Garota en Ipanema Rio de Janeiro, 13 de febrero de 2013 Foto de Triunfo Arciniegas |
Triunfo Arciniegas
Las garotas de Ipanema
14 de febrero de 2013
Tengo una cosa rara, una raíz amarga, un animal
que me carcome. No es fácil viajar. Se percibe en el aire la fragilidad. La
vida fácil está en casa. Me siento en casa mejor que nunca cuando se aproxima
la fecha de un viaje y entonces me da la ordenadera y me aburre pensar en
kilómetros de carreteras, en hoteles de mala muerte y gente que uno nunca no ha
visto en la vida. Qué rico sería dedicarme a leer estos libros o sería bonito
pintar estas paredes, me digo, o voy a volver a salir a caminar con los perros
de madrugada. El tiempo se vuelve intenso, corrijo las pruebas de un libro,
resuelvo asuntos editoriales, armo paquetes para luego lleven al correo o hasta
escribo alguna cosa. Y suceden accidentes que antes postergaban los viajes: se
me parten los lentes o me enfermo o me deprimo de manera espantosa. Pero no
puedo conformarme con ese dulcísimo vientre que es mi amada casa, repleta de
libros y belleza, y empiezo a viajar de mala gana y poco a poco voy tomando
vuelo. Nunca lo he hecho: conformarme, resignarme. Nunca esquivo los retos de
la vida, y siempre voy hacia otra etapa, siempre estoy por entrar a otro
cuento.
Hace apenas dos meses, a principios de diciembre, recorría las privatizadas playas de Puerto Vallarta, donde ya se habla más inglés que español, en ese México lindo y querido que va del Día de Muertos hasta el Día de la Virgen de Guadalupe, la Patrona, y leía a más de treinta grados una esplendorosa biografía de Patricia Highsmith recién comprada en Guadalajara. En Vallarta las playas y el mar están marcadas por los lazos de los hoteles cinco estrellas donde agonizan los gringos, y uno se pregunta a dónde van los pobres, dónde les permiten mojarse el culo, maldita sea. Y hace un mes, después de una Navidad y un Año Nuevo en casa, ya me había inventado otro viaje: Cartagena de Indias, la ciudad amurallada, esplendorosa y miserable, donde reina el bullicio y el acoso de los vendedores y donde uno se junta con todo mundo y las negras preciosas se dan por manotadas. Llevé a René desde Pamplona a conocer el mar, cancelando así una deuda muy antigua, y me leí Carol y la mitad de otra novela de Patricia Highsmith. Ahora estoy, gracias a los dioses, en las amplias y muy bien cuidadas playas de Rio de Janeiro leyendo a Fonseca en portugués, escribiendo y tomando fotos y cada vez más loco.
Ayer me desperté temprano y subí las entradas de
siete blogs. Escribí sobre el carnaval como una bestia de mil cabezas para Ficciones, mi blog más
personal, y subí el texto con una foto de antier: una muchacha casi desnuda que
baila en mitad de la calle, en una sopa hirviente de cuarenta grados. Luego
salí a fotografiar las pintadas de las retorcidas calles de San Teresa, o las
calles pintadas de Santa Teresa para decirlo con exactitud, hasta bajar al
centro. Con semejante calor terminé en Cinelândia, pasando por zonas
deprimidas y malolientes. La miseria tiene su podrida aroma. Dos vagabundos
tristes miraron con codicia mi cámara, el riesgoso e imprescindible lujo
de mis viajes, sin mencionar el portátil y el par de discos duros, y huí
espantado. Pasé por una caseta de libros de segunda, mi último coto de caza en
este mundo, ya en un territorio más seguro, pero su dueño no abrió. Supongo que
se embriagó en el carnaval con los dólares que le di el otro día. Me hubiera
gustado conversar con él y comprarle algo más de Rubem Fonseca o Lygia Fagundes
Telles. Sé que tiene varios títulos de Clarice Lispector, una novelista famosa
por su dificultad. Estuve buscando en el centro de Rio de Janeiro una casa de
cambio, pero me dijeron que todo seguía “fechado” en la avenida Rio Branco. Me
aconsejaron que fuera a Copacabana. Tomé el metro hasta la estación Cardeal
Arcoverde y cambié trescientos dólares en dos casas distintas. De dos, el dólar
bajó a 1.95 reales en estos días: la devaluación me costó cinco coca-colas
personales. Rio es escandalosamente cara, casi tan cara como Nueva York, madre
mía. Compré agua y un remedio para la tos, que me sigue azotando. Y busqué un
pozo de sombra en la avenida Atlántico (que separa la playa, el mar y la
ciclovía de los edificios y los hoteles más caros -léase quinientos o más
dólares por noche) para escribir un rato. Tengo una idea que puede funcionar,
algo que soñé hace dos o tres noches. Volví a ver a mi viejo amigo Carlos
Drummond de Andrade y nos tomamos otra foto. No bebe desde el 17 de agosto de
1987 y entiendo que tampoco fuma. No dice nada. Pero sus antiguas palabras me
estremecen hasta los huesos: "¿Por que Deus é horrendo em seu amor?"
