez incluyera guantes nuevos, zapatos nuevos para ir a la ciudad, discos fonográficos, un instrumento musical para mantener a raya la soledad en las noches de invierno, cuando el viento aullaba como lobos que hubieran bajado de la montaña. 

Mientras esperaban que el pedido llegara a la oficina de correos que estaba a veinticinco kilómetros por la carretera, leían esas descripciones una y otra vez, reviviendo el momento en que habían completado los campos del formulario, enriqueciendo sus expectativas. ¡Ribetes de cuerno genuino! 

—¿Qué hay, muchachos? ¿Siguen husmeando el viejo Libro de los Deseos? —preguntaba Phil, de pie junto a la estufa, golpeándose los pies para quitarse la nieve. Recorría el salón con la mirada, con las piernas separadas, las manos desnudas entrelazadas a la espalda. Con los años, algunos de los jóvenes trataban de imitar esa costumbre de no cubrirse las manos, tal vez buscando algún gesto o sonrisa de aprobación, pero, cuando sus imitaciones pasaban inadvertidas, volvían a tomar los guantes—. ¿Siguen husmeando el viejo Libro de los Deseos? 

—Claro, Phil —decían ellos, orgullosos de llamarlo por el nombre de pila, pero cerraban el catálogo y simulaban que estaban conversando, para que él no notara la lujuria que les despertaban esas mujeres descaradas que modelaban corsés y ropa interior. ¡Cómo admiraban su indiferencia! Era uno de los dos dueños de la hacienda más grande del valle, podía permitirse cualquier jodida cosa que quisiera, cualquier automóvil, un Lozier o un Pierce-Arrow, por ejemplo, pero no sentía deseos de poseer un coche. En una ocasión, su hermano George le comentó que estaba interesado en adquirir un Pierce y Phil respondió: «¿Quieres parecer judío?». Y ahí quedó el tema. No, Phil no conducía. Su montura, colgada de un estribo en un gancho del establo grande y largo, tenía unos buenos veinte años; las espuelas eran de acero de buena calidad, pero lisas, sin lujosas incrustaciones de plata ni nada parecido a las espuelas que poblaban los sueños de otros; usaba zapatos corrientes en lugar de botas, se burlaba de los adornos y oropeles de los vaqueros, aunque cuando era más joven había sido tan buen jinete como cualquiera de ellos y mejor lazador que George. A pesar de todo su dinero y de su cuna, era un tipo normal, que se vestía como un peón, con un peto y una camisa azul de cambray. George lo llevaba tres veces por año a Herndon a que le cortaran el pelo; se sentaba en el asiento delantero del viejo Reo, rígido como un indio con su rígido traje de ciudad, la imponente nariz de búho bajo el sombrero gris pizarra, la mandíbula prominente. Luego se acomodaba en la silla de peluquería de Whitey Judd y dejaba sus largas, delgadas y callosas manos inmóviles sobre los frescos apoyabrazos, mientras su pelo caía a su alrededor formando montoncitos sobre las blancas baldosas del suelo. 

En una ocasión, un acicalado viajante que llevaba un ostentoso alfiler de corbata lanzó una risita y se lo preguntó a Whitey. 

—Yo no me reiría si fuera usted, señor —comentó Whitey—. Él puede comprarlo y venderlo cincuenta veces a usted o a cualquier otro tipo de este valle, salvo a su hermano. Es un honor que se siente en mi silla, un gran honor. —Snip, snip, snip—. Él y su hermano son socios. 

Y, en efecto, eso eran, y más que socios, más que hermanos. Cabalgaban juntos durante los rodeos, hablaban entre sí como si acabaran de conocerse, conversaban sobre los viejos tiempos de la secundaria y de esa universidad de California en la que George, de hecho, había reprobado el mismo año en que Phil se había graduado. Phil rememoraba bromas que les había jugado a otros alumnos, amigos que habían tenido, parrandas. Phil había sido la lumbrera; George, el que le ponía empeño. 

