Caveira Rio de Janeiro, 2013 Foto de Triunfo Arciniegas |
TRATADO DE OLVIDO
São Paulo, 27 de febrero de 2013
Olvidé escribir que ayer cumplí años. En realidad, lejos de casa, no sé si los cumplí. Hace un año era domingo y estaba en un hotel del centro de Ciudad de México, cerca de la plaza Garibaldi, y esa noche los marichis me festejaron gratis sin saberlo. Fue una fiesta apoteósica: todos tocaban y cantaban y bebían tequila. Acudieron todos los desconocidos. Venía entonces del carnaval de Veracruz y había pasado unas cinco horas arrastrando una maleta por las calles atestadas en busca de un bendito hotel. Hace dos años, también por razones de carnaval, sudaba como un caballo en un hotel de pobres de Barranquilla de cuyo nombre no consigo acordarme. Y ahora, "moro" en el hotel Dann de la rua Costelação, en São Paulo, Brasil.
Salí temprano, después de leer tres cuentos de Rubem Fonseca en portugués y desayunar como un rey. Cantándome sin pudor el cumpleaños, ahora que hablo solo y me contesto, que río y lloro casi por las mismas razones, caminé por "a rua Consolação" hasta el "Cemitério da Consolação", donde ya había estado el domingo, y tomé otras fotografías, mientras buscaba en vano las tumbas de Monterio Lobato y Mário de Andrade. No sé si habían salido. Tal vez se les prolongó la parranda del fin de semana. O tal vez ni siquiera han vuelto del carnaval. Todo puede esperarse de estos señores.
Regresé al hotel y bajé las fotos. Renové la tarjeta de internet, que cuesta diez reales por día, subí cuatro blogs y me quedé trabajando en el quinto. Como aún no termino el bendito texto sobre la noche del sámbodromo que cierra el Carnaval, hice una entrada sobre el cementerio vecino que me tomó casi todo el día.
Salí al final del día a comprar Cetirizina para calmar esta alergia. Me mata el calor. Me baño tres veces al día. Sudo bajo la misma ducha. Aun no encuentro el remedio de Pedrillo, mi pobre perro viejo que se lanzó en su juventud dos veces de la azotea y que otra vez se enfermó en Pamplona: se le volvieron a enredar las patas. No se recuperó del todo de la segunda caída. Milú lo enamoró y se fue al monte con otros perros, maldita sea, y esa pena casi lo mata. Pasó la noche quejándose en la azotea. Me contó René, ahora que me llama al hotel todos los días, que Alejandra le diseñó otros zapatos para protegerle las uñas del roce del pavimento. Y a propósito de retorcimientos y de "bogotanas torcidas", ayer compré Torsilax, un remedio mágico que requiere con urgencia en Bogotá Irene Vasco de Peralta y Gato. Le tomé una foto a las "dois caxas" en la ventana, como si fueran palomas que descansan del vuelo, y se la envié para demostrarle que su encargo era un hecho. Compré un jabón de olor y un par de máquinas de afeitar. Encontré un coto de caza fabuloso, una pequeña librería de barrio, disimulada entre otras tiendas. Entré y compré diez libros (nueve en portugués y uno en español) y dos películas originales: Hamlet de Zeferelli y Lua de fel de Polanski. Es curioso, entre los diez libros viene una biografía de Polanski que me gustaría leer de inmediato pero que debe esperar su turno. Su vida y su obra me interesan. Es un pervertido y es uno de los grandes directores de nuestro tiempo, ambos asuntos me apasionan por igual. También compré agua y unos dulces. Quería una botella de vino o el licor de alguna fruta para festejar, pero no me decidí al final de cuentas. Así que pasé un día de perfecta soledad, sin amigos ni mujeres, sin vino ni cigarrillos, en otro país y en lengua ajena. Cualquiera diría que me preparo para suicidarme, que voy a meterme desnudo en la tina y me abriré las venas, y no es así. No hay tina.
Tengo planes maravillosos. Sé que voy con veinte años de atraso, pero siento que hasta ahora estoy empezando, que me quedan por escribir los mejores libros y que una deliciosa mujer me espera en algún recodo del camino para recorrer como locos las calles de París, que hasta ahora estoy haciendo los mejores viajes y que llevaré a feliz término este proyecto de carnavales: me veo en San Juan de Pasto y Rio Sucio, en Oruro y Nueva Orleáns, en Cádiz y Tenerife, en Venecia, para expresarlo de manera bella, y por lo tanto poética, como marrano estrenando lazo. "Tudo bem", como dicen por acá. Cien personas me escribieron en Facebook amorosos mensajes de cumpleaños. Me gustaría invitarlos a casa a todos y hacer una parranda, pero están regados por todo el mundo y no sé conocen entre sí. Les contesté a todos y les pedí perdón por la saudade. Aclaré que no voy a cerrar por motivos de melancolía. A la mayoría nunca los he visto en carne y hueso. Uno de ellos dijo que no sólo tengo el privilegio de escribir sino la obligación de hacerlo, y eso me encantó. Asumo dichoso mi papel. Soy un ojo del mundo, soy una lengua, soy un testigo de mis días.
