martes, 21 de diciembre de 2021

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Andrzej Sapkowski

DESPUÉS DIJERON


Después dijeron que aquel hombre había venido desde el norte por la Puerta de los Cordeleros. Entró a pie, llevando de las riendas a su caballo. Era por la tarde y los tenderetes de los cordeleros y de los talabarteros estaban ya cerrados y la callejuela se encontraba vacía. La tarde era calurosa pero aquel hombre traía un capote negro sobre los hombros. Llamaba la atención.
    Se detuvo ante la venta del Viejo Narakort, se mantuvo de pie un instante, escuchó el rumor de las voces. La venta, como de costumbre a aquella hora, estaba llena de gente.
    El desconocido no entró en el Viejo Narakort. Condujo el caballo más adelante, hacia el final de la calle. Allí había otra taberna, más pequeña, llamada El Zorro. Estaba casi vacía. Aquella taberna no gozaba de la mejor fama.
    El ventero sacó la cabeza de un cuenco con pepinillos en vinagre y dirigió su mirada hacia el huésped. El extraño, todavía con el capote puesto, estaba de pie frente al mostrador, rígido, inmóvil, en silencio.
    —¿Qué va a ser?
    —Cerveza —dijo el desconocido. Tenía una voz desagradable.
    El posadero se limpió las manos en el delantal de tela y llenó una jarra de barro. La jarra estaba desportillada.
    El desconocido no era viejo, pero tenía los cabellos completamente blancos. Por debajo del abrigo llevaba una raída almilla de cuero, anudada por encima de los hombros y bajo las axilas. Cuando se quitó el capote todos se dieron cuenta de que llevaba una espada en un cinturón al dorso. No era esto extraño, pues en Wyzima casi todos portaban armas, pero nadie acostumbraba a llevar el estoque a la espalda como si fuera un arco o una aljaba.
    El desconocido no se sentó a la mesa, entre los escasos clientes, continuó de pie delante del mostrador, apuntando hacia el posadero con ojos penetrantes. Bebió un trago.
    —Busco posada busco para la noche.
    —Pues no hay —refunfuñó el ventero mirando las botas del cliente, sucias y llenas de polvo—. Preguntad acaso en el Viejo Narakort.
    —Preferiría aquí.
    —No hay. —El ventero reconoció al fin el acento del desconocido. Era de Rivia.
    —Pagaré bien —dijo el extraño muy bajito, como inseguro.
    Justo entonces fue cuando comenzó toda esta abominable historia. Un jayán picado de viruelas, que no había apartado su lúgubre mirada del extraño desde el momento mismo de su entrada, se levantó y se acercó al mostrador. Dos de sus camaradas se quedaron por detrás, a menos de dos pasos.
    —¡Ya te han dicho que no hay sitio, bellaco, rivio vagabundo! —gargajeó el picado de pie junto al desconocido—. ¡No necesitamos gente como tú aquí, en Wyzima, ésta es una ciudad decente!
    El desconocido tomó su jarra y se apartó. Miró al ventero, pero éste evitó sus ojos. No se le ocurriría defender a un rivio. Al fin y al cabo, ¿a quién le gustaban los rivios?
    —Todos los rivios son unos ladrones —continuó el picado, dejando un olor a cerveza, ajo y rabia—. ¿Escuchas lo que te digo, degenerado?
    —No te oye. Tiene boñigas en las orejas —dijo uno de los que estaban detrás. El otro se rió.
    —Paga y lárgate —vociferó el caracañado.
    El desconocido le miró por primera vez.
    —Cuando termine mi cerveza.
    —Te vamos a echar una mano —gruñó el jayán. Arrancó la jarra de las manos del rivio y al mismo tiempo, agarrándole por los hombros, clavó los dedos en las correas de cuero que cruzaban el pecho del extraño. Uno de los de detrás preparó el puño para golpearle. El extraño se revolvió en su sitio, haciendo perder el equilibrio al picado. La espada silbó en el aire y brilló un momento a la luz de las lamparillas. Hubo una agitación. Gritos. Uno de los otros parroquianos se precipitó hacia la salida. Una silla cayó con un crujido, la loza de barro se desparramó por el suelo con un chasquido sordo. El ventero, con los labios temblando, miró a la destrozada cara del picado, cuyos dedos aferrados al borde del mostrador se iban desprendiendo, desapareciendo de la vista como si se hundiera en el agua. Los otros dos estaban tendidos en el suelo. Uno inmóvil, el otro retorciéndose de dolor y agitándose en un charco oscuro que crecía rápidamente. En el ambiente vibró, hiriendo los oídos, un agudo e histérico grito de mujer. El ventero, asustado, tomó aliento y comenzó a vomitar.
    El desconocido retrocedió hasta la pared. Encogido, tenso, alerta. Sujetaba la espada con las dos manos, agitando la punta en el aire. Nadie se movía. El miedo, como un viento helado, cubría las caras, soldaba los miembros, cegaba las gargantas.
    Un piquete de la ronda, compuesto por tres guardias, entró en la venta con estruendo. Debía de haber estado cerca. Para el servicio llevaban porras envueltas en tiras de cuero pero, al ver los cuerpos, echaron mano con rapidez a los estoques. El rivio pegó la espalda contra la pared y con la mano izquierda sacó un estilete de la bota.
    —¡Tira eso! —vociferó uno de los guardias con la voz temblona—. ¡Tíralo, canalla! ¡Te vienes con nosotros!
    Otro guardia dio una patada a la mesa que le impedía acercarse al rivio por detrás.
    —¡Ve a por refuerzo, Treska! —gritó al tercero, que estaba más cerca de la puerta.
    —No hace falta —dijo el extraño, bajando la espada—. Iré por mi propio pie.
    —Claro que vienes, hijo de perra, pero encadenado —le increpó el que estaba temblando—. ¡Arroja la espada o te rompo la crisma!
    El rivio se enderezó. Con rapidez, colocó la hoja debajo de la axila izquierda y con la mano derecha elevada hacia arriba, en dirección a los guardias, marcó en el aire un rápido y complicado signo. Comenzaron a brillar los numerosos gemelos situados en las vueltas de los puños, unos puños largos hasta los codos del caftán de cuero.
    Los guardias se retiraron, protegiéndose los rostros con sus antebrazos. Uno de los parroquianos dio un salto, otros, de nuevo, se acercaron a la puerta, la mujer volvió a gritar, salvajemente, con estridencia.

    —Iré por mi propio pie —repitió el desconocido con una extraña voz metálica—. Y vosotros tres por delante, llevadme al corregidor. Desconozco el camino.
    —Sí, señor —barbotó el guardia, dejando caer la cabeza. Se movió hacia la puerta, inseguro. Los dos restantes salieron detrás de él, apresurados. El extraño siguió sus pasos, guardando la espada en su vaina y el estilete en la bota. Cuando pasaban las mesas, los clientes escondían los rostros entre los gorgueros de los jubones.


Andrzej Sapkowski / El brujo








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