Cuando vendían novillos cada otoño o compraban un semental Morgan para mejorar la estirpe de las monturas, tomaban las decisiones más o menos conjuntamente. Cada año, Phil esperaba con ansias que llegara octubre, mes en el que salían a cazar y en que los sauces que bordeaban el arroyo adoptaban un tono rojizo oxidado y la bruma que ascendía desde las lejanas hogueras del bosque flotaba como un velo por encima de los picos montañosos. Se les veía a los dos, con sus animales de carga, cabalgando por las llanuras hacia las montañas, Phil con su carabina corta o con su calibre treinta. No era raro que hubiera una relación como aquella entre hermanos: Phil, alto y anguloso, contemplando la lejanía con sus ojos azul cielo y luego bajando la mirada al suelo que lo rodeaba; George rechoncho e imperturbable, cabalgando a su lado con un caballo castaño, rechoncho e imperturbable. Hacían apuestas: ¿quién avistaría y dispararía al primer alce? ¡Oh, cómo le gustaba a Phil el hígado de alce! De noche acampaban al borde de los árboles y se sentaban con las piernas cruzadas ante el fuego a hablar de los viejos tiempos y de los planes de un establo nuevo que nunca se materializaban porque ello implicaría derribar el viejo; desenrollaban los sacos de dormir lado a lado y escuchaban juntos y en la oscuridad el rumor de un arroyo diminuto, no más ancho que el paso de un hombre, la fuente misma del río Misuri. Se dormían y cuando despertaban se encontraban con la escarcha. 

Había sido así durante años; Phil acababa de cumplir los cuarenta. También seguían durmiendo en la misma habitación que habían tenido de niños, en las mismas camas de bronce, y se movían por la gran casa de troncos haciendo ruido, porque aquellos a los que Phil se refería como los Viejos se habían marchado a pasar sus años otoñales en una suite de varias habitaciones del mejor hotel de Salt Lake City. Allí, el Viejo Caballero incursionaba en la bolsa de valores y la Vieja Dama jugaba al mahjong y se vestía para cenar como lo había hecho siempre. El dormitorio de los Viejos estaba cerrado, juntando el polvo que lanzaban los automóviles —de los que había más cada día— que traqueteaban y chisporroteaban en la carretera que pasaba delante de la casa. En esa habitación el aire estaba viciado, los geranios de la Vieja Dama se murieron, el reloj de mármol negro dejó de funcionar. 

Los hermanos conservaron a la señora Lewis, la cocinera, que vivía en una cabaña del fondo, y que incluso tenía tiempo para limpiar la casa, por decirlo de alguna manera, quejándose a cada movimiento de la escoba. Ya se había marchado la chica, la última de una serie, que servía la mesa y dormía en un cuarto diminuto del piso superior. Tal vez su presencia pareciera extraña en una vivienda de solteros, pero de todas maneras los hermanos se comportaban con un recato casi alarmante, como si todavía hubiera mujeres rondando por la casa. George se bañaba una vez a la semana, entraba al baño totalmente vestido y cerraba la puerta; se bañaba en silencio, con pocos chapoteos y sin emitir sonido, y salía totalmente vestido, pero seguido de un vapor delator. Phil jamás usaba la bañera, porque no le gustaba que se supiera que se bañaba. En cambio, lo hacía una vez al mes en una zona profunda del arroyo conocida sólo por George y él y, en una ocasión, por otra persona. Examinaba todo lo que lo rodeaba antes de entrar, por si había miradas indiscretas, y se secaba al sol, puesto que llevar una toalla hubiera difundido su propósito.  

A veces, en otoño y primavera, tenía que romper una costra de hielo. En los meses de invierno no se bañaba. Los hermanos nunca se habían mostrado desnudos el uno frente al otro; de noche, antes de desvestirse, apagaban las luces eléctricas, las primeras de todo el valle.  

Hoy en día tomaban el desayuno junto a los peones en el comedor trasero, pero almorzaban y cenaban como antes, en el comedor delantero, con manteles blancos, y los cubiertos que usaban eran de plata. No es fácil ni deseable descuidar esos hábitos ni olvidar quién eres, un Burbank, con los mejores contactos en Boston, allí en el Este, en Massachusetts.  

A veces, Phil se preocupaba porque George se quedaba mirando a lo lejos, balanceándose en la silla. De pronto, los ojos de George se posaban en la montaña llamada Viejo Tom, que estaba a cincuenta kilómetros de distancia y tenía casi cuatro mil metros de altura, una montaña querida, y se balanceaba y se balanceaba y se volvía a balancear, mirando todo el tiempo a través de la llanura. 

