Empezó a visitar mi ventana hace años, mucho antes de que imaginara que podría formarse un vínculo así. Todo comenzó de forma muy sencilla: un golpecito en el cristal al amanecer, una sombra posándose en el alféizar, un par de ojos curiosos observándome mientras leía o tomaba mi té. Al principio pensé que solo estaba de paso. Pero seguía regresando, eligiendo mi ventana una y otra vez.
Una tarde lluviosa, abrí la ventana un poco más, solo para ver qué haría. En lugar de volar, dio un pequeño salto hacia mí, me miró y dejó escapar un suave graznido. Fue entonces cuando entendí que no solo venía de visita… estaba tratando de conectar.
Nuestra rutina nació de manera natural. Cada día aparecía en el alféizar, esperando pacientemente a que yo abriera la ventana. A veces se quedaba afuera, completamente satisfecho con sentarse a mi lado mientras leía o trabajaba. Otras veces entraba, caminando por la habitación como si estuviera comprobando que todo siguiera igual que el día anterior.
Tiene esa forma de acercarse, rozando mis brazos con sus plumas, como si quisiera recordarme que está aquí porque quiere. Y cada vez que lo miro, posado junto a mí con esa serena confianza que solo tienen los cuervos, recuerdo cómo las amistades más inesperadas pueden convertirse en las más significativas.
Podría pasar sus días en cualquier lugar: volando sobre los campos, explorando tejados, uniéndose a otros cuervos que llaman a lo lejos. Pero de algún modo, siempre vuelve a mi ventana… y a mí.
Gracias por permitirme compartir su historia. Quien haya tenido un cuervo eligiendo su alféizar sabe lo profundo que pueden quedarse esos pequeños y silenciosos momentos en el corazón.
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