No tomé una sola foto ayer en la tarde, y luego me di cuenta que había olvidado la tarjeta de la cámara en el portátil. Las compras pesaban demasiado: agua (una botella grande y otra chiquita) y remedios, libros y películas, diez libros y dos películas, jabón y máquinas de afeitar, un jabón y dos máquinas. Se había desgastado por tanto uso la gozosa luz del día cuando decidí dejar para después la nueva estación del metro y regresé al hotel. Me sentí uno más del barrio mientras volvía al hogar dulce hogar viendo a la gente tomarse un café en una mesa de la calle y oliendo la marihuana de los muchachos en el bar de la esquina. Seguí trabajando en las fotos del cementerio. Quedan algunas buenas.
No duermo bien, trabajo mucho, la ciudad ha sido relegada ante tal ritmo de escritura. La falta de sueño me vuelve torpe. Quiebro vasos o derramo el café en los manteles, me golpeo contra las paredes o se me caen las cosas y no puedo controlar la emoción cuando converso con el portero o con el dueño de un kiosco o algún mesero. Pensarán que estoy loco o que soy un idiota. Esta mañana subí corriendo las escaleras del hotel y me caí. Me duele la mano izquierda, que asumió el impacto de la caída y protegió con asombroso arrojo los huesos de este pobre bebedor de relámpagos. Hace tres o cuatro días me hice una herida en la mano derecha: nada grave y hasta salió bonita en la foto. Pero no todo es carnaval, no todo es fiesta en la viña del Señor, puedo decir. No duermo bien pero estoy escribiendo de maravilla, como lo hacía en México en otros años. El año pasado no me funcionó la musa en los dominios del jaguar. Hice dos viajes, de mes y medio cada uno, y ambos fracasaron. Y ahora, después de un sueño intranquilo que bien pudo transformarme en un monstruoso insecto, escribo como un río a razón de un capítulo diario sobre un bar donde pasa de todo. La falta de sueño, la excitación de la escritura, el calor profundo, el mismo y melodioso idioma, me mantienen en otra dimensión, en otro cuarto que no es éste. No sé por qué el hotel me cobra una tarifa tan alta cuando ni siquiera estoy aquí.
Tampoco sé cuántos años acumulo entre pecho y espalda y, como casi todo mundo, a menos que una enfermedad haya dictado sentencia, tampoco sé cuántos me restan en esta tierra de nadie. Lo lamento: en Navidad y Año Nuevo y en estas fechas siniestras solo pienso en la muerte. No veo que sea un año más sino uno menos.
Salí temprano, después de leer tres cuentos de Rubem Fonseca en portugués y desayunar como un rey. Cantándome sin pudor el cumpleaños, ahora que hablo solo y me contesto, que río y lloro casi por las mismas razones, caminé por "a rua Consolação" hasta el "Cemitério da Consolação", donde ya había estado el domingo, y tomé otras fotografías, mientras buscaba en vano las tumbas de Monterio Lobato y Mário de Andrade. No sé si habían salido. Tal vez se les prolongó la parranda del fin de semana. O tal vez ni siquiera han vuelto del carnaval. Todo puede esperarse de estos señores.
Regresé al hotel y bajé las fotos. Renové la tarjeta de internet, que cuesta diez reales por día, subí cuatro blogs y me quedé trabajando en el quinto. Como aún no termino el bendito texto sobre la noche del sámbodromo que cierra el Carnaval, hice una entrada sobre el cementerio vecino que me tomó casi todo el día.
Salí al final del día a comprar Cetirizina para calmar esta alergia. Me mata el calor. Me baño tres veces al día. Sudo bajo la misma ducha. Aun no encuentro el remedio de Pedrillo, mi pobre perro viejo que se lanzó en su juventud dos veces de la azotea y que otra vez se enfermó en Pamplona: se le volvieron a enredar las patas. No se recuperó del todo de la segunda caída. Milú lo enamoró y se fue al monte con otros perros, maldita sea, y esa pena casi lo mata. Pasó la noche quejándose en la azotea. Me contó René, ahora que me llama al hotel todos los días, que Alejandra le diseñó otros zapatos para protegerle las uñas del roce del pavimento. Y a propósito de retorcimientos y de "bogotanas torcidas", ayer compré Torsilax, un remedio mágico que requiere con urgencia en Bogotá Irene Vasco de Peralta y Gato. Le tomé una foto a las "dois caxas" en la ventana, como si fueran palomas que descansan del vuelo, y se la envié para demostrarle que su encargo era un hecho. Compré un jabón de olor y un par de máquinas de afeitar. Encontré un coto de caza fabuloso, una pequeña librería de barrio, disimulada entre otras tiendas. Entré y compré diez libros (nueve en portugués y uno en español) y dos películas originales: Hamlet de Zeferelli y Lua de fel de Polanski. Es curioso, entre los diez libros viene una biografía de Polanski que me gustaría leer de inmediato pero que debe esperar su turno. Su vida y su obra me interesan. Es un pervertido y es uno de los grandes directores de nuestro tiempo, ambos asuntos me apasionan por igual. También compré agua y unos dulces. Quería una botella de vino o el licor de alguna fruta para festejar, pero no me decidí al final de cuentas. Así que pasé un día de perfecta soledad, sin amigos ni mujeres, sin vino ni cigarrillos, en otro país y en lengua ajena. Cualquiera diría que me preparo para suicidarme, que voy a meterme desnudo en la tina y me abriré las venas, y no es así. No hay tina.