—¿Qué ocurre, viejo? —le preguntaba Phil—. ¿Tu vieja cabeza sigue divagando? 

—¿Cómo? 

—Si te sigue divagando la cabeza. 

—No, no. —George cerraba lentamente las pesadas piernas. 

—¿Qué tal una partida de cribbage? —Desde hacía varios años, mantenían un detallado registro de la puntuación. 

Para Phil, el problema de George era que no usaba la cabeza. No era un gran lector, como Phil. El límite de George era el Saturday Evening Post; se conmovía como un niño con las historias sobre animales y naturaleza. Phil leía Asia, Mentor, Scientific American y libros de viajes y filosofía que los parientes finos del Este le mandaban por docenas en Navidad. Tenía una mente inquieta, aguda y curiosa —usaba la cabeza— que desconcertaba a los compradores y vendedores de ganado que suponían que una persona que se vestía como Phil, que hablaba como Phil, debía de ser simple e iletrada, una persona con ese pelo y esas manos. Pero sus costumbres y su apariencia obligaban a los desconocidos a cambiar sus concepciones previas de cómo era un aristócrata y a reemplazarlas por la idea de que era alguien que podía permitirse ser él mismo. 

George no tenía pasatiempos, ningún interés que lo animara. Phil trabajaba la madera. Había construido los mecanismos derrick, una especie de grúas que se usaban para apilar el heno silvestre —fleo, hopillo o trébol rojo—, desbastando las enormes vigas con azuela y garlopa. Con esas manos talentosas y desnudas tallaba sillas diminutas, de no más de dos centímetros de altura, de estilo Sheraton o Adam; sus dedos se movían como las patas de una araña y a veces se detenían momentáneamente, como si se pusieran a pensar, puesto que los dedos de Phil poseían una inteligencia propia que se encontraba, quizás, en sus acolchadas yemas. Pocas veces se le deslizaba el cuchillo y, cuando eso ocurría, él desdeñaba el yodo o el fenolato de sodio, dos de los escasos medicamentos que había en la casa, puesto que la familia Burbank no creía en la medicina. Las pequeñas heridas se le curaban rápidamente después de que se las limpiaba con el paliacate azul que guardaba en un bolsillo trasero. 

Algunos de los que conocían a Phil decían «¡Qué desperdicio!», ya que estar al frente de un rancho no era un oficio exigente ni un reto, siempre que uno dispusiera del rancho en cuestión, y requería músculos, pero poco cerebro. Phil, se maravillaba la gente, podía haber sido cualquier cosa, médico, maestro, artesano, artista. Había cazado, despellejado y disecado a un lince con una habilidad que habría hecho pasar vergüenza a un taxidermista. Resolvía con facilidad los acertijos matemáticos del Scientific American; su lápiz volaba. Había aprendido a jugar ajedrez por su cuenta a partir de lo que había leído en las páginas de una enciclopedia, y era habitual que se pasara una hora resolviendo los problemas ajedrecísticos que se publicaban en el Evening Transcript de Boston, que llegaba con dos semanas de retraso. En la fragua de la herrería diseñaba y cincelaba intrincados objetos ornamentales de hierro, morillos, atizadores con forma de espada y tridentes. Lo único que deseaba era poder compartir su talento con George, quien, por así decirlo, nunca se prendía fuego, casi nunca echaba humo y ya ni siquiera se interesaba por los viajes que hacía a Herndon en el Reo para reunirse con los directores del banco y almorzar luego en el Sugar Bowl Cafe. 

—¿Qué te parece si te enseño a jugar ajedrez, Gordito? —le preguntó Phil una vez, pensando en las veladas que podrían pasar juntos delante de la chimenea. A George le molestaba que lo llamara Gordito. 

—No, creo que no, Phil. 

—¿Por qué no, Gordito? ¿Piensas que te resultará demasiado difícil? 

—Nunca me interesaron mucho los juegos. 

—Antes jugabas al cribbage. ¿Y puede ser que a veces también al pinacle? 