Se trata de la última línea de "A Santa", el poema sobre una
mujer sin nariz que hace milagros. Parece un recuerdo de la propia niñez del
poeta. El y otros muchachos le llevaban alimentos y ofrendas a la santa y la
contemplaban petrificados de miedo. No dice nada, pero sigue ahí, firme, de
espaldas a la playa, muy sereno y seguramente muy feliz porque todas las
muchachas lo abrazan para tomarse una foto.
Me divertí con la cámara el resto de la tarde. Recorrí toda Copacabana, hasta el hotel donde me hospedé en 2010, y una parte del otro lado del paraíso: Ipanema. Una mujer se me acercó pero no entendí su conversación. Le dije que no hablaba portugués y dejé que se fuera. Tal vez buscaba un cliente o tal vez solo quería que le tomara una foto. De alguna manera nos hubiéramos entendido, pero no me inspiró confianza. Al contrario de Blanche Dubois, el personaje de Un tranvía llamado Deseo, nunca he confiado en la bondad de los extraños. Antes de encaminarme a Copacabana, incluso antes de llegar al centro, almorcé ("costeleta do porco") junto a unos argentinos (uno de ellos con argolla de marrano en la nariz y gruesas arandelas dentro de los lóbulos de sus pobres orejas) pero no les hice conversación, por supuesto, y me bebí una cerveza en la playa junto a unos colombianos muy felices. Vienen de Cali y Medellín. Intercambiaban las trivialidades propias de las personas que no tienen nada que hacer y que llevan ya muchos días viajando juntas. No me dieron ganas de entrar al juego. Me sentí muy extraño, muy solo en Ipanema, con tanta belleza y sin nadie para compartirla. Sigue por acá la Garota de Ipanema con su lento caminado, con su sensualidad, con su belleza perturbadora:
Moça do corpo dourado, do sol de Ipanema.
O seu balançado é mais que um poema.
É a coisa mais linda que eu já vi passar.
Tanta belleza hiere. Tanta piel. Hasta el mismo
mar parece una piel dorada con la perezosa caída del sol. Una muchacha abandonó
un resto de besos y se humedeció con una ola para apartarse la arena de la
tarde. Otra cubrió su esplendorosa preñez antes de volver a casa. Otras dos
jugaban como gatas en la arena: se perseguían, se tumbaban, corrían de la mano.
Sus risas y la musicalidad de sus frases me atormentaron hasta los mismos
huesos, y sentí la saliva como una pedrada en la garganta. La soledad no sabe
bien con los lugares paradisíacos. La soledad tampoco sabe bien con el vino y
las comidas exquisitas. Se lleva con el tabaco, remedio para melancólicos, pero
ya dejé de fumar, maldita sea. Creo que desde mediados del siglo XIX. Me
emborracho una vez cada tres años y me espantan las putas día y noche. Ni
siquiera le debo plata a nadie, es el colmo. Así voy camino a la santidad y
terminaré (aburrido en un nicho y con los brazos extendidos) como San Triunfo
I, patrono de las desesperadas, especialista en preñeces y maridos descarriados.
Me tendí en la playa a oír a un cantante
callejero, una gran voz, exquisita y educada, y un guitarrista prodigioso,
después de la magia de la luz de la tarde. Me pregunté entonces cómo pudo
llegar a esto, a cantar para gente de paso, por unas miserables monedas. Sus
cabellos largos y sus sandalias maltratadas me hicieron pensar en el hombre que
nunca fui, desdichado sí pero ya nunca más muerto de hambre, vagabundo sí pero
con una casa tibia en el corazón. Oscureció despacio. Luego me levanté y caminé
hasta la estación del metro.
3 comentarios:
Muy bueno tu paseo por Rio, solo allí tanta belleza duele. New York no es tan caro para los neoyorkinos. Conociste a Drummond de Andrade!
Sabías que yo también soy nortesantandereano, que se me hierve la sangre.
Bello para tu Memoria.
Me sentí en Rio pero al mismo tiempo tu mención del carnaval me trajo recuerdos de mi Barranquilla. ¿Serán muy diferentes los dos carnavales? Gracias por compartir tu día. Un abrazo
Son muy diferentes estos dos carnavales. Rio es algo monumental, masivo y delirante.Tienes que venir.
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