Tengo planes maravillosos. Sé que voy con veinte años de atraso, pero siento que hasta ahora estoy empezando, que me quedan por escribir los mejores libros y que una deliciosa mujer me espera en algún recodo del camino para recorrer como locos las calles de París, que hasta ahora estoy haciendo los mejores viajes y que llevaré a feliz término este proyecto de carnavales: me veo en San Juan de Pasto y Rio Sucio, en Oruro y Nueva Orleáns, en Cádiz y Tenerife, en Venecia, para expresarlo de manera bella, y por lo tanto poética, como marrano estrenando lazo. "Tudo bem", como dicen por acá. Cien personas me escribieron en Facebook amorosos mensajes de cumpleaños. Me gustaría invitarlos a casa a todos y hacer una parranda, pero están regados por todo el mundo y no sé conocen entre sí. Les contesté a todos y les pedí perdón por la saudade. Aclaré que no voy a cerrar por motivos de melancolía. A la mayoría nunca los he visto en carne y hueso. Uno de ellos dijo que no sólo tengo el privilegio de escribir sino la obligación de hacerlo, y eso me encantó. Asumo dichoso mi papel. Soy un ojo del mundo, soy una lengua, soy un testigo de mis días.
No tomé una sola foto ayer en la tarde, y luego me di cuenta que había olvidado la tarjeta de la cámara en el portátil. Las compras pesaban demasiado: agua (una botella grande y otra chiquita) y remedios, libros y películas, diez libros y dos películas, jabón y máquinas de afeitar, un jabón y dos máquinas. Se había desgastado por tanto uso la gozosa luz del día cuando decidí dejar para después la nueva estación del metro y regresé al hotel. Me sentí uno más del barrio mientras volvía al hogar dulce hogar viendo a la gente tomarse un café en una mesa de la calle y oliendo la marihuana de los muchachos en el bar de la esquina. Seguí trabajando en las fotos del cementerio. Quedan algunas buenas.
No duermo bien, trabajo mucho, la ciudad ha sido relegada ante tal ritmo de escritura. La falta de sueño me vuelve torpe. Quiebro vasos o derramo el café en los manteles, me golpeo contra las paredes o se me caen las cosas y no puedo controlar la emoción cuando converso con el portero o con el dueño de un kiosco o algún mesero. Pensarán que estoy loco o que soy un idiota. Esta mañana subí corriendo las escaleras del hotel y me caí. Me duele la mano izquierda, que asumió el impacto de la caída y protegió con asombroso arrojo los huesos de este pobre bebedor de relámpagos. Hace tres o cuatro días me hice una herida en la mano derecha: nada grave y hasta salió bonita en la foto. Pero no todo es carnaval, no todo es fiesta en la viña del Señor, puedo decir. No duermo bien pero estoy escribiendo de maravilla, como lo hacía en México en otros años. El año pasado no me funcionó la musa en los dominios del jaguar. Hice dos viajes, de mes y medio cada uno, y ambos fracasaron. Y ahora, después de un sueño intranquilo que bien pudo transformarme en un monstruoso insecto, escribo como un río a razón de un capítulo diario sobre un bar donde pasa de todo. La falta de sueño, la excitación de la escritura, el calor profundo, el mismo y melodioso idioma, me mantienen en otra dimensión, en otro cuarto que no es éste. No sé por qué el hotel me cobra una tarifa tan alta cuando ni siquiera estoy aquí.
Tampoco sé cuántos años acumulo entre pecho y espalda y, como casi todo mundo, a menos que una enfermedad haya dictado sentencia, tampoco sé cuántos me restan en esta tierra de nadie. Lo lamento: en Navidad y Año Nuevo y en estas fechas siniestras solo pienso en la muerte. No veo que sea un año más sino uno menos.
1 comentario:
No importa que no te conozca, ni conozca tus amigos pero sì conozco tus palabras y eso es suficiente. Abrazos desde la fria Montréal.
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