—Es cierto. Sí, lo hacía, ¿verdad? —Y luego George tomó el Saturday Evening Post y se perdió en alguna fantasía. 

Phil silbaba, y lo hacía bien, con un tono tan preciso como el de una flauta; silbaba una tonada alegre y se metía en el dormitorio y tomaba el banjo y punteaba Red Wing o Hot Time in the Old Town. Había aprendido a tocar por su cuenta y sus dedos saltaban sobre las cuerdas produciendo sonidos agradables. En otra época no era infrecuente que, cuando estaba tocando, George entrara en silencio en el cuarto y se tumbara en la otra cama de bronce a escuchar. Pero no últimamente.  

Últimamente, después de una o dos tonadas, Phil se levantaba del borde de la cama donde había estado sentado tocando, se ponía recto, dejaba el banjo y recorría el sendero que llegaba a la barraca entre el susurro de la plantación de centeno. 

—Qué hay, muchachos —decía, parpadeando por la luz blanca de la lámpara a gas. 

En otra época, siempre se levantaba alguno de los peones para cederle una silla, alguna silla vieja que había sobrado de la Casa Grande. 

—Oh... No te molestes —respondía siempre Phil, pero siempre se molestaba alguien, e infructuosamente, porque Phil no aceptaba ninguna silla ni ningún regalo de nadie. Sus visitas interrumpían alguna discusión sobre putas, política, caballos o amor y creaban un silencio que duraba hasta que el ¡clank! de algún leño que se movía en la estufa enfatizaba ese silencio y uno de los hombres, a quien ese silencio aterrorizaba, se sentía obligado a hablar. 

—¿Qué opinas de ese tal Coolidge? —podía preguntar, porque, al final, el Transcript llegaba a la barraca, donde lo usaban como papel sobrante o para encender el fuego, pero que a veces leían accidentalmente. 

Entonces Phil fruncía el ceño y liaba un cigarrillo perfecto con una mano. Conocía el valor de un silencio penetrante. 

—Bueno, hay que admitir una cosa respecto de él. —Encendía el cigarrillo—. Tiene el sentido común de mantener la boca cerrada. —Entonces se reía y, en algunas ocasiones, se iniciaba una conversación titubeante, tal vez referida a Coolidge. Luego cabía la posibilidad de que uno de los tipos más jóvenes, con la esperanza de halagarlo, le pidiera consejos sobre una montura que quería encargar. Para Phil, ¿era mejor una cincha maestra o una forcada? ¿La montura Visalia era tan buena como decían? 

Y, finalmente, Phil se ponía un poco melancólico. 

—Bueno, supongo que querrán acostarse. 

—Oh, diablos, no, Phil. —Y seguían charlando, quizá sobre el trabajo que había que hacer al día siguiente, la puesta a punto de las segadoras si estaban en primavera, el paradero de una manada de caballos salvajes, o tal vez Phil contara alguna anécdota de Bronco Henry, el mejor de los jinetes, el mejor de los vaqueros, el que le había enseñado el arte de trenzar cuero. Una vez, poco tiempo antes, Phil, después de narrarles una de aquellas historias, miró de pronto por la ventana, por encima del susurrante centeno, en dirección a la ventana iluminada del dormitorio de la Casa Grande. Mientras observaba, la ventana se oscureció repentinamente. ¡George no lo había esperado despierto! —

Bien, amigos —dijo con una sonrisa triste—, tengo que irme al catre. 

Cuando se marchó, uno de los vaqueros jóvenes, que era un bocón, se animó a hablar. 

—Oigan..., es un tipo bastante solitario, ¿verdad? Justo de lo que estábamos hablando antes de que llegara... ¿Creen que alguna vez alguien lo quiso? ¿O que él quiso a alguien? El hombre de más edad de la barraca miró fijo al joven. Lo que había dicho era inapropiado, incluso desagradable. ¿Qué tenía que ver el amor con Phil? 

El hombre de más edad de la barraca extendió la mano y palmeó la cabeza de una perrita marrón que dormía cerca de él. 

—Yo no diría nada sobre él y el amor. Y, en tu lugar, tampoco lo llamaría tipo. Es irrespetuoso. 

—Caramba, diablos —respondió el joven, sonrojándose. 

—Tienes que aprender a tener respeto. Tienes muchísimo que aprender sobre el amor. 

En otoño, los hermanos y los peones que habían contratado trasladaban un millar de novillos cuarenta kilómetros por la carretera hasta los corrales del diminuto asentamiento de Beech. A menos que el clima fuera deprimente, que hubiera lluvia cayendo con fuerza desde el norte, o esa aguanieve que cortaba la cara o ese frío que entorpecía la circulación sanguínea, ese acontecimiento se parecía un poco a una excursión o un pícnic; los jóvenes pensaban en los almuerzos que les había preparado la cocinera, la señora Lewis, para que los comieran al mediodía cuando las sombras se ocultaban bajo la artemisa; pensaban en la taberna que estaba al otro lado de la carretera, enfrente de los corrales, y en las habitaciones que estaban en el piso superior de la taberna, donde vivían las putas. 

Cuando el sol subía rojo y la escarcha se retiraba de la superficie de los pastos cortos y secos, la manada ya formaba una hilera de más de ochocientos metros de largo; atrapados bajo el hechizo de la oscuridad y esa cualidad sagrada del alba que hace que los hombres se vuelquen en sí mismos, los vaqueros guardaban silencio y los hermanos guardaban silencio, escuchando los pasos-pasos-pasos del ganado y el crepitar de la artemisa aplastada bajo las pezuñas hendidas, los crujidos-crujidos-crujidos del cuero de las sillas y el tintineo de las barbadas de plata alemana. El nuevo sol que se elevaba por encima de las colinas orientales dejaba al descubierto un mundo tan amplio y hostil a la esperanza que los vaqueros jóvenes se aferraban a los recuerdos de casa, de los fogones de la cocina, las voces de sus madres, el guardarropa de la escuela y los gritos de los niños en el recreo. Levantaban el mentón y fijaban la mirada en una abandonada cabaña de troncos, abierta a la intemperie, donde en el verano los caballos perdidos buscaban un poco de sombra, donde años antes un hombre como ellos había fracasado; en el punto en el que el camino se torcía cerca de una alambrada de púas, un cartel oxidado salpicado de orificios de balas los instaba a mascar tabaco de una marca que ya no existía; más adelante, encorvado sobre la perilla de su silla de montar, cabalgaba el hombre de más edad de la barraca, gris, de rostro arrugado, uno que como ellos habría soñado alguna vez con un pequeño lugar propio, unas pocas hectáreas, una casa, algunas cabezas de ganado, un prado verde, una mujer como esposa y, sólo Dios lo sabía, tal vez un hijo. 

Luego el sol se elevaba un poco más sobre las colinas y esa calidez nueva alimentaba las esperanzas de los hombres, que hablaban, reían, bromeaban; sus planes se harían realidad pronto; cuando llegaran a viejos, como aquel tipo allí encorvado sobre su montura, dispondrían de un lugar que fuera suyo. Tendrían dinero, harían planes. Mientras tanto, el hocico del caballo apuntaba a los corrales, a la taberna, a las mujeres del piso superior. 

También los hermanos guardaban silencio en la oscuridad y se distinguían entre sí sólo por sus siluetas, el delgado y el rechoncho; por sus siluetas y por el crujido largo y familiar de las sillas de montar de cada uno de ellos. Así es, pensó Phil despreocupadamente, siempre se quedaban callados cuando empezaban la marcha, dirigiendo los pensamientos hacia dentro y hacia el pasado, y ese silencio le decía que el pasado no había cambiado, no mucho. Sí, el coche, ese Stearns-Knight verde oscuro que corría a toda mecha entre el ganado, lo irritaba; iba demasiado rápido, en su opinión. Una vez, el chofer se había atrevido a hacer sonar la bocina y el ruido había asustado tanto al ganado que Phil se acercó al coche, que avanzaba con lentitud, y, desde lo alto de su alazán, le dijo al conductor lo que pensaba sin pelos en la lengua. ¡Había que ver cómo se humillaron los pasajeros del asiento trasero! 

—Condenados pueblerinos —gruñó—. George, ¿oíste a ese hijo de perra tocar la bocina? Por todos los santos, no les importa un comino espantar a un montón de novillos. Ojalá todos esos jodidos coches explotaran. 

Pero George, que era leal al Reo (así como a todas sus pertenencias), siguió mirando hacia delante, en dirección a las grupas de las vacas. 

—Diablos —dijo—. Oh, diablos, Phil. Hay que acomodarse a los tiempos. 

—¡Los tiempos! —dijo Phil, y escupió. Diez años atrás tenían una diligencia de verdad, con un hombre de verdad sobre el pescante sujetando las riendas, con cuatro buenos caballos—. ¿Cómo se llamaba aquel chofer, Gordito? —le preguntó a George. Pocas veces se olvidaba de un nombre, pero era una manera de dar comienzo a la conversación de esa nueva mañana. 

—Harmon —dijo George. 

—Por Dios, tienes razón. —Ese intercambio los hizo regresar al pasado, a cuando eran niños, los devolvió a ese punto en el que podían rememorar a Bronco Henry, a la época en que todavía quedaban unos pocos indios malolientes, antes de que el Gobierno decidiera cambiar las cosas y los mandara a la reserva. Phil todavía se acordaba de aquellos caballos viejos y de ancas torcidas sobre los que se marcharon los indios, aquellas destartaladas calesas en las que tuvieron que apiñarse. Durante una semana entera, los indios desfilaron lentamente delante de la casa, rumbo a la reserva del sur de Idaho, levantando polvareda y haciendo ladrar a los perros de la finca. El único que no estaba con ellos era el jefe, aquel viejo taimado. Se había muerto.  

A Phil le gustaba recordarle a George todas esas veces en las que, mientras llevaba ganado, sus agudos ojos habían avistado puntas de flechas indias que luego él había recogido y añadido a su notable colección. No recordaba que George hubiera encontrado una punta de flecha alguna vez. Phil sonrió para sus adentros. ¿Cómo podría haberlo hecho? George siempre miraba al frente, como lo estaba haciendo ahora, en dirección a las polvorientas grupas de las vacas. 

En ese preciso momento, Phil se preguntó: ¿cómo debería empezar la conversación del día? Un día tan especial como ese. ¿Con Bronco Henry? ¿O con aquel incidente del año anterior, el del coche que, cuando estaba tratando de cruzar el río de ganado, se desvió hacia un costado y cayó en una zanja? Dos mujeres y un hombre, todos con pantalones bombachos, lo más absurdo que se había visto, y allí se quedaron, boquiabiertos, contemplando el coche volcado casi de lado, mirando, nada más. A Phil le había alegrado que George estuviera en la parte delantera de la manada, puesto que él habría enganchado su cuerda al coche y los habría sacado y entonces ellos no habrían aprendido la lección. 

¿O comenzar esta mañana con el hecho más importante, el de que ese era el vigésimo quinto año que transportaban ganado juntos? ¡Veinticinco años! ¡Qué orgullosos se habían sentido entonces, y qué adultos! Para Phil había algo importante en el hecho de que hubieran realizado el primer viaje de ida y vuelta en el bonito año redondo de mil novecientos, mil novecientos y nada más. ¡Jesús! ¡Jesús! En aquella época, Bronco Henry no era mayor de que lo que él y George eran ahora, no mucho mayor, a decir verdad, que los jóvenes que los acompañaban hoy, vestidos con sus ropas finas. Ya no sabían qué demonios eran, esos jóvenes: vaqueros o estrellas de película. Phil jamás había visto una película y por Dios que jamás lo haría, pero esos jóvenes guardaban revistas sobre cine en la barraca y había un tipo que se llamaba W. S. Hart que era algo así como un Dios para ellos. 

¡Cómo arrugaban los sombreros, y esos paliacates de seda que se anudaban en el cuello, y esos elegantes zahones! Se había enterado de que uno de ellos había encargado botas a medida con incrustaciones extravagantes, gastándose la paga de todo un mes en una jodida cosa para ponerse en los pies. ¡Y después se preguntaban por qué terminaban en ese condado! Bueno, musitó Phil, así eran las cosas. Cuanto más ignorante era la gente, más sentía la necesidad de adornarse. 

George se había desviado un poco a la derecha; Phil cruzó en diagonal entre la manada, que avanzaba lentamente, y tarareó con voz tranquilizadora, para que los animales no se impacientaran. 

—Bien, Georgie, chavo —sonrió—. Supongo que aquí estamos. A pesar de que eran hermanos, cabalgaban de manera diferente, se sentaban de manera diferente sobre las monturas; uno inclinado y relajado, sujetando las riendas flojas entre las manos desnudas; el otro, recto, rígido sobre la silla, sacando panza, mirando hacia delante. 

¿Aquí? —preguntó George, girando la cabeza—. ¿A qué te refieres con aquí, Phil? 

—¿Que a qué me refiero con aquí? ¿Que a qué me refiero con aquí, Gordito, chavo? Hoy se cumplen veinticinco años. Mil novecientos y nada. Diecinueve cero cero. ¿Lo recuerdas? 

—La verdad es que lo había olvidado —dijo George. 

Vaya. ¿Cómo podría olvidarlo?, se preguntó Phil. ¿En qué había pensado todo ese año? 

—Veinticinco años. Algo así como un aniversario de plata, o como se llame —dijo Phil—. ¿No son eso? —Cuando bromeaba o estaba enfadado, Phil cometía errores gramaticales para enfatizar sus palabras. 

—Mucho tiempo —repuso George. 

—Bueno —dijo Phil—. Tampoco tanto, maldita sea. —No había traído ese asunto a colación con el objeto de señalar cuánto tiempo había pasado desde su infancia. El propio Phil no se sentía ni un año más viejo que cuando tenía doce años y George diez; sólo muchísimo más listo—. Pero te diré algo, George, hemos vivido algunos momentos formidables. 

—Supongo que sí. —George buscó su paquete de Bull Durham en el bolsillo de la camisa; ató las riendas en la perilla, se quitó los guantes y se lio un cigarrillo; grueso, con forma de embudo. 

Phil lo miró y resopló. De ninguna manera iba a cargar él solo con todo el peso de la conversación del aniversario. ¿Qué le pasaba a George? ¿Le dolía la barriga? ¡Qué tipo maravilloso para pasar el otoño con él! Había estado raro todo el verano. 

—Oye, Gordito —comentó—. Nunca has aprendido a liar un cigarro con una sola mano.  

Y con esas palabras, Phil cruzó abruptamente entre el ganado para hablar con los jóvenes, moviendo los labios como si estuviera preparándose para contarles aquella vez que Bronco Henry, enfermo y con fiebre, había hecho una de las cabalgadas más bonitas que se habían visto jamás; a los cuarenta y ocho años, maldita sea. A veces sentía el deseo de contar toda la historia. Una de las razones por las que odiaba el alcohol era que le daba miedo lo que podría llegar a decir. 

En ese momento un pajarito gris salió zumbando de los arbustos. El alazán de Phil se asustó y tropezó. Phil sintió una furia repentina y una angustia como una náusea. —¡Maldito seas, viejo estúpido! —gritó, y tiró de la cabeza del alazán, al tiempo que le daba un buen golpe con las espuelas. Veinticinco años desde que había cabalgado al lado de Bronco Henry. 

El sol ya estaba en lo alto, las sombras eran más cortas, las horas que faltaban serían calientes y largas. Sí, como también eran largos los años, pensó Phil, y las sombras que proyectaban. Si el viento era favorable y uno tenía una nariz aguda, podía oler los corrales de Beech mucho antes de verlos; estaban cerca del río, que estaba casi seco en esta época del año, alejado de sus orillas y tan calmo que la superficie reflejaba el cielo curvo y vacío y, a veces, las urracas que aleteaban en lo alto, buscando carroña, taltuzas y conejos muertos de tularemia o algún becerro muerto e hinchado de lo que en esa zona se llamaba pierna negra. Sí, si el viento era favorable y uno tenía la nariz aguda, podía captar el olor del agua y la pestilencia sulfúrica y alcalina del arroyo que avanzaba lento y que, a la altura de los corrales, desembocaba en el río y lo contaminaba. Si el sol era favorable y uno tenía la vista aguda, a veces veía aparecer el asentamiento, primero como un espejismo que flotaba justo sobre el horizonte, los corrales, los vagones jaula con los manchados pasadizos, las dos tabernas de fachadas falsas con habitaciones en la planta superior, la escuela blanca venida a menos con el campanario de baja altura, todo rodeado de artemisa y una zona sin vegetación donde los niños jugaban a la pelota y las niñas saltaban a la cuerda. 

Al otro lado de esa zona sin vegetación estaba el edificio llamado La Hostería, y detrás de él se elevaba una colina desnuda en cuyas laderas pastaban unos delgados caballos salvajes, entre un viento perpetuo que les agitaba las enmarañadas crines y colas. Ese viento aullaba en verano y en invierno, chillando al pasar por la ladera hacia el cementerio ubicado al pie de la colina, donde una oxidada alambrada de púas y unos postes en putrefacción mantenían a raya a los animales sueltos para que no pisaran las tumbas ni volcaran las jarras de fruta en las que a menudo había flores, violetas en primavera, castillejas más tarde, pero sólo los muertos recientes podían estar seguros de que tendrían flores. Bajo ese sol se marchitaban de repente y su mensaje era efímero; en poco tiempo, los tallos se ulceraban en el interior de esas jarras de fruta. 

A una persona inteligente se le había ocurrido decorar una tumba reciente con flores de papel y poner encima de ellas una jarra de fruta boca abajo, para protegerlas de la lluvia. 

Los corazones siempre latían un poco más rápido en Beech cuando corría el rumor de que alguien había visto una polvareda en la llanura, que estaban llegando un montón de piezas de ganado transportadas por un montón de vaqueros derrochones. En las dos tabernas, los encargados de las barras constataban la altura del matarratas que había en las botellas que estaban detrás del mostrador y apartaban el whisky de verdad, el que venía de Canadá, para aquellos que tuvieran los medios necesarios, esos ganaderos a los que les gustaba hacer gestos magnánimos. 

—Escúcheme bien —le dijo un encargado a un vendedor ambulante que había llegado la noche anterior en el tren de Salt Lake City—. Manténgase lejos de la carretera y no senquede mirando el ganado como un tonto cuando lleguen, o es probable que espante a los animales y que luego a los vaqueros les cueste hacerlos entrar en los corrales. Hace un par de años le dispararon justo encima de la cabeza a un tipo que se había quedado papando moscas y asustando al ganado. ¡Por Dios, debería haber visto cómo salió corriendo para cubrirse, cómo se le sacudían los faldones! 

—Parece el Salvaje Oeste —dijo el viajante en tono sarcástico. Había venido con la intención de vender generadores pequeños a las tabernas, la escuela y el hotel que se llama La Hostería, pero no había encontrado a ningún interesado. 

—Diablos, sí que es el Salvaje Oeste —dijo el encargado—. Por lo que yo sé, las únicas luces eléctricas del valle están en el rancho de los Burbank. Los demás usamos lámparas de gas. 

—El rancho de los Burbank —repitió el vendedor, y miró el calendario con imágenes de chicas que estaba detrás de la barra. Se les veía la ropa interior. 

—Son ellos los que vienen esta tarde. Mil cabezas. Ocho o diez vaqueros. Y los hermanos. Siga mi consejo, quédese dentro y no provoque una estampida. ¿Qué te pongo, Dolly? —le preguntó a una rubia—. Dios mío, qué bien hueles. 

—Gracias —dijo ella—. Es Agua Florida. Y beberé ginebra, ya sabes. 

—Está por llegar la comitiva de los Burbank. 

—Los vi desde arriba —dijo Dolly—. Y, oh, por Dios, qué espanto. —

Bueno, ahora tienes a tu amiga para que te ayude. 

—No servirá de mucho. Está enferma. 

—¿Sí? ¿Tiene lo mismo que tenía la vieja Alma? ¿Recuerdas? 

—¿Tuberculosis? Oh, no, por todos los diablos. Es la regla. 

Los corazones también latían un poco más rápido en el único comedor del pueblo, que estaba dentro del pequeño hotel llamado La Hostería. El comedor estaba listo y también las camas del piso superior. El registro estaba abierto sobre el escritorio en una página nueva y al lado, oliendo a cedro, había un lápiz al que se le acababa de sacar punta.




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